Las dos semanas siguientes transcurrieron con demasiada normalidad, para sorpresa de Lena. En repetidas ocasiones me había preguntado si estaba bien, y aunque no lo estaba siempre afirmaba que sí. Me había propuesto dejar de revelar mis sentimientos, a pesar de que mi corazón se desbocara cada vez que aparecía frente a mí y mi cabeza no dejara de pensar en ella, cada noche, en el turno de Samantha. Tan solo una vez no pude evitar decirle que tenía una sonrisa preciosa. Ese extraño distanciamiento que yo misma me había impuesto me estaba deprimiendo. No sabía cómo iba a ser capaz de vivir cuando saliera de allí y ya no pudiera verla todos los días. A mediados de enero mi madre regresó a su trabajo a tiempo parcial. Solía marcharse por las mañanas y regresaba para la hora de comer. Entonces fue cuando Lena comenzó a visitarme. No estaba segura de sí lo hacía porque mi madre se lo había pedido o porque ella quería hacerlo. Jamás se lo pregunté. Temía que la respuesta tuviera que ver más con mi madre que con su propia voluntad. Nunca más volví a cruzar la línea manifestándole lo que sentía por ella o incomodándola con mis halagos. A veces, me sorprendía contemplándola desde el silencio, pero tan pronto como me descubría apartaba mi vista y regresaba a mi lectura. La noche antes de que me dieran el alta mi madre e David invitaron a Lena y a Samantha, ante mi estupefacción, a comer en casa como agradecimiento por sus maravillosos cuidados. Pensé que me iba a morir de vergüenza cuando ella se adelantó a Samantha y declinó en nombre de las dos la invitación. No quería que pensara que había sido idea mía. Por una vez no conocía, ni siquiera sospechaba, las intenciones de mi madre. La mañana del lunes 1 de febrero me sentía más triste que nunca. La doctora Cat había aparecido a primera hora de la mañana, con todos los informes en orden para entregar a mi madre. También nos proporcionó varios tubos de la pomada, que debía seguir aplicándome hasta la total desaparición del hematoma. El color n***o había comenzado a disiparse, pero aún mantenía diversas tonalidades de morado en el tórax. Le acompañamos hasta su despacho, que se encontraba un par de plantas más abajo. Allí me retiró la escayola de la mano derecha. Todavía tenía que llevar cuatro semanas más la de la izquierda y ocho más la de la pierna. En mi camino hacia su despacho busqué a Lena, pero no la vi. Y tampoco lo hice en el camino de vuelta a la habitación. Me senté en el sofá mientras mi madre terminaba de recoger todas nuestras pertenencias. Después de treinta y siete días viviendo en aquella habitación, habíamos conseguido acumular bastantes cosas, especialmente mi madre. Eché un último vistazo a la habitación y después miré hacia la izquierda, para observar detenidamente la cama donde había yacido tantas horas. Se me llenaron los ojos de lágrimas. En aquella cama articulada había comenzado todo. Todo lo que me había hecho feliz y, en otras ocasiones, como en aquel mismo momento, infeliz. Me sobresalté al percatarme de una figura bajo el marco de la puerta.
— ¿Te he asustado? — preguntó Lena con su atrayente sonrisa y su impecable uniforme blanco.
— No — agaché la cabeza para que no me viera la mirada humedecida.
Pensaba que no estaba en el hospital. Eran casi las doce de la mañana y no la había visto aún. La noche anterior sí nos despedimos de Samantha, dando por hecho que en mi último día los turnos se mantendrían como de costumbre. Sin embargo, aquella mañana solo la doctora Cat hizo acto de presencia y a pesar de la ausencia de Lena, desde que me despertara, no quise preguntar por ella. — Te han quitado la escayola. ¿Qué tal lo tienes?
— Bien — respondí mostrándole la mano mientras mantenía la mirada clavada en el suelo, tratando de que no resbalara ninguna lágrima—. La siento muy ligera.
Caminó hacia mí y saludó a mi madre, que aún seguía liada con los armarios. Se agachó para quedar a mi altura y me cogió la mano. La examinó durante unos instantes y me rodeó el pulgar suavemente con un leve masaje.
— ¿Puedes moverlo bien? ¿Te duele?
— No, está perfecto, mira — dije abriendo y cerrando la mano al tiempo que mi madre me avisaba que bajaba a guardar cosas en el coche.
— Parece que sí. ¿Y tú qué tal estás? — su mirada recorrió mi rostro, ligeramente congestionado.
— Bien, esta — levanté el brazo izquierdo— aún tengo que llevarla cuatro semanas más y la de la pierna ocho.
— Lo sé — sus labios sonrieron brevemente—. ¿Pero tú qué tal estás?
— Bien — me encogí de hombros.
Se puso en pie otra vez y acto seguido se sentó a mi lado en el sofá. Se había situado tan cerca que casi nos rozábamos.
— ¿Estás contenta de irte por fin a casa? — me miró.
— Sí — afirmé, aunque mi voz me traicionara y sonara tan entristecida como me sentía.
— A mí no me lo parece.
Bajé la vista al suelo, pero no tardé en bromear.
— Aunque solo sea por recuperar la intimidad en el cuarto de baño, me compensa —dije y levanté la vista para mirarla.
Sin embargo, Lena no sonrió. Al parecer mi comentario no le había hecho gracia.
— Lo de la comida fue idea de mi madre, no mía — hablé de nuevo.
Me estudió tan intensamente que me hizo apartar la mirada de sus ojos. — Tampoco hubiera pasado nada porque hubiese sido tuya — apuntó en voz baja.
— Solo pretendía que lo supieras, eso es todo. No quería que pensaras que había utilizado a mi madre de excusa para poder verte otra vez.
— Tranquila — suspiró recostándose en el sofá—. No lo había pensado.
— Creía que no estabas, que te habías tomado el día libre.
— Te lo hubiera dicho ayer, Kara. Yo también pensaba que iba a estar contigo hasta que te fueras, pero según he entrado por la puerta Cat me ha mandado a la UCI. Me he escapado un momento para venir a verte. Quería despedirme de ti.
— Gracias. ¿Querías asegurarte de que me iba de una vez de aquí? — me reí y esta vez sí la miré.
Me impactó su mirada observándome tan de cerca. Sobre todo porque continuaba sin sonreír.
— No, quería despedirme de mi paciente favorita.
— No te creo, pero gracias — dije tímidamente.
— Pues lo eres — me pasó la yema del pulgar suavemente por la ojera, secando la leve humedad que mis ojos no habían logrado retener—. Así que imagínate cómo han sido el resto... Me reí otra vez.
— ¿Has vuelto a tu turno de siempre?
Asintió con la cabeza.
— Me alegro por ti, pensaba que no te iba a volver a ver — le confesé tras hacer una pausa.
Me mantuvo la mirada pensativa.
— ¿Qué vas a hacer esta tarde?
— Estudiar, supongo.
— A mí me apetece ver el mar — dijo de pronto—. ¿Me acompañarías? Tráete los libros, conozco un sitio tranquilo donde puedes estudiar.
Me brillaron los ojos y se me iluminó la cara de alegría.
— Claro que te acompaño, pero sin libros.
— No, tráetelos, en serio. Así no me siento mal por interrumpir tus estudios.
Sonreí como una niña. Me sentía feliz.
— De acuerdo.
— ¿Te viene bien sobre las cuatro y cuarto?, ¿y veinte? Hoy no salgo hasta las cuatro.
— A la que te venga bien a ti. ¿En dónde?
— Lo más cerca posible de tu casa — se incorporó en el sofá—. No quiero que tengas que caminar con la pierna escayolada.
— Mi madre no va a estar, va a ir a trabajar — anuncié insegura al comprender lo que significaba para las dos que yo revelase esa información.
— Entonces te recojo en tu casa, ¿te parece bien?
Asentí efusivamente.
— Te doy la dirección.
— La tengo, sé dónde vives.
La miré con sorpresa. No recordaba habérselo dicho nunca, posiblemente se lo hubiera comentado mi madre.
— Tengo tu ficha, ¿no te acuerdas? — Me rodeó la muñeca con la mano—. Tengo que irme ya.
Me puse en pie de inmediato.
— Muchas gracias por haber venido — le acaricié el pelo aprovechando que aún seguía sentada. Después, aunque vacilé, me incliné y le di un beso suave en la cabeza—. Y muchas gracias por todo lo demás.
Alzó la vista sonriente.
— Un placer — susurró levantándose del sofá.
No me dio tiempo a dar un paso atrás para dejarle espacio y nos quedamos muy cerca.
— Todavía me sorprendo de lo alta que eres. ¿Cuánto mides? — preguntó frente a mí.
— ¿No viene en tu ficha?
— No, no viene.
— Tampoco soy mucho más alta que tú — dije comprobando, como ya lo había hecho en ocasiones anteriores, que la altura de sus ojos quedaba claramente por debajo de la mía.
Subió la mano para tomar medidas. — Por lo menos cinco centímetros.
Flexioné un poco las rodillas para quedar a su altura.
— Problema solucionado.
— No es ningún problema, me encanta.
— ¿El qué te encanta? — pregunté perdida en su belleza.
— Que seas más alta que yo.
— Me alegro, así compensamos lo de la edad, que eso sí te lo supone.
Sonrió desviando su mirada.
— ¿Sabes? Te voy a echar de menos — habló en voz baja y me miró de nuevo.
— ¿Eso significa que ya no quedamos? — se me hizo un nudo en el estómago.
— No, significa que voy a echarte de menos cuando venga a trabajar y no estés aquí — me rodeó el cuello cuando enrojecí, abrazándome cariñosamente— pero me alegra mucho que ya estés casi recuperada.
Instintivamente, le devolví el abrazo acercándola más a mí. No pude ignorar su espalda bajo mis dedos y su pecho aplastándose ligeramente contra mi cuerpo. La sostuve un momento entre los brazos hasta que se separó besándome la piel bajo la mejilla.
— Te veo luego — susurró.
Cuando llegamos a casa la encontré enorme y en cierto modo extraña. Tantos días sin haber estado allí me habían distanciado de la rutina diaria en aquel espacio. Era la primera vez que había permanecido tanto tiempo fuera de casa. El jardín estaba especialmente frondoso, lo volví a observar tras las cortinas blancas de mi habitación. Aproveché para meterme en el baño mientras mi madre deshacía el equipaje y preparaba la comida.
Aquella tarde iba a pasarse por el estudio, le dije que yo probablemente iba a salir también. Me sentí mal al pronunciar el nombre de Alex en lugar del de Lena cuando me preguntó por lo que iba a hacer. Era la primera vez que le mentía. Supongo que hasta entonces nunca había tenido la necesidad de hacerlo. Siempre decía la verdad en todo, ni siquiera traté de disimular en ningún momento mi orientación s****l. Me di cuenta de que en mi vida no había habido nada, hasta entonces, susceptible de ocultar. Las palabras de Lena sobre nuestra diferencia de edad me vinieron a la cabeza. Mi manera de comportarme sugería lo mismo que ella había dicho alto y claro. No me sentía bien mintiendo, pero no hubiera soportado que me alejaran de Lena. No tenía elección.
Llamé a Alex en cuanto se fue mi madre, pero no me cogió el teléfono. Imaginé que estaría en clase, por lo que le pasé un mensaje al móvil avisándole de mis intenciones de utilizarla como coartada. Enseguida encendí el ordenador y busqué a Lena en la guía de teléfonos de Internet. No tardé nada en dar con su nombre. No había otra Lena Luthor en toda la ciudad. No me extrañó, ella era única. Me dio un vuelco el corazón cuando comprobé que la dirección que figuraba apenas se hallaba a unas manzanas de mi propia casa. De hecho, pasaba a diario por la avenida que cruzaba su calle de camino a la facultad. Solía seguir el mismo recorrido que el autobús, aunque fuera en moto, los días que no llovía o no hacía excesivo frío. Utilicé el street view para situarme en el número 180 de la calle Mifflin., pero todo lo que encontré se mostraba en construcción. Me fijé en el año de las imágenes que se leía junto al copyright.
— Mierda — exclamé en voz alta, eran de hacía tres años y no lo habían actualizado aún. El recuerdo de unas excavadoras me vino de golpe a la cabeza. Estaba segura de haberlas visto allí, de repente recordé que construyeron un pequeño complejo de casas con jardín. Me desplacé entonces a la avenida que cruzaba su calle con la esperanza de que desde esa nueva perspectiva las imágenes confirmaran mi recuerdo. Sin embargo, también desde allí se observaba la explanada en construcción. Me harté de probar con todos los ángulos posibles, tratando de obtener una imagen más actual. Definitivamente, todas ellas fueron tomadas hacía tres años, ni siquiera concretaba el mes. Miré el reloj en el ordenador y vi que aún faltaba media hora para que Lena llegara. Hojeé entonces varios de los libros que conformaban mis asignaturas ese año y me decidí por meter en la mochila el de Patología General y Propedéutica. Al fin y al cabo era la asignatura que más créditos valía ese curso. A las cuatro en punto no podía parar de lo nerviosa e impaciente que me sentía. Había dejado hasta la muleta apoyada contra la pared, me movia por la casa con bastante agilidad sin ella. Comprobé una vez más que todas las luces estaban apagadas y que mi madre había cerrado la llave de paso del gas. Volví a dirigirme a mi habitación para ponerme la cazadora y recoger la mochila. Me aseguré de que llevaba la documentación y dinero, cogiendo dudosa la muleta. Seguro que Lena me preguntaría por ella, así que mejor la llevaba conmigo aunque ralentizara mi movilidad. Caminé por el sendero de piedra y me apoyé en la verja para verla llegar. Hacía un día precioso. Parecía primavera en lugar de invierno. El sol aún calentaba bastante, a pesar de que su posición indicaba que n tardaría mucho en irse a dormir, en poco más de dos horas comenzaría a anochecer. Me encantaba sentir los rayos del sol en mi rostro y levanté la cara para que me dieran de lleno. Cuando cerré los ojos me acordé de aquella mañana junto al semáforo, la mañana en que unos minutos más tarde de que hiciera el mismo gesto el coche de Cat me llevara por delante, cambiando mi vida como jamás podría haber imaginado. Las secuelas del accidente eran fáciles de superar, pero a la secuela de haber conocido a Lena era imposible de sobrevivir. Fui incapaz de imaginarme en un mundo sin ella. Ni siquiera supe cómo pude vivir dieciséis años, seis meses y nueve días sin haberla conocido. Ese era el tiempo exacto transcurrido hasta que el destino me llevó en camilla hasta la clínica donde trabajaba.
Iba comprobando la hora en el reloj a cada minuto. Jamás pensé que sesenta segundos pudieran tardar tanto en pasar.
Mi calle era tranquila, como la de Lena, no es que fuera un lugar de paso. Resultaba difícil encontrar un coche que pasara por allí y no se dirigiera a una de las casas que se alineaban a lo largo de las aceras. Si alguna vez ocurría, por lo general se debía a que se habían perdido. Estaba atenta al murmullo de los coches que se escuchaba a lo lejos.
Volví a mirar la hora en mi reloj y descubrí que en ese momento daban las cuatro y cuarto. Sentí que se me aceleraba el pulso al pensar que estaba a punto de llegar. Asomé más la cabeza por encima de la verja cuando el rumor de un motor se oyó no tan lejos como el de los otros. Fijé la vista en un coche grande y n***o que avanzaba hacia mí. Una sonrisa enorme se dibujó en mi cara al reconocerla a través del parabrisas. Estacionó frente a la verja y bajó la ventanilla del copiloto, dejando que se oyera la música que sonaba dentro.
— Hola — saludó con una sonrisa que le marcaban unos preciosos hoyuelos a cada lado de la cara.
— Hola — respondí sin aliento. Estaba tan guapa que se me cortó la respiración. Llevaba puestas unas gafas de sol espejadas. Le sentaban tan bien que pensé que me iba a caer redonda al suelo. Me quedé entre paralizada y extasiada observando cómo se bajaba del coche y se encaminaba hacia mí. Vestía una chaqueta de piel color camel que resaltaba su piel y su melena. Tenía el corazón a mil por hora cuando se paró frente a mí, al otro lado de la verja.
— ¿Te vas a quedar ahí toda la tarde? — me preguntó apoyándose sobre ella y acortando nuestra distancia.
Observé que podía distinguirle los ojos a través de las gafas de piloto. De cerca, los cristales no eran tan espejados como me habían parecido.
— No, claro que no.
Debía de estar ridícula, así inmóvil, al otro lado de los barrotes de hierro, por lo que traté de abrir la verja con el pulso tembloroso. Vi que se había dado cuenta de que estaba temblando.
— ¿Te ayudo? — dijo cogiendo y apretando un instante mi mano para calmarme.
Dejé que me ayudara con la verja y enseguida cargó ella con la mochila.
— Gracias, pero no hace falta que la lleves.
— Apenas pesa, ¿has cogido los libros?
— Uno.
— ¿Seguro?, ¿cuál?
— Luego te lo enseño.
— ¡Qué casa tan bonita!
— ¡Qué coche tan bonito! — hablamos las dos a la vez.
Miré hacia atrás porque se había quedado rezagada y la encontré observando por encima de la verja.
— Pero si no se ve — exclamé confirmando que desde la entrada solo se divisaba parte del jardín.
— Por eso lo digo, las casas que no se ven desde fuera son las más bonitas.
— Bueno, la casa es de mi madre, pero gracias.
— Y por consiguiente tuya, ¿no?
— No, hicimos separación de bienes — bromeé.
— No me gustan las separaciones de bienes, las cosas están para compartirlas.
— ¿Ah, sí? ¿Supongo que entonces no te importará dejarme las llaves de tu precioso coche?
Caminó acercándose a mí.
— Te las dejaría si no fuera porque no tienes carnet, eres menor de edad y encima tienes una pierna escayolada — sonrió expectante levantando las cejas por encima de las gafas.
— Te lo recordaré cuando tenga carnet, sea mayor de edad y no tenga la pierna escayolada.
Soltó una risotada, echando la cabeza hacia atrás.
— A saber dónde estaremos entonces...
— Espero que juntas.
Volvió a reírse.
— La verdad, te deseo algo bastante mejor que eso.
— ¿Es que puede haber algo mejor que estar contigo?
— Ya lo creo.
— Lo dudo — murmuré contemplándola mientras abría la puerta de atrás y dejaba mi mochila en el asiento trasero. Después abrió la puerta del copiloto, haciéndome un gesto simpático con la cabeza para que entrara.
— Muchas gracias — dije robándole un beso rápido en la cara al pasar por su lado.
— ¿De verdad crees que no te dejaría el coche? — preguntó divertida—. Pues estás equivocada.
— ¿De verdad crees que lo que me interesa es tu coche? Tú sí que estás equivocada.
Se echó a reír y cerró la puerta. La seguí con la mirada cuando dio la vuelta por el capó para tomar asiento a mi lado.
— ¿Qué tal tu día?
Apoyó la mano sobre la palanca de cambios y me miró.
— Aburrido — suspiró.
Rodamos con la música de fondo por las calles de la ciudad. No estaba segura de qué dirección tomaría hacia la costa. El mar nos rodeaba, encontrándonos más o menos equidistantes de los lugares habituales a los que la gente se desplazaba en busca de algo de tranquilidad. Seguía nerviosa sentada a su lado, y aunque trataba de no fijar la vista en ella, no podía evitar mirarla de reojo. Conducía de maravilla, la mayoría de los giros los hacía solo con una mano. Me fijé en que se dirigía al oeste y permanecí atenta a los diferentes carteles que iban apareciendo. Estaba claro que sabía dónde quería ir, por lo que si ese era el sitio que le gustaba, yo quería saber cómo llegar a él. Me acordé de que había estado con mi madre por aquella zona, pero no recordaba concretamente el lugar. A mi madre le gustaba mucho una localidad que se ubicaba al sur, siempre que hacíamos una escapada nos íbamos allí. Miré el cambio de rasante al que nos acercábamos y cuando alcanzamos la cima, el horizonte se abrió frente a nosotras ofreciendo una vista espectacular sobre el mar azul.
— Ahí tienes tu mar — la miré.
— Sí — sonrió.
La estudié durante un instante. Se le había iluminado la cara con el paisaje. El reflejo del sol hacía que millones de destellos dorados brillaron sobre el agua.