Me pregunté si alguna vez ella me miraría de aquel modo. A mí también me encantaba el mar, pero por primera vez me sentí celosa de aquel centelleante manto azul.
— Es preciosa la vista desde aquí — la miré de nuevo, aunque en realidad no me refería al mar sino a ella.
— Me alegro de que te guste, ya verás el atardecer, es impresionante.
Continué observándola y me reí.
— ¿De qué te ríes?
— De nada.
— Te estás riendo de mí, ¿es eso?
— En absoluto — negué con la cabeza.
— ¿Qué pasa que lo del atardecer te ha parecido una cursilada o algo así? — sonrió también.
— No, no es eso.
Retiró la mano del volante y la apoyó sobre la escayola de mi mano izquierda, tamborileando los dedos sobre ella.
— ¿Entonces qué es?
— No es nada, solo una bobada.
— Pues dímela.
— Mejor que no, no vaya a ser que te enfades.
— Prueba a ver — insistió.
Detuve el movimiento de sus dedos sobre mi escayola cubriendo su mano con la mía.
— Prefiero no probar.
La vi señalizar a la derecha y me dio tiempo a leer el cartel antes de que tomara la salida para entrar en Maine. Nunca antes había estado allí y puse especial atención a las calles llenas de palmeras y casas blancas ajardinadas que aparecían en cada esquina. Liberé su mano sin darme cuenta para abrir la ventanilla. El olor del mar se coló dentro del coche. La brisa era fría, se notaba que estábamos en febrero a pesar de la cálida temperatura que se alcanzaba bajo el sol, especialmente al mediodía. Se dirigió hacia el mar, pero evitó un camino que llevaba a la playa y en su lugar subió por una carretera, estacionando más tarde en un aparcamiento frente a una enorme casa de madera, totalmente acristalada. «Cadmus», leí para mí. Parecía un restaurante.
— ¡Qué sitio tan bonito! — dije cuando tiró del freno de mano.
— ¿Te gusta?
— Mucho, pero pensaba que querías ir a la playa.
— No creo que puedas caminar bien con la escayola por la arena.
— Pero puedo intentarlo si es donde te apetece ir.
— No hace falta — comentó colocándome el pelo detrás de la oreja —. Además, hay una vista muy bonita al otro lado que quiero que veas.
Me ayudó a salir del coche a pesar de mis intentos por vale me por mí misma. Subimos por una rampa en lugar de por los escalones de madera. Cuando entramos una mujer muy alta nos miró fijamente desde el otro lado de la barra. Sus labios no tardaron en sonreír y caminó apresuradamente hacia nosotras, abrazando a Lena. La voz sonó grave cuando habló. No pude evitar fijarme en su prominente nuez en el instante en que sus ojos me buscaron, esperando que nos presentaran.
— Hola — dije al ver que Lena no decía nada.
— Hola, soy Nia — contestó la mujer besándome las dos mejillas.
No me dio tiempo a hablar antes de que por fin lo hiciera Lena.
— Ella es Kara.
Los penetrantes ojos negros de aquella mujer volvieron a pasearse discretos pero interrogantes por mi rostro. Después, su mirada bajó a mi mano escayolada terminando sobre el calcetín n***o que cubría mi pie, también escayolado.
— Mejor no pregunto por lo que te ha ocurrido, ¿verdad?
— Un pequeño accidente, pero estoy bien.
— Me alegro.
Caminé detrás de ellas entre las mesas y sillas perfectamente alineadas, preparadas para la hora de la cena. Las paredes estaban forradas de madera y los grandes ventanales ofrecían una vista única sobre el mar. Cuando llegamos al fondo, Nia abrió una puerta corredera que daba paso a otro ambiente. Aquel lugar era enorme. Los sofás y butacas formaban cuadrados y rectángulos alrededor de mesitas que sostenían los vasos y tazas de las diferentes consumiciones. Aquella zona estaba prácticamente llena de gente. Había un acceso al exterior donde se divisaba una terraza para quien deseara tomar algo al aire libre. Reparé en la pared de espejo cuando, al doblar la esquina, Nia presionó sobre él. Una parte del espejo se abrió dejando ver un teclado numérico. La observé tecleando la contraseña. Tenía las manos grandes, pero muy cuidadas y con unos largos y finos dedos. Llevaba las uñas pintadas de rojo. Una puerta que se escondía, disimulada por aquel espejo, se abrió y entramos en un singular estudio. Era una especie de oficina, pero en versión confortable, rectangular y de generosas dimensiones. La propia puerta de entrada dividía la estancia. Frente a nosotras se hallaba la cristalera que dejaba admirar la preciosa vista sobre la playa, a la izquierda se encontraba un escritorio enorme con varias sillas a su alrededor y un ordenador, detrás, las estanterías blancas repletas de archivadores formaban un ángulo recto. A la derecha, sin embargo, había un par de sofás color arena y una butaca con su correspondiente reposapiés, que conformaban un saloncito frente a un televisor. Me fijé en que aquella parte de la pared era cristal y dejaba ver el otro lado del local.
— ¡Qué pasada! — exclamé—. Esto es lo que utiliza la poli para la ruedas de reconocimiento, ¿no? — las dos se echaron a reír—. ¿Así que no pueden vernos pero nosotras a ellos sí? — insistí.
— Efectivamente — dijo Lena, que se había situado a mi lado—. ¿Qué quieres tomar?
— Un café latte, por favor — pedí absorta, con la mirada fija en aquel cristal.
— ¿No quieres comer nada?
— No, muchas gracias. Ya he comido, pero come tú si tienes hambre.
Le oí pedir los cafés a Nia y cómo esta, antes de abandonar la habitación, le informaba de que tenía el correo sobre la mesa. Dejé de prestar atención a aquella inusual panorámica y me volví con sorpresa hacia Lena.
— ¿Este lugar es tuyo? — Sonrió por respuesta—. Es impresionante. ¿De dónde viene entonces el nombre de DEO?
— En honor a una espectacular un libro que me regaló mi madre y que contaba la historia de las piedras que procedía de las minas de allí. Está en Marruecos.
— ¿Te gustan los minerales?
— Me encantan.
— ¿Lo tienes aquí?
— No. La tengo en casa, ¿por?
— Me gustaría verlo. ¿Cómo es tu piedra favorita?
— Tiene forma de montaña y en las cavidades se han formado cristales de color rosa violáceo. Es difícil de explicar, es mejor verla, un día de estos te la enseño.
La miré más detenidamente cuando dijo aquello. Supuse que eso significaba que iba a haber otro día como aquel y que quedaría conmigo, aunque no volviéramos a Cadmus.
— ¿Tu madre vive aquí? — pregunté acercándome a la cristalera que daba salida a la terraza exterior privada.
— Mi madre ya no vive, pero sí, vivía aquí.
Me quedé helada con su respuesta y me giré de inmediato hacia ella.
— Perdona, lo siento mucho — me disculpé alargando el brazo para acariciar el suyo.
— Gracias, no pasa nada — me sonrió, pero noté que el brillo de sus ojos se había apagado ligeramente.
Me acerqué más a ella y acaricié su cara. A continuación, deslicé mis dedos por su pelo y la rodeé abrazándola.
— Lo siento mucho, de verdad, no tenía ni idea — hablé en voz baja.
Me gustó que no rechazara mi abrazo sino todo lo contrario. Apoyó suavemente la cabeza contra mi cuello y sentí sus brazos rodearme por la espalda.
— No pasa nada, en serio — susurró.
Olía tan bien... Me mantuve quieta, simplemente disfrutando de su proximidad y del ligero peso que ejercía contra mi cuerpo. Aún llevábamos las cazadoras puestas y eso hizo que aumentara mi sensación de calor.
— Nia viene con los cafés — hablé cuando la vi caminar desde el fondo sosteniendo la bandeja con una sola mano.
Levantó la cabeza y observó a través del cristal que dejaba ver lo que ocurría al otro lado. Después me miró fijamente a los ojos sin cambiar de posición. La miré también, aunque no estuviera segura de lo que significaba aquella intensidad en su mirada.
— Voy a abrir.
Se separó lentamente de mí y caminó hacia la puerta. Se movía despacio, como si le pesaran los pies. Giró la cabeza en mi dirección y nuestras miradas volvieron a coincidir antes de que abriera la puerta. Me quedé allí parada, en mitad de aquella estancia, sin saber bien qué decir o qué hacer. Quizá era mejor no decir ni hacer nada. Su forma de mirarme me había vuelto a acelerar el corazón y tenía la sensación de que me faltaba el aire. Nia dejó los cafés sobre el escritorio siguiendo las indicaciones de Lena. Al instante desapareció tras la puerta. Vi a través del cristal cómo ella y su melena oscura se alejaban de aquella habitación oculta.
— ¿Nos tomamos el café? — me preguntó Lena cuando me topé con sus ojos que me miraban—. Por cierto, ¿no eres muy joven para beber café?
Caminé hacia el escritorio donde se encontraba apoyada. Advertí que uno de los cafés tenía en el plato un sobre de edulcorante. Lo abrí, lo eché y lo removí.
— Me temo que para ti soy muy joven para todo — dije ofreciéndole la taza.
Me miró antes de aceptarla.
— Gracias.
Abrí el sobre de azúcar y lo vertí en mi café, después bebí. Aún estaba bastante caliente, me gustaba así.
— Eres la primera persona superdotada que conozco, ¿lo sabías?
Negué con la cabeza antes de seguir bebiendo.
— Nunca me has dicho qué CI tienes.
— No el suficiente, desde luego.
— ¿No me lo vas a decir?
Terminé el poco café que me quedaba en la taza, ella bebió del suyo mientras me observaba. Permanecí indecisa porque no me gustaba hablar de aquello, pero luego me decidí.
— En el último test que me hicieron el resultado fue ciento sesenta y siete.
— ¡Es extraordinario! — exclamó.
— Es un número, hay muchos tipos de inteligencia. Esa es solo una, me faltan otras.
— ¿Cómo cuál?
— La más importante, la emocional.
— ¿Crees que no la tienes?
— Ya te lo diré en un tiempo.
— ¿Qué significa eso?
La cogí de la mano y tiré de ella.
— Anda, vamos fuera y enséñame este sitio.
En cuanto se incorporó la solté. Obviamente, tampoco respondí a su pregunta. Estaba claro que tarde o temprano terminaría llorando por ella, por lo que mucha inteligencia emocional no demostraba tener, empeñada como estaba en pasar mi tiempo con alguien por quien me constaba terminaría sufriendo.
Me cedió el paso en la puerta después de que previamente se lo cediera yo.
— La belleza antes que la edad — dijo.
— En cualquiera de los dos casos tú irías primero — la cogí del brazo para que pasara delante de mí.
— No, la bella eres tú y la vieja yo — insistió.
— Tú no eres vieja — murmuré. Me molestaba profundamente que utilizara esa palabra.
— Debes de ser la única chica de dieciséis años que opina eso. El resto o me llaman señora o me tratan de usted.
— ¿De verdad te consideras vieja? — levantó las cejas con aire pensativo—. ¿Si yo también tuviera treinta y nueve años considerarías que lo eres?
— No.
— Entonces, olvídate de la edad que tengo por favor. Para charlar un rato no creo que haya que estar todo el tiempo recordando nuestra diferencia de edad.
Se apoyó contra la barandilla de madera y me miró durante un instante, luego dirigió a mirada hacia el mar.
Aquel lugar era precioso. Las vistas sobre la playa eran espectaculares, ofreciendo una maravillosa sensación de paz y tranquilidad. La terraza se extendía grande. Colindaba por el lado de la derecha con la parte destinada al uso público. A pesar de oírse a la gente al otro lado no se podía ver nada y disponía de total privacidad. Reparé en las escaleras que había a la izquierda y caminé hasta ellas. Al menos sumaba unos veinte escalones de madera, que llevaban a una puerta que delimitaba el comienzo de la playa. El resto del terreno lo marcaba una valla alta, también de madera oscura. Desvié la vista hacia el horizonte, donde el sol se iba aproximando, y me concentré en el rumor de las olas rompiendo contra la orilla.
— Este sitio es realmente bonito — dije.
Se acercó al borde de las escaleras donde me encontraba.
— Me alegro de que te guste. — ¿Quieres bajar a la playa?
— Más adelante, cuando no tengas la escayola vamos — respondió rozándome al sentarse en el primer escalón.
Contuve la alegría que me produjo escuchar por segunda vez que al parecer iba a verla de nuevo en algún momento. Bajé un escalón y me senté en el segundo de a escalera, n l extremo opuesto que había ocupado ella. Noté que me miraba y escuché el leve suspiro que dejó escapar. Antes de que sonara, sentí la vibración del móvil dentro del bolsillo. Lo saqué y miré la pantalla para ver quién era.
— Perdona, tengo que cogerlo, es Alex.
Apenas hablé unos minutos con Alex supo que tenía a Lena al lado. Después de comentarme un par de detalles sobre las prácticas en el hospital quedamos en que me pasaría a buscar en coche a la mañana siguiente, para ir a la facultad.
— ¿Vuelves a clase mañana? — me preguntó unos segundos después de colgar.
— Sí.
— ¿Te apetece?
— Bueno, no está mal. ¿Te apetece a ti ir mañana a trabajar?
— No.
Sonreí por la rotundidad de su negativa.
— Pensaba que te gustaba tu trabajo.
— Y me gusta, lo que no me gustan son los pacientes.
— Vaya, gracias.
— Ya no te tengo a ti allí, así que ya no me gustan los pacientes.
La miré incrédula mientras enrojecía. No estaba segura de qué quería decir exactamente. Empezaba a hacer más frío y se levantaba algo de viento. Hundí las manos en los bolsillos de la cazadora y disfruté del color rojizo que iba tomando el cielo en el atardecer.
— ¿Te importa si fumo?
— Para nada, me gusta el olor del tabaco.
— ¿Tú no fumarás, no?
— No, tranquila, pero mi madre fuma de vez en cuando también.
Sentí que se levantaba y miré hacia atrás al oír sus pasos sobre la madera. Cuando regresó traía un cenicero en la mano.
Bajó hasta el escalón donde estaba sentada.
— ¿Puedo? — preguntó señalando el espacio libre que había a mi lado.
— Sí, claro.
Se sentó a mi derecha, muy cerca. Había sitio suficiente como para que se sentaran cuatro personas y me gustó que buscara mi proximidad.
— Si no, parece que estamos enfadadas. ¿Lo estás?
— No, ¿por qué iba a estarlo?
— ¿Por qué te sientas entonces en la otra punta?
Flexioné la pierna derecha y apoyé la barbilla sobre la rodilla. Pensaba en qué responder. Si me había sentado lejos no era porque realmente lo quisiera, sino porque sentía que de vez en cuando le agobiaba con mis evidentes sentimientos hacia ella.
— ¿Hace mucho que tienes DEO? — observé cómo se encendía el cigarrillo.
Dio una calada y expulsó el humo antes de hablar.
— Desde el verano pasado.
— ¿Te gustaría dejar la medicina?
Giró la cabeza para mirarme.
— Quizá, no lo sé aún. ¿Te parecería mal?
— No, creo que uno tiene que hacer lo que le haga feliz. ¿Era así cuando lo compraste?
— Parecido, lo reformé un poco.
— ¿Estaba lo del cristal de la poli?
— Qué va, eso fue idea de Nia, que lee demasiadas novelas policiacas.
— ¿Venías por aquí antes de comprarlo?
— En realidad lo descubrí un día por casualidad. Hubo una época en que cuando me apetecía ver el mar, para estar tranquila y no encontrarme con gente conocida, comencé a visitar las distintas localidades de la costa donde pensaba que habría menos posibilidades de que eso ocurriera. Una mañana llegué hasta aquí, cuando vi este lugar me enamoré. En verano los dueños lo pusieron a la venta, yo tenía un dinero ahorrado después de vender la casa que compartía con mi ex y la verdad, no lo pensé mucho, lo invertí aquí.
— Me parece perfecto. Yo también creo en el amor a primera vista.
Ahogó la risa al tiempo que el humo de su última calada salía de entre sus labios.
— Tienes frío — confirmó cuando vio que me acurrucaba dentro de mi chaqueta.
Se levantó al instante y volvió a desaparecer tras el crujir de la madera. El cielo estaba totalmente rojo y el sol flotaba sobre el mar iluminando el horizonte. Efectivamente, era uno de los atardeceres más bonitos que había visto nunca. Reconocí que la presencia de Lena tenía mucho que ver con aquello.
Ella hubiera convertido en maravilloso hasta el paisaje más apocalíptico descrito en cualquier libro. No tardé en escuchar sus pasos de vuelta hacia las escaleras.
— Toma, ponte esto — me dijo cubriéndome con una manta.
— Gracias, podemos compartirla.
— No te preocupes por mí, estoy bien — me frotó la espalda para que entrara en calor.
— Te vas a resfriar.
— Tampoco pasaría nada, así no voy mañana a trabajar.
Extendí el brazo a pesar de sus negativas y pasé la manta por sus hombros para protegerla del viento, que cada vez era más frío.
— Diles que estás mala y no vayas mañana si no te apetece, pero no hace falta que cojas un constipado para faltar
— ¿Me lo dices por experiencia? — comentó agarrando la manta por un extremo y arrimándose más a mí para taparse mejor.
— Yo no suelo faltar
— Por supuesto que no, tú eres una empollona.
— Eso cree todo el mundo, pero la verdad es que no estudio tanto.
— ¿Cómo fue tu primer día en la facultad siendo tan joven? — ladeó la cabeza para mirarme.
— No mucho peor que un día cualquiera en heterolandia — la miré también y sonreí cuando soltó una carcajada con mi comentario—. No fue para tanto. Tampoco dije que tenía catorce años.
— ¿Tienes amigos de tu edad?
— Ya sé que es lo que te gustaría, pero no, nunca los he tenido.
Bajó la vista, dirigiéndola después hacia el atardecer frente a nosotras. No dejé de mirarla ni un solo instante. Estaba tan guapa con la mirada pensativa y el viento despeinando ligeramente su melena que era imposible retirar la vista de ella.