Primera Parte-4

2169 Words
—¿Qué les dirás a los invitados? —le pregunté a Raúl. Tenía la impresión de que sería complicado mantenerlos tranquilos, habían visto lo suficiente para saber que algo grave había sucedido. Nadie se pone a gritar histéricamente en una escalera solo porque un camarero le ha derramado un vaso de naranjada en el vestido nuevo, pongamos por caso. Bien, es posible que sí que lo hagan, todos hemos deseado en algún momento de nuestra vida una excusa estúpida para ponernos a chillar, pero no es eso lo que la gente piensa cuando ve a alguien presa de un ataque de nervios. Así que de momento permanecían todos quietos por puro afán de fisgoneo, pero ya debían de tener la mosca detrás de la oreja, y en cuanto supiesen de qué iba todo el jaleo saldrían corriendo hacia sus casas. A nadie le gusta la compañía de un c*****r, especialmente de uno recién asesinado. Miré a Raúl y lo pillé con los ojos clavados en mi escote, el muy marrano. De acuerdo, el modelito que había escogido para conocer a la gente interesante que me había prometido Fredo ya estaba diseñado para lograr ese efecto, pero una chica siempre se siente presionada cuando alguien le está mirando las tetas con algo más de descaro del recomendable. Solo hay una cosa que ofenda más a una chica que un hombre mirándole el escote de un vestido atrevido, y es que no se lo mire. Con la decencia y el buen gusto adecuados, por supuesto. Raúl y yo, ante la situación, hicimos el esfuerzo requerido en estos casos. Yo, para sonrojarme discretamente, y él, para simular que simplemente sus ojos pasaban por mi escote en aquel momento y regresar a lo que debía ser prioritario: decir algo que no sonase a tomadura de pelo a la gente que abarrotaba el salón y nos miraba esperando una explicación. —¿Qué les dirás a los invitados? —repetí, tirando ligera e inútilmente hacia arriba de mi vestido para que Raúl supiese que estaba al tanto de su mal comportamiento y lo reprobaba. —Había pensado en algo por el estilo de: «Señoras y señores, se acaba de cometer un asesinato, todos ustedes, por más de un motivo, son sospechosos de haberlo cometido, así que les ruego que hasta que venga la policía no abandonen la escena del crimen, ya que serían inmediatamente considerados culpables». No pude evitar sonreír. Es curioso lo que es capaz de hacer el instinto de supervivencia del ser humano: hacía un momento pensaba que nunca más recobraría mi estado normal, y un hombre al que apenas conocía soltaba una barbaridad graciosa en la peor de las circunstancias y casi me echo a reír. Eso sin contar la historia de mi vestido escotado y el paseo que se había dado Raúl por mis tetas. —Estás loco —le dije, sin saber con exactitud cuál era el motivo por el que se lo decía. —Me parece que es muy buena señal que ya tengas ánimo suficiente para insultarme —respondió, sonriendo ligeramente. Tenía una bonita sonrisa y de nuevo me vi obligada a hacer un esfuerzo para no echarme a reír, luego me acordé de aquella mujer ensangrentada en la bañera y tuve que contener las lágrimas. Creo que estaba mucho más histérica de lo que pensaba. Recordé que Raúl tenía un vaso en la mano y traté de situarlo en la órbita de mis deseos, pero estaba vacío. MARTAPara mi gusto, aquella zorra de parvulario se estaba aprovechando de las circunstancias, fueran cuales fueran, para liar a Raúl. Mucha lágrima al principio, mucho «¡Oh, Dios!, no habrá nadie que pueda socorrer a una pobre chica indefensa», pero en aquel momento lo estaba envolviendo en una de esas sonrisas en las que los hombres se quedan pegados, más o menos como las moscas en aquellos papeles que mis padres colgaban del techo, así los pobres bichos morían sin poder mover más que las alas; si había muchas moscas, podías estar el día entero escuchando aquel zumbido, que era como una sentencia de muerte. Casi podía escuchar las alitas de Raúl moviéndose con desespero para librarse. La diferencia estribaba en que Raúl estaba encantado y no sentía el menor deseo de despegarse. Más bien daba la impresión de estar tramando la manera de meterse dentro de aquel escote exagerado. Juraría que cabría sin esfuerzo. Raúl se acercó al pasamanos de la escalera, dejó que el cuerpo se apoyase levemente en él y, con un gesto de la mano, reclamó la atención de todos los que estábamos abajo. Se aclaró la garganta y, con su mejor voz de bellaco de opereta, dijo: —Señoras y señores, se acaba de producir un accidente sin demasiada importancia, y está en camino un servicio médico. Pablo, nuestro anfitrión, les agradecería que continuase la fiesta y que a ser posible no la abandonen, ya que la ambulancia está a punto de llegar y podrían interferir con sus vehículos el acceso a la casa. Además, es posible que sea necesaria una pequeña transfusión sanguínea y desconocemos el grupo de la persona que ha sufrido el accidente. Imagino que entre nosotros encontraremos a alguien con una sangre que tenga un contenido alcohólico por debajo del vodka. Se escucharon algunas risas y el ambiente pareció relajarse. Pero sus palabras tenían la sinceridad de un yonqui en pleno ataque de abstinencia pidiéndole dinero a su madre para la peluquería. Estaba mintiendo, el muy cabrón, lo conozco perfectamente, sé cuándo miente. Tenía la misma expresión que cuando me dice que imaginar los labios de Salvio recorriendo mi cuerpo no le hace sufrir. Por supuesto que nunca se lo digo con estas palabras, pero hay muchas maneras de hacerse entender. Lo que yo no sabía era lo que estaba pasando allí arriba. Cuando la chica apareció dando alaridos no tuve la impresión de que se hubiese producido un «accidente sin demasiada importancia». Más bien parecía que hubiesen asesinado a alguien y lo hubiesen guardado en el cuarto de las escobas. Claro que aquella chica tenía aspecto de drogadicta. Al menos, de histérica, seguro. Y de buscona, con aquel escote que a duras penas lograba contener sus excesos mamarios. «Hipertrofia mamaria» es el término médico, según me ha contado Raúl, pero a buen seguro que le encantaría hacer algo con aquella hipertrofia. Hocicarla, por ejemplo. Salvio me estaba mirando y me hizo una señal de extrañeza. Me encogí de hombros, ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba muy atractivo, Salvio, con aquel traje ligero de alpaca de color tostado; lo deseé repentinamente. Quería un hijo de Salvio. Hacíamos el amor sin preservativo porque yo uso un diu, pero siempre podía olvidarme, o el dichoso aparato podía fallar. En ocasiones ocurre, especialmente cuando no te lo pones. En realidad ocurre con inquietante frecuencia. Imaginé la cara de sorpresa de Salvio cuando le contase que iba a ser padre. Claro que primero tenía que quedarme embarazada. Pero con toda seguridad le entusiasmaría. ¿A quién no le gusta ser padre? Cualquier hombre soltero debe de echar en falta la presencia de un hijo en su vida. Tanta libertad, al final, debe de agobiar. Imaginando la cara de sorpresa de Salvio, pensé en la que nunca pude ver en Raúl; jamás fue capaz de darme el hijo que yo deseaba. Y no sería por la cantidad de veces que me olvidé el dichoso diu. El día que puse las cosas claras con Raúl y se enteró que hacía meses que el dispositivo estaba guardado en un cajón de mi parte de armario, se puso como una fiera. Lo amenacé con denunciarlo a la policía por maltrato continuado. Y lo llamé impotente y un par de cosas más que con seguridad no lo hicieron feliz. Juraría que lo abofeteé un par de veces o tres, pero no estoy segura, nunca hemos vuelto a comentar la escena. Tampoco hemos vuelto a hacer el amor. Aquel día me largué dando un portazo, y cuando me di cuenta estaba en la puerta de la comisaría, casi convencida de que Raúl me había agredido. Me calmé en el último momento, cuando pensé que para dar verosimilitud a la denuncia tendría que golpearme la cara con algo. Y el cabrón de Raúl no se merecía tanto sacrificio; además, ya se me ocurrirían otras maneras de joderlo. Raúl, la chica y Pablo se habían reunido en un pequeño conciliábulo. Pablo era quien llevaba la voz cantante, Raúl asentía con gesto grave. La chica solo parecía estar allí para adornar la escena y arrimarse tanto como pudiese a mi marido. Cada vez estaba más convencida de que estaba drogada, aunque podía ser simplemente que estuviese caliente como una perra en celo. Después de una breve charla comenzaron a bajar la escalera. Encabezaba la marcha Pablo, lo seguían Raúl y la chica. En el segundo escalón ella fingió un vahído y se detuvo aferrándose de nuevo al pasamanos. Raúl la cogió por la cintura y le susurró algunas palabras al oído, ella asintió y pasó su brazo por la cintura de mi marido, provocando que su cadera se apoyara en la de él. Era evidente que aquella chica no estaba acostumbrada a perder el tiempo y pensé que si aquello seguía de aquella manera, antes de llegar al salón se estarían besando. No es que me importara demasiado, pero siempre he creído que una chica tiene la obligación de hacerse valer, no venderse demasiado barato. Y aquella chica estaba repartiendo gratis los cupones del sorteo de aquel par de tetas. SALVIOArriba, en la escalera, la chica, Pablo y Raúl parecían estar llegando a un acuerdo. Raúl parecía llevar la voz cantante y Pablo lo escuchaba con atención. Tras unos instantes, Pablo señaló con su mano hacia el salón y los tres comenzaron a bajar. A los dos pasos, la chica sufrió un vahído y tuvo que apoyarse en Raúl para no caer; él le ofreció la mano, pero ella prefirió pasar su brazo por su cintura. Pablo se adelantó y ellos siguieron bajando con cuidadosa lentitud. Fuera cual fuese la razón, aquella chica estaba muy afectada. Observé que Marta se acercaba a mi posición, llevaba un vaso en la mano y, antes de alcanzarme, le dio un trago rápido que acabó con la mitad de su contenido. Sin apenas mirarme, señaló al grupo del piso de arriba. —¿Qué te parecen estos? —¿Qué me parecen qué? —¿Qué estarán tramando? —No sé, ¿a ti qué te parece que ha pasado? —Ni idea, a mí lo único que me resulta claro es que el cabrón de Raúl está tratando de ligarse a la histérica de los gritos. —Quizás tenía sus motivos. —¿Para gritar de esa manera? —Vete a saber. —Bueno, sí, quizás se ha visto en un espejo. —A mí no me parece fea. —Por mí puedes irte con ellos. Si tienes suerte, Raúl te la presentará. A veces Marta hace gala de una mala leche digna de un portero de discoteca. En una ocasión le dije que el síndrome premenstrual le sentaba mal, y me lo confirmó, me dijo que se sentía terriblemente frustrada, que es justo después del período cuando está más cariñosa. Es cierto, me lo ha demostrado en más de una ocasión. Es fantástica, entonces, apasionada, imaginativa haciendo el amor, al menos en relación a otras ocasiones. Bromea diciendo que está en celo como una gata y que quiere tener gatitos. En otros momentos, sin embargo, hacer el amor con Marta es como practicar la necrofilia con un bello c*****r. En esos momentos folla como los personajes de Sexo en Nueva York, adopta una pose y espera a que le den cuerda para moverse. A Marta la conocí en una reunión de trabajo: en su empresa estaban negociando la compra de un ordenador potente, y yo los vendo. En la reunión a la que me emplazaron, varios responsables entre los que se encontraba ella me presentaron su plan de mecanización para que yo pudiera confeccionar la oferta que les presentaría. En un par de ocasiones me dio la impresión de que el cruce de piernas de Marta me lo dedicaba a mí. Y lo cierto es que lo que permitía ver la somera falda de piel que cubría sus muslos me interesaba más y más a cada cruce de piernas. En estas reuniones se intercambian tarjetas profesionales, así que llamar directamente a su extensión, al día siguiente, no presentó el menor problema. Cuando la invité a tomar un café, no pareció sorprenderse y aceptó diciendo que podríamos repasar algunos aspectos de la reunión. En realidad estuvimos demasiado ocupados hablando de nosotros mismos para pensar en la reunión. Marta me pareció una mujer sensible acarreando un matrimonio desgraciado. Me lo dijo ella y no tenía ningún motivo para no creerla, en realidad sigo sin tenerlo. Siempre he pensado que un matrimonio es, por definición, un barco con tantas vías de agua que es imposible que se mantenga a flote. Esta es una de las cosas que me gustan de Marta, su experiencia matrimonial la aleja del deseo convencional de casa y familia. No quiere renunciar a su trabajo y mucho menos estropear con un par de embarazos esa bonita figura de la que tan orgullosa está.
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