Finn
El amanecer me encontró despierto antes de que sonaran las campanas.
Apenas clareaba cuando salí por la puerta trasera del establo, con la capucha baja y el paquete oculto bajo el manto.
Afuera, el aire helado cortaba como vidrio. El bosque amanecía cubierto de neblina, espeso y húmedo, como si quisiera tragarme entero antes de dejarme escapar.
Sabía que solo tenía una oportunidad. Las entregas no perdonaban torpezas o errores.
Me moví por los senderos laterales de caza, donde la hierba aún estaba mojada por el rocío.
El silencio del bosque no era natural: no se escuchaba el canto de pájaros ni los crujidos de ramas. Solo el sonido de mi respiración detrás de mi capa.
La cabaña de cacería apareció al fin entre los árboles. Un cascarón de madera vieja, con las paredes cubiertas de musgo y un techo ladeado que amenazaba con derrumbarse.
Nadie entraba ahí desde que había comenzado la quema de brujas. Nadie, salvo nosotros.
Golpeé tres veces contra el marco, esperé, y al minuto apareció el mensajero. Un hombre delgado, con barba entrecana y los ojos hundidos en ojeras. No intercambiamos saludos. La costumbre era el silencio.
Le entregué el paquete y luego, con el pulso temblando, saqué la carta para Caelya. Apenas unas líneas con mi letra apretada, un papel doblado en cuatro. No podía escribir todo lo que sentía, pero necesitaba que supiera que seguía respirando, que aún estaba vivo, aunque estuviera rodeado de enemigos.
Él escondió todo debajo de la capa y se despidió con un gesto de cabeza. Volvió sobre sus pasos, camuflándose en la niebla con ayuda de los niños de agua.
Me quedé mirando el vacío, respirando con fuerza, como si el aire frío pudiera limpiar la suciedad que cargaba en el pecho.
Di media vuelta para volver al castillo. Y ahí lo vi.
El Príncipe Gerald estaba de pie, a unos metros, apoyado contra un árbol. La neblina lo envolvía, pero su presencia era tan poderosa que el bosque entero parecía inclinarse hacia él.
Se enderezó despacio. No tenía escolta, ni armas a la vista.
—Sabía que vendrías aquí —dijo, con una calma que me heló la sangre—. Aunque no quería creerlo.
Mi cuerpo se tensó, la garganta se cerró. Instintivamente busqué una salida, pero la línea de árboles parecía cerrarse en un muro de sombras.
Gerald caminó hacia mí con pasos lentos, sin apartar la mirada. Yo retrocedí un poco, aunque supe que no tenía sentido. Un príncipe no necesita cadenas para atrapar a alguien. Su palabra basta para llevarte a la horca.
—Sabía quién eras —continuó, con esa voz baja que me erizaba la piel—. Y aun así, te dejé entrar.
El suelo desapareció bajo mis pies. El corazón me martillaba en las costillas. En ese instante supe que todo había terminado. Me habían descubierto. Todo el esfuerzo, cada mentira, cada segundo robado al sueño, se derrumbaba en esa frase.
Bajé la mirada un segundo, intentando controlar la respiración. Pensé en correr, pero sería inútil. Tampoco podía luchar, mi cuchillo no podría contra él y su título. Mi mente corrió a mi hermana, a torturarme con cuánto la extrañaría... y lo que ella sería capaz de hacer si yo moría.
Gerald me sostuvo la mirada un largo rato, tal vez estaba decidiendo qué muerte me merecía. Luego señaló la cabaña con la cabeza.
—Entra.
"Bien, moriré sin ser un espectáculo público... Eso está bien, supongo."
Obedecí, entrando a la cabaña. Miré a mi alrededor. Apenas quedaba una mesa de caza rota y un par de bancos cubiertos de polvo.
El Príncipe cerró la puerta detrás de mí y, de pronto, el bosque y todos los secretos quedaron afuera.
No éramos más que él y yo, respirando el mismo aire.
Se quedó de pie frente a la puerta, como un juez antes del veredicto.
—¿Sabes lo que hacen con los traidores en este reino? —preguntó.
Tragué saliva y asentí. Los había visto. Quemados en la plaza, colgados en las murallas, despedazados como espectáculo.
Gerald sonrió, sin alegría.
—Alta traición. Así llaman a lo que acabas de hacer. Podría arrastrarte ante el tribunal ahora mismo. Bastaría con mi palabra para que te mataran.
Me faltó aire. Ya veía mi final. Vi la soga, vi el fuego, vi los ojos de Caelya cuando supiera que había fallado.
—Y lo peor… —su voz se volvió aún más baja, más venenosa— es que lo sabes.
Mis manos sudaban. No tenía nada que responder.
Gerald dio un paso más. Después otro. La madera crujió bajo sus botas, cada sonido un martillazo en mi cráneo.
—Tú ya estás muerto, Hadrien. Lo entiendes, ¿verdad?
Asentí sin querer, mi cuerpo ya estaba helado. Sí, lo entendía. Él podía acabar conmigo ahí mismo.
Gerald sonrió de nuevo, como un depredador que juega con la presa antes de clavar los colmillos. Se acercó tanto que la distancia entre nosotros desapareció.
Me tomó por la nuca con una firmeza imposible de soltarme y, sin darme tiempo a reaccionar, sus labios se estrellaron contra los míos. No hubo duda ni tanteo: fue un beso brutal, marcando absoluto control.
Mi primera reacción fue de pánico.
Sentí el instinto de apartarme, de recordar que él era mi enemigo, mi juez, mi verdugo.
Pero el calor de su boca, la presión exacta de sus dedos en mi piel, me arrancaron algo que no esperaba: un gemido que nos encendió a ambos.
Cuando al fin se apartó, lo hizo despacio, con los labios húmedos, mirándome con los ojos cargados de lujuria.
—Desnúdate —ordenó.
Tragué saliva. Me sentí atrapado, y al mismo tiempo, una corriente extraña me mantenía fijo, incapaz de resistirme.
—Sí, su majestad —murmuré, con la voz inestable por la mezcla de miedo y deseo.
Me tomó de la barbilla, obligándome a mirarlo de frente. Sus ojos verdes brillaban por la anticipación.
—Aquí no soy tu majestad. —Su voz era un susurro cargado de fuego—. Aquí soy solo Gerald para ti, Finn.
Mi nombre en sus labios me atravesó como una daga.
Obedecí. El cuero del peto cayó al suelo de un golpe, seguido de la tela áspera de mi camisa, que dejé deslizar por mis brazos hasta sentir el frío lamerme la piel.
Gerald hizo lo mismo, con movimientos seguros, calculados. Su capa se deslizó, su camisa quedó a un lado, y la luz del amanecer dejó al descubierto un cuerpo tallado por la guerra, no por el trono. El contraste entre su piel clara y la sombra lo volvía casi irreal.
Se acercó hasta que sus labios rozaron los míos, primero como una amenaza, después como un incendio. Me besó con hambre, como si quisiera arrancarme todo lo que fingía ocultar.
Yo respondí, sin fuerza para negarme, con una entrega que me sorprendió tanto como a él.
Me empujó contra la mesa rota, las tablas crujieron bajo mi peso. Sus manos recorrieron mi torso, bajando despacio, reclamando cada cicatriz, cada músculo tensado por lo que fuera que estaba sintiendo mi cuerpo.
Cuando sus dedos se hundieron en la cintura de mis pantalones, contuve un gemido que él transformó en una sonrisa peligrosa contra mi boca.
—Pensé que estaba loco por desearte así —murmuró, su voz grave resonando en mi piel—. Que algo estaba mal en mí. Que me rechazarías. Pero aquí estás... totalmente entregado a mí.
Mi risa tembló contra su cuello, entrecortada, pero sincera.
—Sabía que me deseabas desde la oscuridad, tanto como yo a ti.
Él gruñó bajo, como un animal en celo. Sus labios bajaron por mi mandíbula, por mi garganta, dejando marcas ardientes en su recorrido.
Lo sentí morderme, reclamarme con la insistencia de alguien que jamás aprendió a pedir.
Mis manos se aferraron a su espalda, recorriendo el calor de sus músculos. No quería pensar en reinos ni en traiciones. Solo en ese instante en el que era mío tanto como yo era suyo.
Gerald desabrochó mis pantalones con un tirón brusco, y el aire helado se mezcló con el calor insoportable de su tacto. Solté un gemido ahogado, uno que él bebió de mis labios como si fuera vino derramado.
Me bajó las prendas hasta liberarme, y sus dedos se cerraron alrededor de mí eje. La fricción de sus movimientos arrancó de mi garganta un gemido que no pude contener.
Él lo celebró con otra sonrisa victoriosa, antes de desnudarse del todo frente a mí, sin vergüenza, sin temor.
Nuestros cuerpos chocaron, piel contra piel, calor contra calor. La dureza de su deseo contra el mío fue una descarga que me nubló la vista. Lo atraje hacia mí con desesperación, con hambre, como si llevara años reprimiendo algo que apenas ahora entendía.
Gerald me giró, me recostó sobre la mesa y se colocó detrás de mí. Su boca volvió a devorar la mía, sus manos firmes en mis caderas, controlando cada movimiento, marcando un ritmo que no me dejaba escapar.
Me rendí a él, pero en esa rendición había un poder distinto: el de hacerle saber que me tenía, que lo deseaba tanto como él a mí.
El primer empuje fue un golpe de fuego que me arrancó un gemido ronco, mitad dolor, mitad placer. Me aferré al borde de la mesa con uñas que arañaban sin querer, buscando equilibrio.
—Mírame —ordenó contra mi oído, y obedecí.
Su mirada era un abismo en el que caía sin resistencia.
El ritmo se volvió intenso, profundo, cada embestida me sacudía hasta el alma. La mesa crujía bajo nosotros, pero ninguno se detuvo. Su respiración contra mi cuello, sus jadeos mezclados con los míos, eran la única música en esa cabaña olvidada.
Nuestros cuerpos se buscaban, se consumían y se reconocían en un deseo prohibido.
Sentí su mano recorrer mi espalda, bajar por mi columna, hasta tomarme y hacerme perder el control. Grité su nombre sin pensarlo, y él respondió con un gruñido gutural, empujando con más fuerza, con más entrega, como si quisiera fundirse en mí.
El orgasmo me golpeó con violencia, un espasmo que me arqueó la espalda y me dejó temblando bajo su dominio. Gerald me sostuvo fuerte, siguiéndome, hasta explotar también con un rugido contenido, hundido en mí con una intensidad que me partió en dos.
Nos quedamos así, jadeando, pegados, sudor contra sudor, mientras el frío de la cabaña chocaba con el calor que habíamos creado.
Gerald apoyó la frente en mi hombro, su respiración aún entrecortada.
—Ahora ya no hay vuelta atrás —susurró.
—Nunca la hubo —respondí.
Y en ese instante entendí que no importaba cuánto durara.
Lo nuestro estaba condenado… y, sin embargo, jamás me había sentido tan vivo.