Primera Parte-3

2002 Words
Aunque, tal vez, la que había estado bebiendo era ella y se sentía rodeada de nubes de color rosado y tipos de andares precisos. Desde abajo, mirando a la mujer que gritaba, me dio la impresión de que estaba ante un caso claro de ataque de nervios, un brote histérico. Luego pensé que, dado el ambiente de la fiesta, también podía ser que aquella muchacha estuviese sufriendo un principio de delírium trémens: enormes arañas jaspeadas en verde y rosa descolgándose del artesonado con la intención de visitar su escote. Así que beberme el resto de mi bebida no me pareció que fuese tan mala idea. Aunque dudaba que si el delírium trémens me alcanzaba a mí, ella pudiera ayudarme con las arañas. Recapitulando: A) tenía a una muchacha en pleno ataque de nervios, jadeando como un perro, afectada por un ataque de arterioesclerosis agresiva y gritando dos octavas más alto de lo que es aconsejable para cualquier oído humano. B) tenía una estabilidad precaria debido a la ingesta masiva de whisky, los andares precisos se habían esfumado hacía aproximadamente una hora. C) tenía un vaso vacío con aroma de whisky de malta que hubiese rellenado con genuino placer. D) tenía un montón de gente allí abajo pendiente de lo que iba a hacer, algo que, conforme subía la escalera, cada vez tenía menos claro. También tenía la peregrina idea de que yo sería capaz de ayudar a aquella muchacha. Pensándolo con calma, no era descartable pensar que su manera de lucir su cuerpo influyese en mis motivaciones —la había visto antes paseando entre los invitados y la había puntuado con un notable alto; teniendo en cuenta que solo llevaba dos whiskies, aquello era una puntuación apreciable. Cuando llegué a su altura, la tomé por los hombros y le pregunté cómo se llamaba para que desconectara de lo que la sacaba de quicio. Tenía un buen escote, sin arañas. La chica me miró como si acabase de despertar de una pesadilla y estuviese tratando de determinar si yo formaba parte de ella o simplemente pertenecía a la r**a humana y la podía ayudar. Tras unos momentos de duda, y aunque solo fuera porque yo era el único que trataba de ayudarla, decidió confiar en mí. Señaló hacia una puerta abierta que parecía un cuarto de aseo. Como idea no me pareció mal, pero las prefiero en sus cabales y en la cama, así que la tomé del brazo y traté de que me acompañase y me mostrara el motivo de tanto barullo. La chica se aferró con más fuerza a la baranda y movió la cabeza en dirección a la puerta, separó un instante una de sus manos para ponerla en mi pecho y empujarme en la dirección que señalaba. Mientras me dirigía hacia allí pensé que me convendría pasar un poco de agua fría por mi cara, que me ayudaría a despejarme. Lo primero que me llamó la atención de aquel cuarto de aseo fue que era el sueño etílico de un diseñador, cada uno de los elementos era de un delicado color pastel, el lavamanos amarillo pálido, la taza del inodoro violeta, el bidé rosa, la bañera blanca. En conjunto, el sueño de una virgen moña. Les voy a dar un consejo médico, gratis. Si se trata de despejar las ideas de un borracho, pónganlo delante de alguien a quien acaben de asesinar, la mejora es prácticamente instantánea. Toda aquella sangre salpicando la blanca cerámica de la bañera, la expresión de espanto de aquella chica muerta que con toda seguridad vio venir el cuchillo y ni siquiera tuvo tiempo de encomendarse a Dios... La falda arrebujada alrededor de los muslos de la mujer dejaba al descubierto unas bragas rojas que competían con la sangre. Me apoyé en el lavamanos y vomité un enorme desperdicio de whisky de malta mezclado con restos de canapés. Miré de nuevo a la mujer muerta para convencerme de que el alcohol no tenía nada que ver con aquel horror; al fin y al cabo, un delírium trémens no tiene forzosamente por qué escenificar a arañas rampantes de color violeta. Entre las piernas de la chica había un bolso de mano, mi primera intención fue cogerlo. Mientras lo pensaba entendí que estaba dejando mis huellas en la escena del crimen, ese tipo de cosas que se aprenden en televisión. También pensé que si me ponía a limpiarlas y alguien me veía, o las limpiaba mal, aún sería peor, así que dejé mis huellas por allí. Si me echaban setenta años de cárcel, Marta se compraría un vestido nuevo. Zuleima, probablemente, vendría a verme cada final de mes y me traería tabaco. El hecho de que yo no fume no creo que significase demasiado para ella. A Zuleima le encanta ayudar a los desamparados y hacer lo que ella cree que soluciona algo sin que la opinión de los desamparados le importe gran cosa. Normalmente son acciones con tremendas cargas simbólicas que en realidad no cambian nada, pero que a ella y a sus amigos, todos ellos militantes de mil asociaciones de nombres rimbombantes, les hacen sentir como si fuesen la última esperanza del mundo civilizado y les permiten pasearse por la ciudad entonando consignas de rimas tan fáciles como estúpidas, refugiados bajo unas pancartas de colores brillantes y letras de colegial. Tabaco a fin de mes para un tipo con la perpetua le parecería una imagen de lo más gratificante, a Zuleima. Que el tipo se convirtiese en un adicto al tabaco tampoco le preocuparía, a posteriori podría regalarle un programa de deshabituación. Dos buenas obras por el precio de una. Pero estábamos hablando de una mujer muerta en una bañera manchada de sangre y de un lavamanos lleno de vómito con el lamentable olor que el buen whisky adquiere después de pasearse un rato por el estómago humano mezclándose con los jugos gástricos. Antes de salir miré de nuevo a la mujer muerta y tuve la tentación de cerrarle los ojos para mitigar aquella sensación de espanto que había quedado impresa en su cara. Miré su pelo, que, posiblemente, aquella misma tarde, había sido cuidadosamente arreglado en una peluquería. En aquel momento presentaba el mismo aspecto triste de una fregona acabada de escurrir. Salí y la chica de la escalera me miró con los ojos dilatados. Tenía la remota esperanza de que le dijese que la escena que había visto en el cuarto de baño era un error, que allí lo único que había era un vestido arrugado sin nadie dentro. Afirmé con la cabeza y ella chilló de nuevo, un alarido estridente. Cerré los ojos y la abofeteé sin demasiada fuerza. Dio un paso en mi dirección y se dejó caer en mis brazos, enterró la cara en mi hombro y se puso a llorar. Su cuerpo se movía al compás de sus sollozos, y a mí lo único que se me ocurrió fue tener una erección, nada del otro mundo, en realidad. Pero así ha sido siempre mi relación con esa parte de mi cuerpo, yo por un lado y ella por el suyo. Me separé ligeramente y le pregunté su nombre. —Susana —me dijo. —¿La conocías? —No. ¿Está muerta? —Sí, está muerta, tendremos que llamar a la policía. —Bueno, pero déjame llorar un poco más. —Sí, claro, llora lo que quieras, ¿estás mareada? —No. —Si sientes algún síntoma extraño, aparte del susto, no dejes de decírmelo, soy médico. —Siento frío. —Ahora bajaremos y podrás tomar algo que te tonifique. —¿Y podré irme a casa? —Me temo que eso no sería buena idea, la policía tiene un criterio muy particular del procedimiento a seguir en estos casos. —¿La policía? Pero yo no he sido, estaba muerta cuando he entrado. —Claro, pero la policía querrá hablar contigo. —Ya lo entiendo. Al cabo de unos instantes, por decir algo, le conté que me llamaba Raúl. Ella asintió con la cabeza sin dejar de llorar. La gente, allí abajo, en el salón, permanecía quieta, aunque ya se escuchaban algunos rumores que rompían el silencio que se había instalado desde el momento en que Susana empezó a gritar. Entonces vi a Pablo, el dueño de la casa, que subía la escalera. Llevaba unos pantalones rojos francamente horteras. Y tenía la cremallera de la bragueta a medio subir, como si se hubiese vestido apresuradamente. SUSANAAquel hombre que dijo se llamaba Raúl me separó suavemente de su cuerpo y me hizo mirar hacia la escalera. Un hombre calvo y alto que llevaba unos pantalones de un color rojo chillón subía la escalera observándonos con la alarma pintada en el rostro. La última vez que yo había visto aquellos pantalones, el hombre alto y calvo los tenía enrollados en los tobillos mientras trataba de mantener el equilibrio y chupar los pezones de la chica que le rodeaba la cintura con sus piernas. —¿Qué coño está pasando? —dijo. —Susana ha encontrado un c*****r en tu cuarto de baño, creo que tendrías que avisar a la policía. —Estáis borrachos los dos, ¿no? Raúl negó con la cabeza y señaló con el brazo el lugar en cuestión. El hombre de los pantalones rojos se dirigió hacia allí a grandes zancadas. A mitad de camino se paró y se giró para observarnos, luego reanudó la marcha, aunque me dio la impresión de que sus pasos eran más cautelosos. —Este es el dueño de la casa, se llama Pablo, ¿lo conoces? —me dijo Raúl, observándome dubitativamente. Negué con la cabeza. En realidad, yo en aquella fiesta no conocía a nadie, pero eso no se lo dije a Raúl. En aquel momento me hubiese resultado poco confortable empezar a dar explicaciones complicadas, ni siquiera a un hombre tan gentil como Raúl. Y la única explicación que podía ofrecer era realmente complicada. Cuando el hombre de los pantalones rojos que se llamaba Pablo y era el dueño de la casa, de la fiesta y quizás también del c*****r —¿es tuyo un c*****r si lo asesinan en tu lavabo?— salió del cuarto de baño, tenía cara de haber visto un fantasma. En realidad, una cara muy apropiada al momento que estábamos viviendo. —¿Es amiga vuestra, esa mujer? —Por lo visto, rechazaba tajantemente la propiedad del c*****r, por mucho que el cuarto de baño fuese suyo. La desmesura con la que trataba de traspasarle la responsabilidad del c*****r a alguien provocó una respuesta beligerante de Raúl. —No, no la conocemos, ¿tú sí la conoces? —No. —j***r, tío, es tu fiesta. —De acuerdo, es mi fiesta, pero aquí hay mucha gente y no los conozco a todos; por ejemplo, a ella no la había visto en mi vida. Lo dijo señalándome a mí. Y no me gustó que me señalase como si yo fuera culpable de algo, aunque en realidad tenía razón al decir que no me conocía de nada. Yo al menos le había visto el culo peludo en el aseo de la piscina. Estuve a punto de decírselo, pero no me pareció de buena educación. Además, tenía todo el derecho a preguntarme quién me había dado permiso para estar en su fiesta. El permiso, o algo muy aproximado, me lo había dado Fredo. Pero, conociendo a Fredo, no estaba segura de que a aquel hombre la explicación lo dejara satisfecho, así que me callé y traté de parecer muy afectada. Si me hubiese preguntado algo más, me hubiese puesto a llorar desconsoladamente, no creo que me costara mucho. Me salió bastante bien porque Pablo hizo un gesto de impotencia y ya no preguntó nada más. —Oye, deberías avisar a la policía, ellos saben qué hacer en estos casos. Y cierra la puerta de tu casa antes de que empiece la desbandada. No sé si te has dado cuenta, pero esto es un marrón de mucho cuidado. —Raúl parecía saber todo lo necesario en lo referente a muertos y policías. —Sí, de acuerdo, voy a telefonear desde mi dormitorio. Tú podrías ir tranquilizando a los invitados para que no se larguen. Se me ocurrió la estúpida idea de que la mujer que estaba con él en el aseo de la piscina debería acompañarlo en aquellos momentos, pero no la vi. Si se había quedado allí esperándolo, con las bragas en la mano, iba a pillar un buen disgusto.
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