Mientras tanto. Raúlio pasaba los días como un espectro. Se movía por el pueblo como un fantasma que nadie nombraba, arrastrando su sombra por las calles polvorientas, con los hombros hundidos y la mirada perdida en un horizonte que ya no le pertenecía. El orgullo, ese fuego que lo había mantenido en pie durante años, ahora lo devoraba por dentro, como brasas ocultas que queman sin hacer ruido. No dormía. Daba vueltas en la cama, la sábana empapada en sudor, los dientes apretados como si intentara morder la angustia. Las imágenes lo perseguían como perros hambrientos: Salamandra caminando hacia el escenario con esa cadencia imposible, su espalda desnuda brillando bajo la luz, y Giovanni… ese maldito italiano, erguido en la barra, mirándola como si ya fuera suya. “¿Desde cuándo la mira a

