Capítulo 1. Mi matrimonio es una farsa.

1225 Words
Vanessa Thompson Llego al restaurante y mis manos tiemblan. Mi respiración se escucha superficial y mi corazón late demasiado rápido. Mis tacones de aguja resuenan en el amplio y elegante salón a medida que avanzo y los ojos de todos se posan sobre mí. «Aguanta, Vanessa. No te dejes caer». Alzo mi barbilla y cuadro mis hombros. Puede que esté aquí para convencerme de una vez que mi matrimonio es una farsa, que mi marido me pone los cuernos y que soy el hazmerreír de la sociedad elitista que nos rodea, pero no puedo demostrar lo que soy en realidad. Me acerco a la mesa del fondo, un espacio privado al que tengo acceso porque soy m*****o VIP de este lugar y no tengo restricciones, al igual que unas cien personas más en toda la ciudad. Y allí está él, tan sonriente, tan coqueto y tan descarado, en compañía de la mujer que nunca me dio buena espina, pero de la que no tenía sospecha alguna de que estuviera viéndose con mi marido. Sin embargo, mientras Steve se acerca a la rubia elegante y toma su barbilla entre sus dedos, sin importarle que haya conocidos y amigos de la familia a su alrededor, para darle un beso que se ve y se siente fogoso, no me quedan dudas. Me trago el nudo que tengo en la garganta y con un carraspeo, aviso de mi presencia. Su mirada se cruza con la mía un segundo después y en vez de ver miedo o arrepentimiento en ella, solo veo irritación. —¿Qué mierda estás haciendo aquí, Vanessa? ¿No tienes alguna habitación de la casa que decorar? —exclama, más alto de lo que debería y eso solo me demuestra que no le importa que los otros comensales lo escuchen. Su pregunta suena a burla y ofende la propia rutina que llevo por su culpa. Soy ama de casa porque así él lo decidió, a pesar de que conoce mis capacidades. Aunque ahora entiendo por fin los motivos por los que me quiere lejos de las oficinas. —Eres un bajo —susurro, aguantando las ganas de llorar que siento en estos momentos—. Te encuentro con otra, en el mismo lugar que visitamos cada fin de semana con nuestras familias, ¿y esta es tu reacción? Eres un sinvergüenza. No respetas nada. El temblor de mi voz es evidente y la valentía temporal que me embargó, se tambalea en cuanto sus ojos oscuros brillan con molestia y sus manos se cierran en puños encima de la mesa. —Si fueras una mujer de verdad, merecerías algo de mi respeto —declara, con su expresión fría y asqueada—. Deberías mirar a Sandra y compararte con ella, tal vez así alcances alguna vez estar a la altura. Me eriza su comportamiento y me duelen sus palabras. Sandra McCartney es socia de nuestra empresa en común, el consorcio familiar dirigido a los bienes raíces. Su apellido no es siquiera tan influyente como el mío, pero no pretendo entender las razones de que juegue así con la imagen que mantenemos hace dos años. Nunca me había sentido tan humillada en mi vida. Siempre fui la perfecta hija con modales aún más perfectos. Desde que nos casamos solo he sabido ser también la perfecta esposa, aunque no soy ciega o estúpida y sé que muchas cosas andan mal entre nosotros desde el mismo inicio. Pero no merezco esta humillación, no delante de todos los que siempre andan mirando sobre qué opinar. —Vete de una vez, estás molestando. Cuando llegue a la casa tendremos una conversación tú y yo —advierte, con tono duro. Deja de mirarme y se enfoca otra vez en la mujer que le sonríe con satisfacción. No encuentro mi voz para decirle que no necesito compararme con nadie y que se trague sus órdenes porque no voy a cumplirlas. El nudo en mi garganta se hace tan grande que casi no puedo respirar y en mis ojos, pican las lágrimas que no puedo derramar. Por más que mi dignidad cae al piso, me limito a dar media vuelta y salir corriendo. No miro a los lados para ver quién es testigo de mi cobardía, corro con el solo objetivo de alejarme de todo cuanto antes. Salgo a la calle y dudo hacia dónde debo ir. Puede que haya salido del restaurante, pero no estoy dispuesta a soportar sus malas pulgas cuando llegue a la casa, haciéndome ver como la culpable cuando el único maldito es él. Decido solo un segundo después y la verdad es que no necesito pensarlo más. —Tengo que irme —murmuro, mientras corro hacia mi auto, para intentar recoger mis cosas antes de que Steve regrese a la casa. El viaje se me hace eterno, el tráfico es algo molesto y me pone nerviosa el solo pensar que no pueda escapar del infierno que tendré por vida a partir de hoy. No tengo claro hacia dónde iré, pero en realidad solo tengo una opción: la casa de mis padres. Ellos me recibirán en cuanto sepan el tipo de hombre que es Steve y la vergüenza que nos está haciendo pasar a todos nosotros. Cuando llego a la casa, solo recojo unas pocas cosas y las guardo en una maleta mediana. Busco un poco de efectivo que tenía guardado hace tiempo por si necesito usarlo en alguna ocasión. No creo que Steve se vuelva loco y cancele mis tarjetas, pero sé que es capaz de cualquier cosa con tal de salirse con la suya. No miro a mi alrededor cuando me voy. Esta casa nunca se sintió tan mía, solo ocupaba mi tiempo con ella porque no tenía nada más que hacer. Me escabullo tratando de que ningún empleado vea mi salida y creo que lo logro. Llego a mi auto y sin pensar un segundo más, lo arranco y me voy. La casa de mis padres queda a las afueras de la ciudad, un terreno amplio y perfecto para lo que ellos quieran y se les ocurra. En cuanto me bajo del auto, uno de los empleados abre la puerta de entrada y me espera, con su brazo extendido, dispuesto a ayudarme a subir los amplios escalones de mármol. Mi madre sale a recibirme también, pero en cuanto ve que arrastro una maleta, su ceño se frunce con confusión. —¿Qué crees que estás haciendo? —pregunta, con tono intranquilo e indignado. Ni siquiera hace caso a mis mejillas húmedas o al temblor evidente de mis manos. —Me voy de mi casa. Mi matrimonio es una farsa, Steve me engaña delante de todos y eso no se lo voy a permitir —informo, en medio de sollozos que ya no puedo aguantar—. Le voy a pedir el divor… Mi madre se acerca con sus dientes apretados y sin dejarme terminar, me suelta una cachetada que me gira la cara. Llevo mi mano a mi mejilla para aliviar el escozor y dejo que mi cabello largo cubra mi rostro para que no vea las lágrimas que ahora corren libremente. —No digas estupideces, Vanessa —proclama—. No te vas a divorciar, deja de ser una niñata mimada y acepta la vida que te tocó. Si tu marido busca a otra, por algo será.
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