Finn
El olor a cera derretida y hierro húmedo se pegaba a la lengua, como si el castillo quisiera recordarme a cada paso a quién servía de puertas hacia dentro.
Pasé frente a una hilera de antorchas clavadas en la piedra y el humo me picó los ojos. No lloré. Un soldado que llora sin motivo llama la atención.
Y yo no era un soldado.
Era un impostor con uniforme.
El patio interior se abría entre los muros. Sobre el empedrado, dos inquisidores marcaban con tizas símbolos que fingían ser sagrados.
“Purificación”, repetían una y otra vez a los nuevos. Yo solo veía cenizas en cada trazo.
Vi a un niño con la cabeza rapada empujar un cubo de agua hasta la escalinata; temblaba tanto que el agua iba dejando una estela a su paso. Nadie lo miró.
"Nadie mira a quien está destinado a desaparecer..."
Ajusté el peto de cuero. El borde me rozaba la clavícula, justo donde Caelya, cuando éramos pequeños, apoyaba la frente para dormirse en mi hombro.
No pensé en ella más de un latido. Pensar en mi hermana en ese lugar era una forma de invocar su nombre en voz alta, y Valdren aún la estaba cazando.
—Tú, nuevo —gritó un capataz desde la barandilla—. Cuartel tres. Guardias del pasillo del ala norte. Nadie entra en la biblioteca real sin escolta.
Asentí con la mandíbula tensa y tomé las escaleras.
“Nadie entra sin escolta.” Me convenía como no se hacían una idea. Era por lo que había estado trabajando todo este tiempo.
Había pasado meses observando desde los barracones y las sombras mal iluminadas. Ahora estaba adentro, bajo techo, con el aliento del enemigo en la nuca.
El ala norte olía menos a establo y más a pergaminos. Un cambio del que no me iba a quejar. Me aposté junto al arco de piedra, postura rígida, y dejé que mis ojos hicieran lo que mis manos no podían: robar.
Conté pasos, intervalos entre cambios de guardia, llaves en la cintura de un oficiante, pequeñas muescas en el marco que indicaban que allí se abría algo más que una puerta.
"Si todo eso llega a manos de los nuestros, Caelya encenderá la señal sin que nadie en el castillo siquiera lo piense..."
Oí un par de botas detenerse a mi derecha. No era un paso cansado ni de rutina. Era alguien que disfrutaba detenerse.
—Nombre.
No giré la cabeza. La voz no sonó alta, pero estaba cargada de autoridad.
—Finn… —casi digo mi apellido real. Tragué saliva con disimulo— Hadrien, señor.
Silencio. Pude oír cómo soltaba el aire con una sonrisa invisible.
—Hadrien —repitió la voz, saboreando la mentira, como si probara un vino del que no estaba convencido—. ¿De dónde eres?
—Bordes de Thalan. Reclutado en la última leva.
—¿Sabes leer?
Conté hasta tres y negué con la cabeza. Un soldado útil no lee. Pero uno que niega demasiado rápido delata nervio.
"¡Malditas manos, dejen de sudar!"
—Bien —dijo al fin—. Un hombre que no sabe no hace preguntas.
Volvió a hacerse el silencio. Bajó un escalón, y entonces lo vi de frente.
Era el Príncipe Gerald.
No lo había visto de cerca en ninguna de las patrullas anteriores. Solo en estampas en monedas, contornos recortados en balcones, sombras detrás de cortinas.
Llevaba las manos descubiertas, sin guantes, casi como si no temiera mancharse. Tenía la piel clara, marcada por una cicatriz mínima en la comisura de sus labios.
Sus ojos… parecían hechos del mismo material que los vitrales del ala norte: fragmentos fríos de un esmeralda opaco.
—Acompáñame.
El “nuevo” no debía acompañar a nadie de sangre real. Pero ya me había elegido. Y un príncipe no repite órdenes.
Caminé a su espalda por la galería. Los tapices hablaban de conquistas con colores que el humo había apagado.
Pasamos junto a dos guardias que saludaron con el puño al pecho. El príncipe no devolvió el gesto.
"El poder no necesita civismo," me dijo una vez un hombre al que ya no tengo cómo agradecer.
Abrimos a la biblioteca. El olor a cuero viejo y polvo me golpeó con una dulzura que no esperaba. Me recordó a las noches en que Caelya y yo nos escondíamos a leer trozos de la historia prohibida, esos que decían que hubo un tiempo sin hogueras. Casi sonreí, pero me lo tragué antes de que él lo notara.
—Quédate ahí —ordenó, señalando una columna.
Obedecí. Su majestad avanzó entre estantes con una seguridad propia de la realeza. Tomó un libro, lo hojeó con el pulgar, lo devolvió.
Era extraño. No parecía buscar nada en particular...
—Hadrien —dijo, sin mirarme—. ¿Qué te trajo aquí?
—La leva.
—Eso te trajo a las puertas —corrigió—. Pregunté qué te hizo cruzarlas.
Pensé en decir “hambre” o “miedo”. Eran motivos que a los príncipes les resultaban plausibles.
Podría haber dicho “odio”, pero el odio mal explicado se nota en la voz. Elegí el único refugio que siempre me salvó la lengua.
—Orden, mi señor.
Volteó entonces. Sus ojos se fijaron en los míos con un peso curioso, como si estuviera colocando un sello. No vi compasión. Vi un reconocimiento de algo que yo aún no había decidido mostrar.
—El orden es caro —dijo, despacio—. Hay quienes lo pagan con sangre ajena... hay quienes pagamos con soledad.
No supe si era una advertencia o si se recordaba a sí mismo, lo que había elegido perder.
Pero la charla murió ahí. Alguien golpeó la puerta. El príncipe no se sobresaltó.
Un oficial entró con una pila de documentos y lo dejó sobre la mesa. Alcancé a leer una palabra, apenas un título cortado por la cuerda que los ataba:
Censos. Listas. Nombres. Casas. Rutas de salida. Si esos papeles llegaban donde debía, más de una aldea dormiría una noche tranquila.
—Desaparece —le ordenó al oficial.
Cuando quedamos solos, el príncipe se acercó a la mesa, pasó los dedos sobre la cuerda y la dejó intacta.
Luego volvió a mí. Tuve la impresión inequívoca de que podía oler las mentiras en la piel.
—Quiero hombres que obedezcan —dijo acercándose un paso—. Pero me aburren los hombres predecibles. Dime, ¿eres obediente o interesante?
—Soy útil —respondí, antes de que la ansiedad me obligara a decir una estupidez.
No sonrió. O tal vez sí, pero fue algo tan leve que solo lo notó su cicatriz.
—Te veré en la ronda de medianoche —concluyó—. Asegúrate de estar preparado.
Me hizo una seña con la cabeza y me despidió. Salí con el pulso en la garganta.
“Medianoche”. Si me pedía volver, o mi fachada había funcionado mejor de lo que había pensado, o él quería probar hasta dónde se estiraba mi disfraz.
El corredor me devolvió al ruido del castillo: cadenas, voces bajas, pasos que iban sin prisa hacia tareas crueles.
Un soldado bostezó en mi cara y me saludó. Supe que había pasado la primera prueba, pero no la más difícil. La más difícil estaba en mi bolsillo, en forma de papel doblado cuatro veces.
Bajé a las cocinas para perderme entre ollas. A esa hora, los aprendices peleaban con sacos de harina y ollas sin fondo.
Robé un trozo de pan, una pieza de queso y el tiempo exacto para dejar, entre jarras de cerveza rancia, un detalle mínimo: una migaja alineada en perpendicular al borde de una bandeja.
La señal. Si el contacto estaba vivo, entendería. Si no, nadie notaría nada salvo una limpieza descuidada.
Subí por el corredor de servicio y me apoyé un segundo en la pared. El frío de la piedra me caló hasta los huesos.
Recordé a Caelya con los dedos manchados de carbón. Me enseñaba a leer, como nuestra madre le enseñó a ella.
Su voz cuando las niñas de la aldea murieron: “Volveremos a casa cuando el mundo nos permita ser libres”. Yo debía obsequiarle ese mundo. Sin importar el precio que tuviera que pagar.
Una campana sonó tres veces. Cambio de guardia. Crucé al patio. La neblina se afianzaba en los ángulos como una criatura viva. El niño del cubo ya no estaba. En su lugar, un par de botas pequeñas descansaban detrás de un barril. No miré. Seguí andando.
Una voz ronca me sacó de mis pensamientos.
—¿Y bien? —Rael apareció a mi lado como si hubiera salido de la misma niebla, con una media sonrisa ladeada—. ¿Ya te respondió tu hermana la carta?
Rodé los ojos y solté una risa seca, bajando la voz para que nadie más lo oyera.
—Ya te dije que no. No le interesa salir con un inquisidor. Nuestra vida es demasiado arriesgada, y ella siempre prefirió la calma.
Rael chasqueó la lengua, como si la idea le pesara.
—Me has hablado tanto de ella que ya no puedo ver a otra mujer —Se detuvo, mirándome de reojo, con ese gesto que a veces escondía más de lo que decía—. Solo espero llegar a conocerla en esta vida.
Me quedé en silencio un segundo, sosteniendo su mirada antes de apartarme. Si supiera quién era de verdad mi hermana… si supiera que la calma que imaginaba en ella no existía, que llevaba fuego en las venas… tal vez no lo diría con tanta ligereza.
—No la idealices —le respondí al fin, con una media sonrisa para disimular—. Es testaruda. Más de lo que te imaginas.
Rael rio bajo, dándome un manotazo en el hombro.
—Entonces ya me agrada.
Caminamos juntos hacia el barracón, mezclando nuestras sombras con las demás. Y por primera vez en toda la noche, me sentí menos solo.