Finn
El primer contacto llegó cuando la tarde se volvió de un rojo sucio. Un mozo de cuadra tropezó a propósito contra mí y me llenó el peto de polvo. Farfulló una disculpa. Yo farfullé otra. La costura interior de su manga rozó mi muñeca. Sentí el papel.
No me detuve. Caminé cinco pasos más, giré a la letrina exterior, cerré el cerrojo y abrí la nota con uñas que parecían no ser mías.
“Pasillo dos. Estantería vacía junto a la ventanilla. Última hora antes de medianoche. Llave en el hueco superior. Si no llegas en el primer intento, no vuelvas.”
Me metí el papel en la boca y lo mastiqué hasta hacerlo desaparecer con saliva y paciencia.
La biblioteca de los aprendices antes de que la convirtieran en almacén de cadenas. Conocía el sitio. Lo había medido desde afuera, desde el tejado del lavadero, contándole los ladrillos uno a uno hasta el techo.
El resto del día transcurrió con la clase de lentitud que hace evidente la mentira.
Me asignaron la ronda vespertina alrededor del claustro. Vi bajar a un sacerdote con dos antorchas y a una mujer con una marca de nacimiento en forma de media luna en la muñeca. La escondió demasiado tarde. Le ataron las manos. No me involucré.
"Si hago algo, muere ella y muero yo..." Ella ya olía a difunto.
Cuando la noche volvió a partir los vitrales, el castillo se hizo más honesto: el poder se olvida de los modales cuando tiene sueño.
Crucé por el patio con la capucha puesta. Nadie cuenta sombras después del toque de queda. Me deslicé por el corredor de servicio que llevaba a mi destino y palpé, encima del dintel, el hueco acordado. La llave estaba allí, como lo habían prometido.
Empujé la puerta. El crujido que hizo me pareció un alarido. Dentro, el olor a tinta y polvo me recibió como un viejo amigo.
Las estanterías estaban casi vacías. Excepto una, donde una ventanilla ciega daba a un patio minúsculo. La tabla superior tenía un espacio apenas más oscuro. Alcé la mano, tanteé, y di con el cajón oculto.
Saqué el paquete. No era grueso. Solo papeleo que nos daría una ventaja. Croquis de túneles secundarios, pasadizos secretos.
Tomé los papeles y los escondí en mi ropa. Metí, a cambio, un trozo de madera con un corte diagonal. Cerré. Respiré.
—Hadrien.
El sonido de mi nombre se incrustó como un clavo oxidado en mi cabeza. Me giré despacio.
El Príncipe Gerald estaba en la puerta, sin escolta, sin antorcha. La luz de la luna, se filtraba por el polvo, mientras le dibujaba un borde casi azul en la mandíbula.
No tenía espada desenvainada.
No la necesitaba.
Supe, con esa certeza que no concede explicación, que me había visto desde antes, desde mucho antes, tal vez desde el primer “Nombre”.
No dijo nada más. No pidió explicaciones. No llamó a nadie.
Solo cerró la puerta detrás de sí y se acercó, midiendo sus pasos, midiendo mi miedo, midiendo algo que él ya había decidido.
—Medianoche —dijo, con una voz que no reconocí en nadie más—. Te dije que nos veríamos.
El castillo contuvo la respiración.
Yo también.
Y el juego, por fin, había empezado.
La biblioteca parecía encogerse a cada paso suyo. Gerald no necesitaba alzar la voz para que todo a su alrededor le obedeciera. La forma en que cerró la puerta bastó para silenciar hasta el polvo.
Avanzó sin apuro, como si cada metro que acortaba entre nosotros estuviera coreografiado desde antes. Yo traté de controlar la respiración, pero el pecho se me agitaba con esa mezcla de furia y miedo que siempre delataba al impostor.
—Te he estado observando desde que llegaste a mis filas —dijo, mientras me recorrió con la mirada, deteniéndose en mi pecho, en mis manos tensas, en mi mandíbula—. Los demás se arrastran esperando una orden. Tú, en cambio, te mueves como si supieras a dónde vas incluso cuando te dicen que te quedas quieto.
Quise replicar, pero la lengua se me pegó al paladar. Sabía que cualquier palabra podía ser la última de mi existencia.
—¿Sabes lo que dicen de mí, Hadrien? —continuó, ladeando la cabeza. El brillo verdoso de sus ojos parecía perforarme—. Que soy demasiado delicado. Que nací para sostener un cetro, no una espada. Que no tengo el temple para comandar un ejército contra los monstruos que amenazan a mi pueblo.
Se detuvo frente a mí, tan cerca que podía oler la mezcla de cuero, hierro y especias que lo envolvía. Su sombra se superponía a la mía, engulléndola. Su sonrisa era la de alguien que ya había decidido el resultado, sin importar cómo se desarrollara el juego.
—Pero yo no creo en lo que dicen de mí. Creo en lo que observo. Y yo te he observado —dijo en voz baja, pero firme mientras tomaba mi mandíbula.
Un escalofrío me recorrió. No hablaba de mis turnos de guardia o de los ejercicios en el patio. Lo que insinuó lo entendí en el instante en que sus dedos rozaban mi piel y sus ojos bajaron un segundo, apenas un destello, hacia mi pecho… y mi entrepierna.
Me obligué a sostenerle la mirada. El silencio era tan pesado que podía quebrarme los huesos.
Gerald dio un paso más, tan cerca que el calor de su cuerpo se mezcló con el mío. Inclinó la cabeza, lo suficiente para que su aliento me rozara la piel.
—Dime, chico… —murmuró con una suavidad que era peor que un grito—, si te ordeno que te desnudes, ¿qué encontraré debajo de tus prendas?
La sonrisa con la que lo dijo no fue burlona. Fue letal. Un estremecimiento me recorrió entero. No solo por el miedo, sino por algo peor: la descarga eléctrica de un deseo inesperado. Lo odié en el mismo instante en que lo sentí.
Sentí el estómago apretarse, los músculos tensos al borde de responder con violencia. Pero sabía que no podía. No contra él. No aquí.
Tragué saliva y respondí lo único que podía sin traicionarme:
—Lo mismo que cualquiera. Carne, hueso. Nada más.
Gerald rio bajo, un sonido sin alegría, como si hubiera esperado exactamente esa respuesta.
—Nada más —repitió, con una lentitud que heló la sangre en mis venas—. Eso dicen todos… hasta que alguien los mira de verdad.
Tomó mi mano, mientras sujetaba con más fuerza mi mentón, obligándome a sostenerle la mirada. Su agarre no era violento, pero sí firme, dueño de mi rostro como si le pertenecíera. Sentí el pulso golpearme en las sienes.
—Yo digo que debajo escondes más que hueso. Un secreto. Una cicatriz que no quieres mostrar. Un músculo que me pertenece aunque aún no lo sepas.
Sentí cómo el sudor me corría por la nuca. El impulso de apartarme era tan fuerte como la necesidad de quedarme inmóvil.
Si retrocedía, confirmaba su sospecha. Si lo enfrentaba, firmaba mi sentencia.
Me soltó despacio, como quien suelta una cuerda sabiendo que el prisionero no huirá. Dio un paso más, arrinconándome contra la columna. El frío de la piedra se pegó a mi espalda; el calor de su cuerpo me cercó por delante.
—Me pregunto… —su dedo recorrió mi clavícula, apenas rozando el borde del peto de cuero— …qué pasaría si arrancara estas capas una por una. ¿Qué temblaría más? ¿Tu voz o tu lealtad?
Había un magnetismo feroz en sus gestos, como si cada palabra fuera un anzuelo y yo, un pez idiotizado que sabía que iba directo a la red.
Gerald inclinó el rostro hasta rozar mi oído.
—¿Sabes lo que más me divierte, Hadrien? —el murmullo vibró contra mi piel, obligándome a cerrar los ojos—. Que ni siquiera sé si quiero descubrir tu secreto… o si prefiero guardarme el placer de verlo consumirte por dentro hasta que seas tú mismo quien me lo confiese.
Yo respiraba rápido, como un animal acorralado. El roce de sus labios, apenas un aliento contra mi cuello, me arrancó un escalofrío. Me odié por ello.
Él se apartó al fin, satisfecho con mi silencio. Dio media vuelta con la calma de quien acaba de dejar una marca invisible, y antes de abrir la puerta me miró por encima del hombro.
—Soy paciente... Sabes dónde encontrarme.
El portazo fue suave, pero me retumbó como un martillazo en el pecho.
Solo entonces me permití soltar el aire. La sensación de su mano aún me ardía en la piel. Miedo y atracción bailaban en un mismo lugar, como fuego y aceite que nadie debería mezclar.