Mi madre se levantó de un salto y besaron, felicitándose el año mutuamente. Luego le tocó el turno a David. Me incorporé en la cama tan rápido como pude. En cuanto Lena me vio caminó apresuradamente hacia mí.
— No, no te levantes — susurró con una sonrisa—. ¡Feliz Año, Kara! — sus ojos me miraron profundamente, asegurándose de que comprendía que de verdad sentía lo que decía.
— Igualmente — le devolví la misma mirada cargada de sentimiento.
Alzó la mano y la posó sobre el lateral de mi cabeza. Con un movimiento rápido me acercó a ella y me besó inesperadamente cariñosa en la mejilla.
Era la primera vez que me daba un beso y mi ritmo cardiaco se aceleró al sentir la intensidad de sus labios sobre mi piel. Cuando le devolví su cariñoso beso su mano se tensó, reteniéndome contra su suave mejilla durante un instante. Sin embargo, ese instante se grabó en mí para siempre.
— No quiero ser aguafiestas, pero Kara tiene que dormir — anunció a mi madre y su novio.
Su mano había abandonado mi pelo y ahora reposaba junto a mí sobre el colchón. Recogieron los restos de comida, guardándolos en las mismas bolsas en las que habían llegado allí. Cuando terminaron, David rodeó mi cama y me despedí de él con un beso antes de que mi madre le acompañara hasta su coche.
— ¿Puedo hacerte una pregunta personal? — dijo Lena cuando ambos salieron de la habitación.
— Sí — asentí.
Seguía estando a mi lado y no se había movido desde entonces. Su mano continuaba junto a mí, aunque no me tocara.
— ¿A tu padre le ves mucho?
— No, no le veo nada. Ni siquiera le conozco.
— Vaya, lo siento — me miró a los ojos pensativa.
— No pasa nada — dije quitándole importancia—. ¿Qué tal tu cena?
Se encogió de hombros.
— Bien — no sonó muy convencida.
— Menuda gracia trabajar en Noche Vieja, ¿verdad?
— No creas, esta vez no me ha importado. Para ti sí que es una gracia tener que pasarla aquí.
— Que va, es la mejor Noche Vieja que he pasado — confirmé fundiéndome en sus ojos.
Sonrió rehuyendo mi penetrante mirada.
— Es muy tarde, tienes que dormir, y aún tengo que darte la pomada.
— Tengo que lavarme los dientes primero.
Me ayudó a levantarme y me dio soporte mientras caminábamos juntas hasta el cuarto de baño. Dejé que me ayudara cuando mi empeño por ser lo más autosuficientemente posible empezó a pasarme factura y no pude mantener mi brazo alzado el tiempo suficiente para cepillarme bien los dientes.
— Gracias — le agradecí cuando cogió mi cepillo.
— De nada — respondió con dulzura —. El otro día me fijé en que eras zurda.
Asentí con la cabeza.
— Los zurdos sois más inteligentes.
— Eso no está demostrado. También dicen que morimos una media de nueve años antes que los diestros.
— ¡Por Dios!, eso sí que no está demostrado. De todos modos, ese jamás será tu caso.
— No importa. En realidad eso me convierte en alguien nueve años mayor. Así que ahora mismo tengo veinticinco, ¿lo verías mejor así?
Se echó a reír como respuesta.
De vuelta en la habitación me ayudó a tumbarme en la cama. Se había puesto los guantes de látex y comenzaba con la cura cuando habló.
— He estado pensando durante la cena que me gustaría verte hacer Parkour. Cuando estés recuperada del todo, claro, y en el gimnasio, nada de en la calle.
La miré sorprendida pero feliz.
— ¿Has visto a Lily alguna vez?
— Sí, he acompañado a Samantha a un par de competiciones.
— Entonces olvídalo, yo no soy ni la mitad de buena que ella.
— Eso no me importa.
— Lily es de lo mejor que puedas ver por aquí. Lo mío es puro hobby.
— Pero yo te quiero ver a ti.
— De acuerdo, pero solo si tú lo haces conmigo.
— Qué más quisiera yo... Ya soy muy mayor para eso.
Deslicé mi mano y la cogí por el codo.
— Tú no eres mayor. Además, hay un par de movimientos básicos que no son difíciles de aprender. Solo hay que practicar.
— ¿Cuáles?
— El pasa-vallas y el del gato.
— ¿Tú quieres que me parta la cara o qué?
Me reí con ella.
— El pasa-vallas sí que puedes conseguirlo, te lo aseguro — la observé unos instantes mientras se reía. Me pregunté en ese momento qué iba a ser de mí sin ella, todo había cambiado tanto en mi vida desde que la conociera. Levanté la mano y le acaricié la cara muy despacio—. Si no quieres no tienes por qué intentar nada.
Mi repentino gesto hizo que interrumpiera su labor para mirarme.
Después acaricié su pelo bajo su inquieta mirada.
— Si crees que puedo, lo intento — habló con la voz ronca y bajó la vista.
— Pensaba que esta noche no te iba a volver a ver — pasé nuevamente mis dedos por su rostro.
— ¿Por qué? — me miró otra vez.
— Porque tardabas mucho en volver después de las doce.
— Quería dejaros más tiempo por ser Noche Vieja.
— El único tiempo que me importa es el que paso contigo — regresé a su pelo.
— Por favor... Kara.
— Ya sé que no quieres oírlo, pero es verdad. No soporto estar sin verte.
Cuando no estás aquí porque no es tu turno lo llevo mal, pero cuando sé que estás al otro lado del pasillo y sigo sin verte me pongo fatal. Esta noche he estado a punto de tirar la puerta abajo.
— Kara... yo no puedo trabajar así. ¿No te das cuenta? — volví a acariciar su piel antes de reposar el brazo en el colchón. Ni siquiera deseaba disculparme esta vez. No consideraba que tuviera que pedir disculpas por decir lo que sentía. Sus ojos avellanados me miraron y regresó a mi tórax con premura. Cuando apretó el tubo descubrí que le temblaban levemente las manos. Exhaló aire al ver que me había dado cuenta y agachó ligeramente la cabeza.
Deslicé los dedos entre su cabello, a la altura de la frente—. No podemos seguir así —murmuró. Me mantuve en silencio y seguí cosquilleando su cabeza—. ¿Tú me escuchas cuando te hablo? — me preguntó suavemente al tiempo que levantaba la vista para mirarme.
Esbocé una frágil sonrisa ignorando su pregunta y abrí la mano para cogerle el rostro.
— ¿Mañana a qué hora vienes? — pregunté en su lugar.
— Mañana no vengo.
Algo se me quebró por dentro, pero continué acariciándole la cara.
— ¿Y el sábado tampoco?
— El sábado sí — sonrió vencida por mi insistencia, por primera vez desde que le acariciaba mientras hablábamos —. Vendré a las ocho, como siempre.
— Te voy a echar mucho de menos mañana.
No me miró y terminó de cubrir mi tórax con una gasa. Se quitó los guantes dándoles la vuelta y los dejó a un lado de la cama. Deslicé una vez más mi mano por un lateral de su rostro y para mi sorpresa se apoyó durante un instante sobre ella. Otro instante fugaz, ya que al momento me rodeó la escayola y retiró mi mano de su cara.
— En serio, no podemos seguir así.
Me desperté con náuseas y un dolor de tripa que hacía que me retorciera bajo las sábanas. En seguida noté la espesa humedad entre mis piernas. Avisé a mi madre que tuvo la genial idea de tocar el timbre de emergencia a pesar de mis negativas. Nunca había visto a Lena aparecer con tanta rapidez en la habitación.
— ¿Estás bien? —me preguntó desde el umbral de la puerta.
— ¿Me puedes dar algo para el dolor, por favor? Me ha venido la regla — dije tratando de levantarme de la cama.
Caminó rápidamente hacia mí.
— Por supuesto, ahora mismo. ¿Dónde vas?
— Al baño.
— Vuélvete a acostar — me pidió posando la mano en mi hombro.
— Me he manchado — volví a encogerme por el dolor.
— No te preocupes por eso — dijo retirándome el pelo de la cara.
Observé, sin cambiar de posición, cómo se hacía de una ampolla y una jeringuilla y otros utensilios del armario que colgaba en la pared.
— Túmbate otra vez, por favor.
Iba a hacerle caso en esta ocasión, pero al separar las piernas para volver a acostarme me fijé en la mancha oscura que había en mi entrepierna. Miré la sábana y descubrí que también la había manchado.
— Lo siento, lo he puesto todo perdido.
Bajó la vista siguiendo mi mirada.
— No pasa nada, Kara — sonrió—. Primero vamos a quitarte el dolor, después hacemos todo lo demás.
Asentí y dejé que me inyectara la ampolla.
— Esto es lo más rápido que hay. ¿Te duele mucho, verdad?
— Un poco.
— Con lo que tú aguantas el dolor, me temo que es más que un poco. ¿Siempre te duele tanto?
— Sí, siempre — hablamos a la vez mi madre y yo.
— Y en ocasiones ha llegado a vomitar — continuó informando mi madre a mi pesar.
— ¿Tienes ganas de vomitar ahora? — la palma de su mano me cubrió la frente.
— Apenas. Se me ha adelantado, no tendría que haberme venido hoy.
— ¿Cuándo te tocaba? — preguntó, y su mano se deslizó por debajo de la cinturilla de mi pantalón de pijama.
Tenía la mano caliente y no pude ignorar su tacto directamente sobre mi piel.
— El día nueve.
— ¿Cada cuánto reglas? — su mano se movió despacio palpándome la tripa.
— Cada veinticuatro días.
— ¿Es la primera vez que tienes un desarreglo?
Asentí con la cabeza.
— ¿Es normal? — preguntó mi madre.
— Sí, tranquila — miró a mi madre y sentí su mano masajeando suavemente mis ovarios—. Me hubiera inclinado a pensar que probablemente tendrías un retraso o incluso que no la tuvieras este mes, pero aun así es absolutamente normal — añadió dirigiéndose a mí en esta ocasión.
El calmante comenzaba a hacer efecto, y aunque el dolor era agudo se había vuelto más intermitente. A pesar de los pinchazos que aún sentía, era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera su mano desplazándose sobre mi piel.
Exactamente en el espacio de piel que limitaba con el comienzo del pubis. El calor de su mano iba aliviando mi dolor y avivando mi corazón. No conseguía entender qué pasaba por la cabeza de Lena. Horas antes había desaparecido de la habitación con una frase tajante acerca de mi actitud hacia ella. Sin embargo, en aquel momento volvía a estar cariñosa conmigo y no dudaba en hacer todo lo que estuviera en ella por evitar mi malestar. No es que no quisiera aquellas atenciones, pero no las comprendía. Me pregunté si Samantha hubiera actuado exactamente igual que ella si aquel accidente me hubiera ocurrido durante su turno. Un no es lo que hallé por respuesta.
— ¿A qué edad te vino la regla? — su pregunta hizo que dejara de darle vueltas a la cabeza.
— A los once.
Su mirada se dulcificó y volvió a acariciar con una ligera presión mi tripa.
— Demasiado joven — suspiró.
La miré y sonreí con su exhalación.
— Ya apenas me duele, muchas gracias.
— Me alegro.
No deseaba dejar de sentir su mano desnuda sin el habitual guante de látex sobre mí, pero empezaba a notar una excesiva humedad entre mis piernas. — Necesito ir al baño — dije cuando vi a mi madre entrar en él.
— ¿A qué?
— A cambiarme. Estoy empapada, estoy manchándolo todo.
— No te preocupes, yo me encargo.
— No, tú no — susurré.
— ¿Por qué no? — susurró también.
— Porque no quiero que tú tengas que hacerlo.
— ¿Por qué nunca me dejas cuidar de ti?
Bajé la mano y la coloqué sobre la suya, que aún seguía dándome calor.
— Siempre te dejo, pero esto no.
— ¿Y si te digo que quiero hacerlo?
— Lena, por favor — rogué.
— Solo es la regla, Kara. Yo también la tengo.
Su apunte me hizo reír.
— ¿Cómo es que eres tan vergonzosa para unas cosas y tan poco para otras?
Capté su directa sobre la marcha.
— No es lo mismo.
— Son casi las cinco de la mañana, es Año Nuevo y no quiero discutir más sobre este tema.
— Yo tampoco quiero discutir, por eso lo mejor es que dejes que me levante, si necesito ayuda se la pediré a mi madre.
Volvió a acariciarme la tripa bajo mi mano, que aún seguía sobre la suya.
— Creo que no me has entendido, lo voy a hacer yo.
— Lena, no.
— Si quieres te lo digo de otra manera para que me entiendas mejor. Aquí mando yo y se hace lo que yo diga.
— Pídeme otra cosa. Hasta que te deje en paz de una vez, pero esto no por favor —supliqué.
— Cuando quiera eso lo haré, mientras tanto solo quiero que me dejes cuidar de ti.
Me incorporé en la cama. No estaba segura de haber comprendido lo que me acababa de decir. No parecía estar tan molesta entonces con mi actitud hacia ella. Desde luego, reconocía que yo había cruzado el límite en incontables ocasiones. Lo había estado cruzando sin ningún tipo de pudor desde el día que me ingresaron. Incluso había intentado besarla unas horas antes, y sin embargo, ni una sola vez se enfadó realmente conmigo. No sé si era porque en el fondo sentía que lo tenía todo controlado. Sabía que yo no suponía ningún peligro y siempre que recibía una negativa recapacitaba y volvía a comportarme. Seguramente le resultaba más cómodo de ese modo que haberse enfrentado a mí seriamente. Después de todo, yo era una paciente que le habían asignado de una manera temporal ante un contratiempo. Por primera vez me vi como lo que realmente era, parte de su trabajo. Lo había estado ignorando porque yo me había enamorado. Pero, ¿y ella? Con treinta y nueve años ya se habría enamorado varias veces en su vida y no iba a ser yo, una chica de dieciséis, la que volviera a despertar ese sentimiento. Se me encogió el corazón del dolor que me provocaron mis propios razonamientos.
— Kara — sentí su mano sobre mi mejilla—, ¿en qué estás pensando? — sonó sorprendida.
Se me habían empañado los ojos y retiré la vista para que no me viera.
— En nada.
Se acercó más a mí.
— ¿Por qué te cuesta tanto creer que me guste cuidar de ti? — me susurró al oído.
Apoyé instintivamente mi cabeza contra la suya mientras me hablaba y volví a respirar su perfume.
— No lo sé — murmuré.
Me acarició la mejilla con el pulgar y antes de alejarse sentí sus labios besándome la otra mejilla.