— ¿Sales con Alex? — preguntó con la mirada aún en el rojizo horizonte.
— No, solo somos amigas.
— ¿Y con alguna otra chica?
— Tampoco.
Sonrió brevemente y volvió a buscar mi mirada.
— Yo mejor no te pregunto lo mismo.
— Puedes preguntar, si quieres.
— Prefiero no saberlo.
— Tampoco ha habido tantas.
— Hablas en femenino, ¿te refieres a mujeres o a relaciones?
— A las dos cosas — confirmó mirándome fijamente a los ojos.
Se me aceleró el corazón al constatar mis sospechas acerca de sus preferencias.
— Me alegro de que sea así, pero prefiero seguir viviendo en la ignorancia.
— ¿Qué tal va esa mano? ¿Te molesta? — preguntó cogiéndome la mano derecha tras compartir un largo silencio.
— No — respondí abriéndola lentamente con la palma hacia arriba.
— La tienes helada.
Deslizó sus manos para cubrirla, dejándola atrapada entre las suyas para darme calor. Tampoco las tenía especialmente calientes aunque su tacto resultara cálido y suave. El corazón se me desbocó en aquel instante y respiré hondo tratando de mitigar mis incontrolables latidos.
— ¿Mejor así?
— Sí, gracias.
Apenas podía hablar. Aún sentía el latir de mi pulso en el cuello y empezaba a ser demasiado consciente de su proximidad y del contacto con su piel.
— ¿Y el pecho qué tal va?
— Bien también, gracias — balbuceé.
— ¿Te ha dado tu madre la pomada?
— No, me la he dado yo y también me he vendado. Lo único que veo es que falta mucho para que pueda volver a ponerme un sujetador.
— Lo sé, pero míralo por este lado... a ti precisamente no te hace falta. ¿Ves?, yo no podría permitirme ese lujo...
La miré directamente a los ojos, pero no le devolví la sonrisa.
— No empieces, por favor — murmuré.
— Qué poco sentido del humor tienes.
— Sí que lo tengo, pero ese tema no me hace gracia.
— ¿Qué tema?
— Las constantes alusiones a tu edad.
— Es una realidad, cuantos más años tienes la fuerza de la gravedad comienza a ganarte la partida.
— Gana la tuya y la de todos, la de las mujeres y la de los hombres, que de eso nunca se habla, pero también se les caen los pectorales y lo que no son los pectorales. Al menos a las mujeres no se nos cae ni se nos descuelga nada de entre las piernas.
— Pues eso digo — se rio.
— No, tú lo dices porque no puedes dejar de recordarme nuestra diferencia de edad.
Miré nuestras manos unidas cuando lo hizo ella. El cielo estaba cada vez más oscuro y ya no se veía con excesiva claridad. Me fijé en algo que asomaba por el puño de su chaqueta de piel y deslicé la mano hasta su muñeca para tocarlo.
— ¡Qué pulsera tan bonita! — dije comprobando que estaba hecha de cuero trenzado de color rojo.
Se subió la manga, flexionando la muñeca para verla mejor, como si no se acordara de que la llevaba puesta.
— ¿Te gusta?
— Me encanta, es preciosa.
La observé mientras manipulaba el cierre de color acero con una sola mano, hasta que consiguió abrirlo. No le presté mi ayuda porque no estaba segura de lo que pretendía hacer. Retiró después la manga de mi cazadora, rodeándome la muñeca con la pulsera.
— A ti te queda mucho mejor — dijo abrochando el cierre—. Quédatela.
La miré agradecida por el detalle.
— Muchas gracias, pero no puedo aceptarla.
— Por supuesto que puedes — sonreí y no dije nada—. Quiero regalártela, ¿cuál es el problema? — preguntó al ver que la observaba in mediar palabra.
Aprovechando su proximidad me acerqué aún más a ella.
— Es preciosa, muchas gracias — dije dándole un beso en la mejilla.
Me miró de nuevo con aquella intensa mirada que ya había visto en otras ocasiones.
— De nada, a ti por la compañía.
Nos quedamos en silencio observando el cielo hasta que oscureció por completo.
— Tenías razón — dije cuando volvimos a entrar—, es el atardecer más bonito que he visto nunca.
Me sonrió irónica.
— ¿Entonces no te ha parecido una cursilada?
No sé qué le hacía pensar que disfrutar de una puesta de sol tendría que parecerme una cursilada. Era verdad que hasta entonces pocos atardeceres me hicieron sentir tan viva como este, pero también era verdad que nunca antes me había sentado expresamente a contemplar uno al lado de la persona de la que estaba enamorada. Y también era cierto que por primera vez me sentía así.
Separó una silla del escritorio invitándome a sentarme.
— Tienes que estudiar y yo revisar facturas.
Cogí la mochila y me encaminé hacia donde me había indicado.
— ¿Qué libro te has traído?
— El de Patología General y Propedéutica.
Lo hojeó con curiosidad cuando se lo enseñé. Luego levantó la vista y me miró sonriente.
— La verdad, no puedo dejar de sorprenderme y de pensar que es admirable que siendo tan joven estés ya estudiando medicina.
Rehuí su mirada y la dirigí al libro cuando lo dejó de vuelta en la mesa. Siempre me resultaba difícil contestar a las alabanzas que recibía por aquel hecho, incluso cuando venían de ella.
— ¿Por qué no te quitas la cazadora? ¿Sigues con frío?
Me ayudó a quitármela y se encaminó hacia el corto pasillo que se situaba tras la zona acondicionada para trabajar. La miré cuando se detuvo ante la puerta del armario en el que había reparado al entrar en aquella estancia. Colgó mi cazadora en una percha de madera y volvió a doblar la manta, colocándola más tarde sobre una balda. No pude evitar observar su cuerpo cuando se deshizo de su chaqueta de piel. Llevaba un polo n***o de manga larga que resaltaba sobre el cinturón de piel clara ajustado a su cadera, que a su vez contrastaba con los vaqueros negros que tan bien le sentaban. Regresé a su melena oscura y ondulada, que caía por debajo de sus hombros, a su espalda y su cintura, hasta que mis ojos se detuvieron un poco más abajo. Se me nubló la vista por el deseo y me descubrí a mí misma, una vez más, haciendo algo que nunca antes había hecho con otra persona. Disfrutaba contemplando su cuerpo y aquello me llevaba a un estado de excitación s****l que cada vez se volvía más incontrolable. El deseo de acercarme a ella y abrazarla se desvaneció de pronto, cuando vi que se daba la vuelta en mi dirección. Bajé la vista abruptamente y la fijé en la mesa.
— ¿Qué haces todavía de pie? — preguntó mientras caminaba hacia mí. No contesté porque no podía hacerlo. El corazón me latía a mil por hora y no quería que se diera cuenta de mi estado —. Puedes sentarte —dijo cuándo se detuvo a mi lado.
Tampoco levanté la vista de la mesa cuando volvió a hablarme.
— Gracias.
— ¿Estás bien?
Asentí con la cabeza agachada y tomé asiento antes de que se me notara que me temblaban las piernas.
Se apoyó en la mesa justo a mi lado.
— ¿Seguro?
— Sí — miré de reojo sus piernas enfundadas en los vaqueros y subí hasta el cinturón de piel.
Se inclinó hacia delante hasta que su cabeza quedó a la altura de mi hombro. Me quedé quieta, con la mirada en la portada de mi libro de texto y esperando a que hablara. Su persistente silencio hizo que por fin girara la cabeza para mirarla. La encontré con sus ojos clavados en mi rostro y una sonrisa pícara en los labios.
— ¿Qué? — sonreí inevitablemente.
— Eso mismo digo yo, ¿qué?
— Nada — me encogí de hombros.
— Yo tampoco — se encogió también de hombros, imitando mi gesto.
Me reí y volví a la portada del libro.
— ¿Por qué tema vas?
— Por el treinta, supongo que hoy habrán empezado el treinta y uno — me tembló la voz. Alex y Winn se habían preocupado de pasarme los apuntes y mantenerme al día con el temario de cada asignatura durante mi larga estancia en la clínica. Yo había aprovechado las horas muertas que transcurrían entre una y otra visita de Lena para estudiar.
Volvió a coger el libro y pasó las páginas con agilidad.
— Aquí está, ahora a estudiar.
La miré cuando rodeó la mesa y se sentó frente a mí, ante su ordenador. Leí las primeras líneas del temario y levanté la vista al notar que abría un cajón. — Presbicia —me sonrió poniéndose unas gafas—. Ya sé que tú no quieres oírlo pero estoy haciéndome vieja.
— Pues te sientan muy bien, estás muy guapa — sonrió más abiertamente y la observé con detenimiento desde el otro lado de la mesa—. ¿Lo haces para fastidiarme?
— ¿El qué?
— Referirte a ti misma como vieja o cuarentona constantemente.
Me sostuvo la mirada con la sonrisa todavía dibujada en sus labios, pero no me respondió.
— Aún eres joven para la presbicia.
¿Eres hipermétrope?
— No.
— ¿Pasas muchas horas delante del ordenador?
— No — negó con la cabeza— no muchas, seguro que ni la mitad que tú.
— ¿Y qué dice tu oculista?
— Que tengo presbicia.
— Pues eres muy joven para la presbicia — insistí—. ¿No te ha hecho pruebas para saber el porqué del origen tan prematuro?
— Igual prefieres hacérmelas tú.
Ninguna respuesta parece satisfacerte.
— Te las haría encantada si supiera cómo. ¿Cuándo te toca la próxima revisión?
— ¿Por qué?
— Para acompañarte y preguntar por lo que tú no pregunta.
Soltó una risotada antes de hacerse con un abrecartas y abrir uno de los sobres que Nia le había indicado que tenía sobre la mesa.
La observé mientras leía con sus gafas el papel que acababa de extraer. Regresé a mi libro cuando supe que la conversación sobre su vista cansada ya le había cansado. No tardé en desviar la mirada hacia la pulsera de cuero rojo que me había regalado. Era preciosa. La estudié detenidamente aprovechando en esta ocasión la luz que me había faltado cuando me la colocó alrededor de la muñeca. La giré suavemente y de pronto reparé en las dos pequeñas muescas que lucía el cierre.
— Lena, esta pulsera es de oro.
— Tranquila, si hubiera sido de platino y diamantes también te la hubiera regalado.
Sonreí. Cuando quería era un encanto.
— Lo digo en serio, es oro blanco, pensaba que era de acero — me miró expectante por encima de las gafas—. Es muy cara.
— También lo eran las rosas que tú me regalaste y nunca te he dicho nada. Dime, ¿durante cuántos años te has quedado sin paga?
— Te las regalé porque te gustaban.
— Lo mismo te digo. Te he regalado la pulsera porque me has dicho que te gustaba. Ahora, si no es así o no la quieres puedes devolvérmela, no hay problema — dijo extendiendo la mano.
— Claro que la quiero, Lena. ¿Cómo no iba a quererla?
— Entonces quédatela.
— Muchas gracias.
Asintió desde el otro lado de la mesa. Después continuó abriendo el correo.
— ¿Cuánto te costaron las rosas? — preguntó de pronto tras un largo rato compartiendo silencio.
Levanté la cabeza del libro y la miré.
— ¡Lena!
— ¿Te parezco una maleducada por preguntártelo?
— No, en absoluto. Pero la verdad es que ni siquiera lo sé.
— ¿Cómo que no lo sabes?
— Mandé a Alex y Winn a comprarlas. No me han dicho aún cuánto fue. Mañana lo sabré y les pagaré sin falta.
— ¿Necesitas dinero?
— No, muchas gracias. Tengo dinero ahorrado.
— Eran preciosas, me encantaron.
— Me alegro.
Dejé que Lena continuara revisando su correo mientras yo traté de concentrarme en mis estudios. Por primera vez me costaba retener lo que estaba leyendo. No podía obviar su figura sentada frente a mí. Estaba tan guapa que no conseguía leer un par de líneas sin volver a mirar su rostro con las gafas de lectura. Alargué el brazo hacia una pila de folios que había en la impresora.
— ¿Me prestas un poco de papel, por favor? — pregunté antes de coger un montoncito.
Asintió complaciente.
— ¿Tienes un lápiz? — volví a preguntar.
Abrió un cajón e hizo rodar dos lápices sobre la mesa en mi dirección.
— ¿Puedes escribir?
— Con la derecha.
— ¿Eres ambidiestra?
— Más o menos.
Alineé los folios y comprobé la punta de los lápices. Me decidí por el que parecía que le acababan de sacar punta. Miré a Lena, que se había girado ligeramente hacia la pantalla de su ordenador, y comencé con trazos suaves a dibujar su rostro. Descubrí que no era tan fácil dibujar con la derecha como lo hacía con la izquierda, cambié el lápiz de mano para probar si era capaz de hacerlo a pesar de la escayola. Afortunadamente podía sujetarlo con firmeza y solo encontraba problemas cuando necesitaba tomar un ángulo más inclinado, porque la escayola no me permitía alcanzarlo. Fui cambiando de mano para dar forma a su rostro sobre el papel y me ayudé de los dedos para suavizar los trazos y las sombras.
— ¿Estás estudiando? — me preguntó sin retirar la vista del ordenador.
Supuse que era consciente de mi persistente mirada.
— Sí.
— ¿Ah, sí? Pues no me lo parece — dijo girándose hacia mí.
— No, no te muevas por favor.
— ¿Por qué no?, ¿qué estás haciendo? — la vi echar un vistazo rápido al papel y lo levanté para impedirle la visión.
Sonrió ante mi actitud infantil.
— ¿Qué tienes ahí?
— Nada.
— ¿No me lo vas a enseñar?
— Luego. Anda, sigue como estabas.
— ¿Me estás dibujando?
— Sí.
— ¿En serio?
— En serio. ¿Te importa?
— No — dudó al responder—, solo que es la primera vez que alguien me dibuja. ¿Y qué tengo que hacer?
— Sigue con tus cosas y olvida que estoy aquí.
— Eso no va a ser fácil. Posar no creo que se me dé bien, nunca he posado para nadie.
— Si te quedas así todo el rato vas a terminar agotada, estás demasiado rígida. ¿Por qué no te reclinas en el sillón y apoyas la cabeza?
Hizo exactamente lo que le dije. Comprobé el dibujo dándome cuenta de que con la nueva postura que le había hecho adoptar lo que avancé hasta entonces no me servía de nada. Retiré el folio y comencé de nuevo con suaves trazos. Los ojos de Lena se movieron con rapidez hacia el papel desechado.
— ¿Puedo verlo?
Le alcancé el folio para evitar que volviera a cambiar bruscamente de posición.
— No está terminado, aún le falta mucho.
Sus ojos se iluminaron cuando vio su rostro.
— Es una maravilla, soy yo.
— Sí — me reí—. ¿Quién si no?
— Quiero decir que me reconozco, que no hay duda de que soy yo. ¿Dónde aprendiste a dibujar tan bien?
— No lo sé, siempre me ha gustado. También di clases para perfeccionar la técnica y esas cosas.
— ¿Dónde diste las clases?
— En la escuela de arte.
— ¿Ya no vas?
— Lo dejé en Navidad.
— ¿Qué te enseñan allí exactamente?
— A pintar al óleo, pastel, acuarela, retratos, anatomía, bodegones... Odio los bodegones, por cierto.
— A mí tampoco me gustan — dijo ella.
— ¿Ves? Ya tenemos algo en común a pesar de nuestra diferencia de edad — le guiñé un ojo.
Sonrió y continuó observándome mientras la dibujaba. Me costó acostumbrarme a su mirada pendiente de cada uno de mis movimientos. Cada vez que alzaba la vista y me encontraba con sus ojos se me aceleraba el corazón. Jamás había conocido a alguien por quien me sintiera tan atraída. Poco a poco fui abstrayéndome de las múltiples sensaciones que me provocaba su mera presencia, logrando concentrarme en sus facciones, como si estuviera en una clase nocturna más de todas a las que había asistido. Comencé entonces a reflejar su mirada sobre el papel. Realmente es la parte más difícil de un retrato. Si no consigues captar la mirada no consigues nada.
— ¿Puedo pedirte que no me dibujes las arrugas, por favor?
— ¿Qué arrugas?
— Estas — frunció los ojos y se las señaló.
Me levanté de la mesa y me acerqué a ella.
— Eso no son arrugas — pasé las yemas de los dedos suavemente para que dejara de forzar la piel—. Son ligeras líneas de expresión y a mí me vuelven loca.
Me reí cuando apartó la vista aturdida por mi apasionado comentario. Se había puesto ligeramente colorada, pero volvió a mirarme.
— Si no quieres que te diga esas cosas deja de hablar sobre tu edad. Ya me ha quedado claro que me sacas veintitrés años. Por cierto, ¿cuándo es tu cumpleaños? — llevaba tiempo queriéndolo saber.
— Como tú, el diecisiete, pero de septiembre.
Sonreí encantada con la coincidencia.
— Eso son solo veintidós años y nueve meses.
— ¿Solo?
— Solo — confirmé antes de darle un beso en la mejilla.
Volví a mi asiento frente a ella y estudié el retrato que habíamos interrumpido. El folio yacía inerte sobre la mesa, sin embargo, el precioso rostro de Lena ya había tomado vida. Supe que si me concentraba podría terminarlo en algo más de media hora. Advertí que sus ojos me seguían cuando deslicé la yema del dedo meñique, para suavizar una sombra sobre su frente.
— Es increíble. ¿Sabes que podrías dedicarte a esto, verdad?
La miré y asentí.
— Podría pasarme la vida entera dibujándote y no me aburriría.
Se sonrojó y bajó la vista de nuevo hacia el retrato.
— Me refería a que podrías hacer de esto tu profesión.
— A ti es a la única que quiero dibujar.
Rehuyó otra vez mi mirada, en esta ocasión tardó un poco más en volver a levantarla.
Me hubiera pasado la vida entera contemplándola, dibujándola, no solo limitándome precisamente a su rostro. Cogí el lápiz y me propuse no volver a hacer un comentario que la incomodara. Me centré en ella y en el retrato. Sus ojos me observaban de un modo diferente. No tenían la misma expresión que cuando había comenzado a dibujarlos. No quise decir nada y me dediqué a su pelo. Pasaron muchos minutos hasta que abandonaron la incertidumbre y volvieron a recuperar ese brillo tan característico que tanto me gustaba. Regresé entonces a sus ojos y me esmeré en captar aquella mirada sobre el papel. Pasó mucho más tiempo del que esperaba hasta que me di por satisfecha con el resultado. Acentué sombras y difuminé otras, repasando cuidadosamente sus facciones antes de dar el retrato por terminado.
— A ver qué te parece — le dije empujando el folio hasta la mitad de la mesa.
Se incorporó con rapidez y se inclinó para alcanzarlo. Detuvo las manos justo antes de tocarlo y se puso en pie de pronto.
— Es impresionante, Kara.
— ¿Te gusta?
— ¿Qué si me gusta? ¡Me encanta! — se echó a reír—. Es tan real que parece una foto.
— Me alegro, puedes cogerlo, es tuyo.
— ¿Es para mí?
— Es para ti — dije divertida.
Por fin lo cogió entre sus manos. Continuó estudiándolo un buen rato antes de rodear la mesa para dirigirse hacia donde yo estaba sentada.
— Si me lo vas a regalar al menos dedícamelo — dijo dejando el retrato frente a mí y apoyando su mano en mi cabeza.
Me sorprendió su contacto, pero no hice ningún movimiento que me delatara. Miré su rostro dibujado antes de hablar.
— Lo siento, pero no me gustan las dedicatorias — volvió a reírse y noté su mano acariciando mi pelo—. Lo digo en serio, eso sí que es una cursilada. ¿Qué quieres que te ponga?
— Puedes firmarlo al menos, ¿o eso tampoco? — pasó su mano a lo largo de mi melena.
Suspiré suavemente antes de tomar el lápiz. Escogí la parte inferior derecha, como lo hacen casi todos, para escribir mis iniciales. Jamás había firmado un dibujo que hubiera hecho, tampoco me gustaba estar haciéndolo en aquel momento. No quise negarme otra vez por educación y por ese motivo me decidí por las iniciales. Era lo más impersonal.
— ¿No pones la fecha?
— ¿Quieres la hora también? — pregunté no sin cierta ironía mientras escribía la fecha debajo de mis iniciales.
— No, déjalo — su mano alcanzó mi barbilla, girándome la cara, levantándola para que la mirara. Se inclinó sobre mí y apoyó la mejilla contra la mía antes de darme un suave beso que me puso la piel de gallina.
— Muchas gracias.
— De nada — respondí, pero no le devolví el beso.
— Lo voy a enmarcar — dijo pasando el pulgar por encima de la piel de mi barbilla.
— Un folio no es para enmarcar. Si quieres enmarcarlo te dibujo en un Canson.
— ¿Y para qué quiero papel Canson si no quiere firmarlo la autora?
— Firmar pase, dedicar no.
— Nada de dedicatorias — sonrió y yo negué con la cabeza—. No te gustan.
— No.
— Qué poco romántica.
— ¿Para qué escribir lo que se puede decir?
— Para que perdure.
— ¿Y para qué quieres que perdure algo que las dos sabemos que en realidad no te importa?
Su mirada se cristalizó al instante.
— Quizá sí me importe, pero quizá no pueda ser.
— ¿Qué pasó con tu ex? ¿Por qué lo dejaste? — al final me venció la curiosidad. Se sorprendió ligeramente con mis preguntas—. ¿Cuánto tiempo llevabais? — cogí su mano cuando noté que me liberaba el rostro con intención de separarse de mí.
— Nueve años — se me encogió el estómago y bajé la vista al suelo—
Kara... — susurró con dulzura.
— ¿Sigues enamorada de ella?
— No — negó con rotundidad.
Volví a mirarla. Sonó sincera y aquello hizo que sintiera cierto alivio tras la punzada de dolor.
— ¿Y ella de ti?
— Tampoco. ¿A qué viene tanta pregunta?
— Yo ya he respondido a las tuyas. ¿Cuánto hace que lo dejasteis?
Resopló antes de contestar.
— Unos dos años — tuvo que recordar.
— Pensaba que era mucho más reciente — confesé—. ¿Entonces hay alguien nuevo ahora? — soné abatida.
— No — sonrió abiertamente.
Sostuve su mano con una ligera presión y le acaricié los dedos con el pulgar.
— Dime la verdad.
— Te la estoy diciendo, no sé por qué no me crees.
— ¿Pero lo ha habido?
— No.
— ¿Desde qué rompiste con ella no has salido con nadie? — pregunté extrañada.
— No — negó con la cabeza.
— Eso es imposible. No me puedo creer que con lo increíble que eres, no hayas encontrado a alguien entre las miles de mujeres que deben estar haciendo cola para pasar, simplemente, un segundo contigo.
— Muchas gracias, pero ni tengo a miles de mujeres esperando por mí ni tampoco me gustaría que fuese así. Sencillamente no he conocido a ninguna que me gustara, por lo tanto no he vuelto a salir con nadie.
— ¿Ni siquiera un tiempo, unos meses? — negó otra vez con la cabeza—. ¿Ni una semana?, ¿ni una noche?
— No, por Dios, yo ya no estoy para relaciones de una noche — suspiró—. Y tampoco ha sido nunca mi estilo — añadió posando cariñosamente su dedo índice sobre la punta de mi nariz.