capitulo 9 1/2

2425 Words
Al día siguiente la rutina volvió a mi vida. Sin embargo, no me sentía como siempre. Había amanecido con Lena en mi pensamiento y mi cabeza no dejaba de pensar en ella, en lo que estaría haciendo en ese momento. Cuando Alex bajó por la avenida, miré en dirección a la calle de Lena con la esperanza de poder verla o adivinar cuál de todas sería su casa. Pero no tuve suerte, no había ni rastro de ella ni de su coche. Busqué la hora en el reloj del salpicadero, eran las ocho menos cuarto de la mañana. Perfectamente podríamos haber coincidido. Ella también entraba a las ocho y tendría que tomar la avenida en la misma dirección que nosotras para llegar a la clínica. Me fijé en los coches de alrededor y agudicé la vista en el horizonte, por si se hallaba varios metros por delante. Alex se desvió poco después hacia la facultad y perdí la esperanza de encontrarla en alguno de los coches que nos rodeaban. El día transcurrió lento y pesado. Aunque me gustaban las clases, y por encima de todo las prácticas en el hospital, me sentía inquieta ante la incertidumbre de cuándo volvería a verla. La tarde anterior no me atreví a pedirle su número de móvil y ella tampoco preguntó por el mío. Había memorizado el teléfono de su casa, pero lo consideraba demasiado personal como para marcarlo. A las seis de la tarde, mientras cambiaba la bata blanca por el abrigo, me sentí triste. Hacía ya dos horas que Lena había salido de trabajar y posiblemente se hubiera acercado a su local de la costa. Durante unos instantes, la idea de preguntarle a Alex si me llevaba en coche hasta DEO pasó por mi cabeza, pero desistí cuando imaginé la cara que podría poner Lena si me veía aparecer por allí, acompañada de otra cría como yo. Y tampoco quería desvelar la parte de su vida que quiso compartir conmigo. Me senté en el coche resignada a volver a casa, como lo hacía casi todas las tardes de entresemana antes de que ella apareciera en mi vida. A dos manzanas de mi casa estallé. — ¡Alex, necesito decir que voy a estar contigo! — espeté. — ¿Lena? — preguntó con la mirada fija en el coche que nos precedía. — Sí. — ¿Estás con ella? — No — suspiré. — ¡No me digas que vas en serio con esa mujer! — Solo necesito verla. — ¿Qué edad tiene, Kara?— se detuvo ante un semáforo en rojo y me miró. — No lo sé — mentí—. No se lo he preguntado. Me escudriñó con la mirada y sonrió ligeramente. — ¿Y ella sabe la edad que tienes tú o tampoco te la ha preguntado? — Lo último que necesito es un sermón, en serio. — ¿Te das cuenta de en dónde te estás metiendo? — No ha pasado nada. — Pero tú quieres que pase. — Sí, pero ella no. — Pues pasará. — Lo dudo, ella no quiere. Soltó una risotada antes de meter la primera y poner el coche en movimiento de nuevo. — Para no querer que pase nada te ve muy a menudo... ayer, hoy... — Hoy no ha quedado conmigo, soy yo la que quiero verla. — ¿Dónde te dejo entonces? — sonó como si se rindiera. — Sé lo que estás pensando. — ¿El qué? — Si hubiera querido acostarse conmigo podría haberlo hecho ya. Te aseguro que se lo he puesto muy fácil. — ¿Por qué la defiendes? Yo no he dicho nada. — Porque no quiero que pienses lo que no es. — Tranquila, en absoluto pienso que sea una pervertida o algo así. — ¡j***r, Alex! ¡Por supuesto que no lo es! Me puso la mano sobre la pierna. — Anda, no te enfades. ¿Dónde te llevo? — A casa por favor. — ¿Pero no querías ir a verla? — Sí, pero iré en autobús. — ¿Con la escayola? — Sí. Lo único que te pido es que si te encuentras con mi madre o vienes a casa hagas ver que has estado conmigo. Mi madre no te va a llamar, siempre me llama a mí, confía en mí. — Hasta que deje de hacerlo... — ¿Crees que me gusta mentirle? — No, ya sé que no, pero se terminará dando cuenta. — Me he pasado la vida estudiando. Tengo dieciséis años y lo único que he hecho es eso, estudiar. Estudiar medicina, estudiar dibujo, música, piano... Cuando salgo no bebo, no fumo, no voy a llegar a casa embarazada porque afortunadamente no me gustan los tíos. Soy la hija perfecta. Tampoco le he reprochado nunca no tener un padre y apenas saber nada de él. Ella ha vuelto a enamorarse, entra y sale con David cuando quiere. Ahora soy yo la que se ha enamorado. Ahora me toca a mí. ¡Que Lena no tiene mi edad! No, no la tiene. Y si solo por ese motivo alguien cree que debe protegerme, alejándome de ella, está muy equivocado. Sería capaz de muchas cosas si pretendieran separarme de ella, y te aseguro que dejaría de ser esa hija perfecta. La única persona que puede alejarme de Lena es ella misma, sé que terminará haciéndolo, pero hasta que ese momento llegue solo quiero verla. Tampoco pido tanto. Me miró fijamente sin pestañear. — ¿Dónde te dejo? — En casa. — No me importa llevarte — insistió —. Tienes razón. Denegué su ofrecimiento porque tampoco quería que nadie supiera dónde vivía Lena. Antes de dirigirme a la parada de autobús comprobé que mi madre no había llegado aún a casa. En realidad era pronto para ella. Difícilmente conseguía llegar antes de las ocho de la tarde. Caminé todo lo deprisa que pude hasta la parada y deshice parte del camino que recorrí en el coche con Alex. Toqué el timbre cuando nos aproximábamos al cruce con Milfin. No estaba segura de la altura a la que se situaba la parada más cercana. Para mi sorpresa, se encontraba en la misma esquina. Dejé atrás la avenida y avancé por el comienzo de la calle de Lena. Su casa no podría estar muy lejos, era el número 118. El paseo tenía las aceras anchas y estaba lleno de árboles que ya no conservaban ni una mísera hoja en sus ramas. El frío del invierno había acabado con ellas. Sin embargo, ese invierno había provocado en mí justo lo contrario que en la naturaleza; estaba brotando un mundo de sentimientos, absolutamente desconocido hasta entonces, que me hacía sentir viva por primera vez, receptiva con todo lo que me rodeaba. Me fijé en el color claro que lucían las cortezas de los árboles. Eran chopos. Lo sabía no porque fuera una experta en botánica, sino porque el sonido de las hojas de los chopos moviéndose con el viento me encantaba. Caminaba por la acera opuesta a la que sabía se situaba la casa de Lena. Quería ver la numeración con claridad, sin necesidad de pasar justo por delante de su domicilio. Cuando la manzana estaba llegando a su fin el número siete se dibujó frente a mí. Brillaba resplandeciente bajo la luz de las farolas. El corazón me pegó un vuelco y comenzó a latirme a toda velocidad. Aún era incapaz de controlar mi sistema nervioso cuando algo relacionado con Lena aparecía delante de mí. Observé su casa desde la acera de enfrente. La luz estaba apagada. No parecía que hubiese alguien, aunque la puerta del garaje y la de la entrada peatonal eran demasiado altas como para ver más allá. Me armé de valor y crucé al otro lado. Las puertas que definían su propiedad no eran tan altas a pie de calle y me asomé para ver el interior. Tenía un porche muy bonito y un frondoso jardín. Supuse que habría ido a Cadmus y que no volvería hasta más tarde, ya que su coche no se encontraba allí. Me decidí entonces a rodear la casa, que hacía esquina y colindaba por el lateral derecho con otra vía delimitando la manzana. Los altos y apretados setos no me dejaron ver absolutamente nada. Solo pude intuir que aquel jardín tenía unas buenas dimensiones. Volví a la entrada y todo permanecía con la misma quietud de antes. Reparé en la baja repisa que se formaba junto a la puerta peatonal y me senté, apoyando la espalda contra la alambrada que sostenía la vegetación. Dejé descansar la muleta a mi lado y aproveché la iluminación de una farola cercana para leer los apuntes del día. Ya llevaba bastante tiempo allí y el frío de la noche empezaba a notarse. Había hecho un día tan bonito y cálido como el anterior, pero una vez se ponía el sol la temperatura caía precipitadamente, recordándote que estábamos en invierno. Compaginé la lectura con el deseo de que fuera Lena quien condujera alguno de los coches que contemplaba rodar ante mí. El tiempo pasaba, los coches también, pero ninguno era el suyo. Llamé a mi madre para mentirle una vez más. Me atendió desde el coche, activando el manos libres del teléfono. Se encontraba de camino a casa y había invitado a cenar a David. Le dije que no me esperara, que seguramente comiera en casa de Alex y que si no era así yo misma me prepararía algo cuando llegara. Me aseguró mi plato de comida ante la duda, aunque creo que pensó que me quedaría a cenar con Alex, debido a que David iba a casa aquella noche. Pobre, por una vez no era su novio el culpable de mi absentismo. Levanté el cuello de mi abrigo para protegerme del frío. Llevaba mucho tiempo sentada sin moverme y la humedad comenzaba a calarme el cuerpo. Acaricié impaciente la pulsera de Lena, como lo había hecho la noche anterior hasta que me quedé dormida. No me la quité desde que ella misma me la pusiera, a excepción de cuando entré en la ducha por la mañana. No quería que se mojara y también pretendía que preservara su olor. Olía a ella. Me la volví a llevar a la nariz para asegurarme de que aún persistía su aroma, a pesar de haber transcurrido un día entero fuera de casa. Empecé a tiritar ligeramente. Había pasado bastante más de una hora desde que me sentara en la dura repisa, no más alta que un escalón, y el frío del asfalto comenzaba a congelarme los pies. Volví a mirar la hora en el reloj. Posiblemente se había marchado a DEO y quizá cenara allí, con Nia, quizá había quedado con alguien, quizá me había mentido con respecto a que no había otra persona en su vida. Me pasaron demasiadas posibilidades por la cabeza y cada una me ponía más triste que la anterior. Quizá, simplemente, hacía su vida, como lo había estado haciendo hasta antes de conocernos. Quizá yo me creía importante en su vida porque ella era lo más importante en la mía. Era yo la que no podía vivir sin ella y temía que aquel sentimiento no era recíproco. Guardé de nuevo los apuntes en la mochila y me abracé a ella para que me diera calor. No sabía qué hacer. Todavía me sentía con fuerzas para aguantar el frío de la intemperie, sin embargo me derrumbaría como un castillo de naipes si recibía el frío rechazo de Lena al verme allí, ante su casa, sin previo aviso. ¿Y si volvía a casa acompañada? Pegué un respingo al pensarlo. Volví a sobresaltarme cuando me di cuenta de que un coche blanco se había detenido frente a mí. Reconocí las ruedas al instante, por sus llantas de aleación, y levanté la vista para encontrarme con Lena. Tenía la ventanilla del copiloto bajada y me miraba fijamente. Estaba tan absorta en mis pensamientos, pasaban tantos coches en la oscuridad de la noche, que no me fijé en el único que me importaba. No sé por qué motivo había pensado que accedería a su casa desde la otra dirección en lugar de por mi izquierda, como se hallaba en aquel momento. Probablemente fue eso lo que hizo que no le prestara excesiva atención. — Eres tú — sonó sorprendida, pero enseguida me brindó una de sus sonrisas. — Sí, soy yo — se me quebró la voz y el corazón empezó a latirme demasiado rápido en cuanto me puse en pie. — Hola Kara — continuaba mirándome. — Hola — me tembló la voz — la observé entumecida bajarse del coche y rodearlo para llegar hasta mí—. Lo siento, necesitaba verte — espeté sin saber lo que decía—. Pero ya me voy. — ¿Por qué? — preguntó impidiendo con su cuerpo mi intención de huir de allí. — Porque igual no ha sido una buena idea — bajé la vista al suelo. — Pensaba que eras el cobrador del frac — me pasó la mano por el brazo. — ¿Tienes deudas? — sonreí. — ¿Conoces a alguien que no las tenga? Hasta tú las tienes. ¿Has pagado ya las rosas? — Sí — admití, echándome a reír. — ¿Cuánto te han costado? — Eso no importa, te lo aseguro. — Creía que venías a pedirme el dinero que te han levantado por las rosas — bromeó—. ¿Has cenado ya? — No. — ¿Cenas conmigo entonces? — se me iluminó la cara y asentí—. ¿Aquí o te apetece ir a algún sitio? — Donde tú prefieras. — Estoy un poco cansada, ¿te importa en casa? — Si estás cansada mejor me marcho. — Tampoco estoy tan cansada — volvió a mirarme con ternura—. Anda, vamos — tiró suavemente del puño de mi abrigo. Esperé a que abriera la puerta del garaje y caminé despacio detrás de su coche. No merecía la pena montarme con ella con la escayola, la mochila y la muleta a cuestas. — ¿Qué tal la vuelta a la dura realidad? — me preguntó cerrando la puerta del coche con más fuerza de la que pretendía. — Dura. — ¿Has tenido un mal día? — Digamos que el hecho de no verte se convierte en un mal día. Mi respuesta hizo que se detuviera antes de llegar hasta mí y me mirara durante un instante con aire interrogante.
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