Capítulo 4: Fuego o lecho

1799 Words
Gerald El salón de reuniones olía a humo de antorchas y a pergaminos viejos. Una docena de consejeros hablaban al mismo tiempo, cada voz más repugnante que la anterior, mientras discutían sobre cómo reforzar las patrullas contra las brujas. Yo asentía en silencio, con la espalda recta en mi asiento, fingiendo atención. Pero en realidad no escuchaba nada. Todo lo que podía oír era la memoria de un jadeo en la intimidad de una cabaña abandonada. Todo lo que podía sentir era el calor de la piel de Finn todavía pegado a mis manos. El recuerdo me golpeaba en ráfagas: el peso de su cuerpo contra el mío, el temblor en su voz cuando se rindió a mi orden, la manera en que me miró, no como príncipe ni como inquisidor, sino como hombre. “Desnúdate.” El eco de esa palabra seguía vibrando dentro de mí, más fuerte que cualquier discurso de los ancianos del consejo. —Mi príncipe, la quema en el norte dejó cuarenta cuerpos —dijo uno de ellos, con una voz que parecía arrastrar piedras—. No basta con las hogueras. Necesitamos el ejemplo de la horca en la plaza mayor. Asentí. Ni siquiera sabía a qué había dicho que sí. Otro más carraspeó: —El pueblo murmura que aún quedan brujas ocultas en Valdren. La histeria crece. Si no mostramos mano dura, su miedo se volverá contra nosotros. Yo jugueteé con el anillo en mi dedo, fingiendo interés. Por dentro, me reía. Hablan de miedo y de brujas… y yo solo podía pensar en un infiltrado que, si quisiera, me arrastraría con él al abismo. Me aclaré la garganta. —Refuercen las patrullas. El pueblo debe saber que no hay grietas en nuestras murallas. Las palabras salieron solas, aprendidas como una oración. Nadie notó que mi mente estaba lejos. Lo estaba desde que lo besé. Nunca había sentido atracción por las mujeres. Esa era mi realidad. Los banquetes, las fiestas, los bailes… eran solo un teatro donde me colocaban a princesas extranjeras delante. Todas se inclinaban, sonreían, esperaban que yo les prestara atención. Pero solo podía sonreír de vuelta, porque un príncipe sabe fingir. Pero nunca sentí el pulso acelerarse por ellas. Nunca. Y entonces apareció él, con su disfraz mal cosido, con sus ojos que no saben bajar la mirada aunque todo en este reino los obligue a hacerlo. "Hijo de una bruja", susurraba mi instinto. "El traidor que debería arder en la plaza..." Y, sin embargo, también era el único hombre que me hizo sentir vivo. Me descubrí apretando los dedos contra el reposabrazos, reprimiendo el impulso de levantarme y salir a buscarlo en ese mismo instante. Un consejero me sacó de golpe de mis pensamientos. —¿Qué dice, su alteza? ¿Aceptamos la propuesta de su majestad de extender la leva a los hijos de campesinos? Parpadeé. Todos me miraban. Me habían estado hablando y yo ni siquiera había registrado la mitad de los sinsentidos que decían. —Sí —respondí con firmeza, aunque la decisión no me importaba en lo más mínimo—. El reino no se sostiene con indecisiones. Eso bastó para calmar las aguas. El murmullo volvió a crecer entre ellos, discutiendo sobre logística, nombres y números. Yo me hundí de nuevo en mi silencio, con un solo pensamiento clavado como aguijón: "Si descubren la traición, Finn muere. Si lo protejo, los dos morimos... ¿Qué estoy haciendo?” Recordé la voz de mi padre, el rey de Valdren, tronando en mis oídos meses atrás. —Eres el eslabón débil de mi linaje, Gerald. Un príncipe que no sabe blandir la espada no merece el trono. O te vas al frente y te conviertes en un hombre… o te casas con una princesa que asegure el apoyo de otra nación. No había opción. Era el fuego o el lecho. Y yo elegí el fuego. Ahora entendía la ironía. Entre todos los destinos posibles, el que me esperaba era peor. No era el fuego de una hoguera pública lo que me consumía, sino el de un deseo que no podía confesar. Un deseo que llevaba la forma de un espía infiltrado, con los labios manchados de pecado y los ojos demasiado sinceros para este mundo. “Me ha hechizado”, pensé, dejando escapar un suspiro resignado. “Es hijo de una bruja, no cabe duda. Me ha lanzado un conjuro para doblegarme. ¿De qué otra forma podría tener semejante poder sobre mí?” La lógica lo gritaba, pero mi cuerpo lo desmentía. Lo de la cabaña había sido demasiado real para llamarlo ilusión. El calor de su piel, la entrega de su cuerpo, su risa en mi oído. No había magia capaz de inventar algo tan perfecto. Y aun si lo hubiera… no quería dejar de vivirlo. Sentí la respiración contenerse en mi pecho. Aparté la mirada del consejo, fingiendo revisar un mapa. En realidad, estaba recordando la curva de su espalda, el temblor de sus manos al tocarme, la manera en que dijo mi nombre, con esa seguridad de pertenencia. “Soy Gerald para ti, Finn.” Las palabras que yo mismo le había dicho me pesaban ahora con una intensidad que trastocaba la realidad. Uno de los consejeros se aclaró la garganta, haciendo que girara el rostro para mirarlo. —¿Su alteza…? Me di cuenta de que había estado sonriendo como un idiota enamorado en mitad de una reunión de guerra. Me recompuse de inmediato. Enderecé la espalda y los miré con la misma frialdad de siempre. —Asegúrense de que el pueblo entienda que no habrá piedad para las brujas. Que lo aprendan en carne viva si es necesario. La ironía me quemaba en la lengua. "Yo mismo estoy ardiendo con esa estirpe..." Los consejeros asintieron y siguieron discutiendo detalles, satisfechos con mi aparente firmeza. Ninguno sospechaba que cada palabra que pronunciaba era solo una máscara, como la de ese soldado infiltrado que se había metido bajo mi piel. Finn. El único secreto que podría romperme. La única ruptura que nunca dejaría de sangrar. La reunión terminó entrada la tarde. Los consejeros se retiraron arrastrando sus capas, convencidos de que habían logrado darme otra lección de disciplina. Ni sospechaban lo que realmente me mantenía despierto, lo que ardía en mi sangre. Salí del salón con paso firme, pero con el corazón golpeando contra las costillas. Caminé por los corredores de piedra hasta el ala norte, donde sabía que él estaría. Y allí lo encontré: Finn, de pie junto a una columna, fingiendo indiferencia mientras vigilaba un pasillo que nadie recorría a esas horas. Me acerqué despacio. La antorcha más cercana crepitaba, lanzando sombras en su rostro. Nadie nos observaba. —Esta noche, en mis aposentos —le dije en voz baja, tan cerca que mis palabras se mezclaron con su respiración—. Te espero. No esperé respuesta. Seguí de largo como si solo hubiera dado una orden rutinaria. Pero al voltear un instante, vi cómo sus labios se apretaban para no revelar una sonrisa. Sabía que vendría. (...) Cuando la noche cubrió el castillo con su manto, apagué todas las velas de mi cámara salvo una. La habitación olía a madera encerada y a especias importadas, un contraste grotesco con la cabaña donde había probado sus labios por primera vez. Pero esa noche, quería que la memoria y la realidad se mezclaran. La puerta se abrió con cautela. Finn entró, con la capucha puesta. Cerró detrás de sí, despacio, y al levantar la vista, me encontró esperándolo. No le di tiempo a hablar. Crucé la distancia y lo atrapé entre mis brazos, pegando su cuerpo contra el mío. Lo besé con urgencia, como si el tiempo se nos acabara, como si cada segundo robado pudiera ser el último. —A partir de hoy, duermes conmigo —susurré contra su boca, mis manos firmes en su espalda—. No me importa que alguien se entere. Él me empujó, buscando espacio para hablar. Sus ojos brillaban con una mezcla de temor y deseo. —Sabes quién soy. Sabes que somos enemigos. ¿Y aun así me invitas a tu habitación… a tu cama? Sonreí. No la sonrisa fría de los banquetes ni la calculada de las reuniones. Una sonrisa real. —Siempre seguí mis sentimientos y mi instinto. Y te deseo a ti. Así que sí. No sé qué clase de brujería me hiciste, pero aquí estoy… dispuesto a vender mi reino con tal de tenerte en mi cama. Finn me miró como si quisiera creerme y odiarme al mismo tiempo. Esa vacilación me encendió aún más. Lo atraje de nuevo y lo besé con más fuerza, devorando sus dudas junto con su aliento. Se rindió poco a poco, sus manos subieron hasta mis hombros, aferrándose como si cayera al vacío y yo fuera lo único que lo salvaría. Lo guié hacia la cama, y en el camino nuestras ropas se fueron perdiendo en el suelo: la capa, el cinturón, la camisa. Nada importaba más que la piel descubriéndose centímetro a centímetro. Lo empujé sobre las sábanas, y él se acomodó con un gesto de resistencia que no llegó a completarse. Sus labios temblaron al hablar: —Si alguien lo descubre… —No lo sabrán —le acaricié el rostro, apartando un mechón rebelde de su frente—. Y si alguien lo hace... es su palabra contra la mía. El rubor en sus mejillas me dijo más que cualquier palabra. Me incliné sobre él, recorriendo su cuello con besos lentos, posesivos, mientras mi mano exploraba su torso, dibujando cada línea de músculo, cada cicatriz en él. Cuando nuestros cuerpos se encontraron de nuevo, piel contra piel, no hubo disimulo ni disfraces. Solo dos hombres perdidos en la contradicción de desear lo prohibido. Me hundí en él como un hombre que ya no tiene patria ni corona, solo un amante al que se aferra a su otra mitad en medio de la guerra. Sus gemidos se mezclaron con mis jadeos, y el mundo desapareció más allá de esas paredes. Cada movimiento era una confesión que jamás abandonaría esta habitación: mi traición, su entrega, nuestra condena. Lo abracé fuerte, sintiendo cómo temblaba bajo mí, y susurré en su oído con una sinceridad que me desarmó: —Si esto es un sueño, no quiero despertar jamás. Finn rio entrecortado, como si también estuviera al borde de romperse. —Entonces quédate aquí, conmigo, aunque el reino arda. Y así fue. Esa noche, con la cruda realidad de una guerra en nuestra puerta y la sombra de la traición sobre nuestras cabezas, me entregué por completo a él. No al espía. No al hijo de una bruja. A Finn. El hombre que me había vuelto fuego cuando todos decían que yo era ceniza.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD