A pesar de que pueda parecer insólito, fue el propio Zeus quien expresó esta intrigante frase al pequeño Eros: «Los dioses no pueden enamorarse». Estas palabras, llenas de solemnidad y sabiduría, resonaron profundamente en el joven dios, quien no lograba comprender lo que sucedía en su ingenuo corazón. Esa misma mañana, mientras volaba libremente por los cielos luminosos de Grecia, su mirada había quedado atrapada por la presencia de una hermosa princesa joven que atravesaba una de las pintorescas islas griegas. Fue entonces cuando algo desconocido comenzó a florecer dentro de él, algo que lo confundía y lo llenaba de preguntas.
Eros, el joven dios conocido por provocar el amor en los mortales, se encontraba por primera vez en una encrucijada emocional que nunca había experimentado. Inocente e inseguro, decidió buscar respuestas en su abuelo Zeus, el todopoderoso rey de los dioses. Sin embargo, lejos de brindarle orientación, Zeus se limitó a expresar su enigmática declaración, dejando a Eros aún más desconcertado. En lugar de disipar su confusión, sus palabras parecían añadirle una capa de misterio y peso a los sentimientos que ya lo abrumaban.
Sin rendirse, el determinado Eros optó por buscar claridad en otro lugar. Pensó inmediatamente en sus tíos Heracles y Dionisio, dos figuras que siempre le habían parecido accesibles y llenas de experiencias que podían ayudarlo. Convencido de que ellos no lo decepcionarían, el joven dios emprendió un viaje lleno de esperanza, pero también de incertidumbre. Sabía que encontrar a estos dos dioses no sería tarea fácil, ya que Heracles, el héroe conocido por sus hazañas titánicas, siempre estaba ocupado en misiones desafiantes, mientras que Dionisio, el dios de la fiesta y el vino, frecuentaba lugares impredecibles.
No obstante, el camino hacia sus tíos no sería del todo seguro. Eros tendría que enfrentarse a los peligros del mundo mortal y a los desafíos del reino divino, todo mientras cargaba con la confusión de sus propios sentimientos.