Finn
El espejo no me devolvió mi reflejo aquella mañana.
En lugar de mis ojeras y mi barba mal afeitada, apareció un resplandor verdoso. Y en medio de ese brillo, la voz de Sennar se filtró, ronca y firme:
—En dos días más atacaremos. Prepárate.
El vidrio volvió a ser solo vidrio, mostrando mi propio rostro pálido. Me pasé una mano por el cabello, intentando disipar el sudor frío que me cubría la frente.
Sennar siempre con sus trucos baratos, pero efectivos. No era Caelya, y nunca lo sería, pero sabía cómo manipular espejos y sombras.
Yo, en cambio, no había heredado ni una chispa de los dones de nuestra madre. Solo era un soldado disfrazado, un infiltrado que sostenía la esperanza de que cada nota enviada, cada secreto entregado, sirviera para mantener a mi pueblo con vida.
Me coloqué la capa sobre los hombros y salí a cumplir con mi turno de guardia, forzándome a caminar como si nada pasara. Pero el corazón me latía con tanta fuerza que cada paso retumbaba como un tambor de guerra.
El patio estaba lleno de movimiento. Soldados con lanzas, caballos ensillados, escuderos apurándose entre las columnas. Sabía lo que estaba pasando sin que nadie tuviera que decirlo: el norte necesitaba refuerzos.
Entre los soldados, lo vi. Rael ajustaba el correaje de su armadura, el rostro opaco por el agotamiento, las horas de entrenamiento y la certeza de que era hombre muerto.
A pesar de todo, él era mi único amigo verdadero en esas filas, desde la leva que nos arrancó juntos de nuestra aldea.
—¿Te vas? —pregunté, acercándome con un nudo en la garganta.
Rael sonrió, cansado, pero sincero.
—Me enviaron al norte. Patrullas dobles. Si vuelvo… —se detuvo un instante, buscando las palabras correctas para alivianar la tensión—… debes llevarme a conocer a tu hermana.
Me quedé helado. ¿Cómo podía pensar en eso ahora?
Nunca le dije su verdadero nombre, pero sí describí sus risas, la fuerza de sus manos, la forma en que siempre encontraba luz incluso en las ruinas.
Y él, sin saberlo, había empezado a soñar con Caelya, a idolatrarla, a imaginar una vida juntos...
Le respondí con una sonrisa que me dolió hasta los huesos.
—Claro que sí. Cuenta con ello.
No había certeza en esas palabras. Solo un consuelo que jamás podría cumplir.
Porque Rael no regresaría, y yo lo sabía... Realmente ambos… lo sabíamos.
Lo observé montar su caballo y desaparecer con la guardia hacia la puerta norte.
"Por lo menos allá estará a salvo..."
El silencio que dejó detrás, me pesó más que el acero en mis caderas o el frío de las madrugadas.
(...)
Esa noche busqué a Gerald. No en sus aposentos, no en la cama donde me había perdido tantas veces, sino en la sala de armas, donde sabía que entrenaba a solas.
Lo encontré empuñando una espada, los músculos tensos, el rostro concentrado. Era un príncipe, sí, pero se movía como un hombre que no aceptaba que lo llamaran débil.
—Su majestad —dije, por si alguien nos estaba escuchando.
Él giró, bajando la espada con una media sonrisa.
—Vienes a distraerme otra vez.
Negué con la cabeza.
—No. Vengo a pedirte algo… por tu seguridad.
La sonrisa se desvaneció. Caminé hacia él, conteniendo la urgencia de correr a sus brazos.
—Se rumorea que los brujos atacarán pronto. El castillo es vulnerable. Deberías ir con la guardia. Sería más seguro para ti.
Gerald me observó en silencio, ladeando la cabeza.
—¿Más seguro… para mí? —repitió con un tono suave, pero cargado de una oscuridad que intentaba controlar.
—Sí —respondí, deseando que me hiciera caso por una vez.
Él dejó la espada a un lado y se acercó despacio, tan despacio que el aire entre nosotros se volvió pesado. Cuando estuvo frente a mí, sus dedos rozaron mi barbilla, obligándome a levantar la mirada.
—Crees que no lo sé, Finn. Pero lo sé. —Su voz era un susurro envenenado, casi tierno—. Sé cuándo intentas apartarme. Sé que escondes algo detrás de tus ojos.
El corazón me martillaba en el pecho. No podía hablar.
Gerald me besó de pronto, un roce breve, suficiente para dejarme sin aliento. Luego apoyó su frente en la mía.
—No voy a huir al norte, ni a esconderme detrás de los guardias. Si los brujos vienen… que me encuentren aquí, contigo.
Lo odié en ese momento, porque entendía lo que estaba diciendo: prefería arder en la hoguera conmigo que salvarse solo.
Y aun así, lo amé por lo mismo.
(...)
Esa noche no pude dormir. El mensaje de Sennar ardía detrás de mis párpados.
Dos días. Solo dos días para que todo se derrumbara.
Gerald dormía a mi lado, con un brazo sobre mi pecho, "posesivo hasta en sueños..." sonreí.
Lo miré en la oscuridad, y la certeza me partió en dos: No podía salvar a todos. Ni siquiera sabía si podría salvarlo a él.
Pero lo intentaría. Aunque me costara la vida.
Un golpe en la puerta rompió la calma de la noche.
Gerald se despertó al instante, como si hubiera estado aguardando la interrupción.
—¿Qué sucede? —su voz resonó firme, sin rastro del sueño.
Al otro lado, un soldado respondió con el tono que no podía disimular el miedo.
—Señor, los brujos avanzan por los túneles hacia el antiguo tribunal. Debemos atacar de inmediato.
Un silencio, breve y pesado, se instaló en la habitación. Sentí que la sangre me abandonaba el cuerpo.
"¿Los túneles?"
¿Sennar me había mentido? No, debe haber pasado algo. Me prometió dos días, y que me mantendría al tanto del trayecto. Y ahora la guerra estaba justo debajo del castillo.
—Voy —respondió Gerald con calma glacial. Luego, sin apartar la mirada de mí, añadió—: Envíen guardias.
El sonido de pasos apresurados se alejó por el pasillo.
Nos levantamos a la vez, ambos impulsados por el deber... aunque en lados opuestos. La habitación se llenó del sonido de telas y cuero mientras nos vestíamos a toda prisa.
Mi respiración era un nudo de furia y desesperación.
"Sennar, ¿qué carajos ocurrió...?"
Quise gritar, confesar todo, decirle a Gerald que debía confiar en mí... en mi hermana. Pero mis labios se cerraron con un miedo más grande: el de perderlo antes de tiempo.
Él no habló. Ni una sola palabra mientras se ajustaba el cinturón de la espada y echaba la capa sobre sus hombros. Pero su silencio decía más que cualquier amenaza. Él sabía. O al menos sospechaba.
Cuando por fin estuvo listo, se acercó a mí. Me sujetó del cuello con una mano firme y me besó. Fue un beso urgente, desesperado, un choque de dientes y aire robado que me dejó tambaleando.
Se apartó apenas lo suficiente para mirarme a los ojos.
—Mantente a salvo —ordenó. Su voz era grave, cargada de algo más fuerte que la ira—. Si sobrevivimos a esta noche, escaparemos juntos. Lo juro.
Antes de que pudiera responder, abrió la puerta y salió con paso resuelto, tragado por las sombras del pasillo.
Me quedé quieto, con el eco de su promesa apretándome el pecho.
“Escapar juntos.”
Palabras imposibles...
Hermosas, pero crueles.
Esperé unos minutos, contando las pulsaciones como si fueran granos de arena en un reloj. Luego salí corriendo en dirección al tribunal.
El castillo ya hervía con gritos, pasos, campanas que resonaban con la brutalidad de un corazón desbocado.
Avancé por los corredores, esquivando soldados que corrían en dirección contraria. El estruendo metálico de las lanzas y espadas resonaba contra las piedras. El aire olía a humo, a miedo y... a magia.
Mi única idea era llegar antes, ver a Caelya... abrirle los ojos y descubrir quién la había traicionado. A todos.
Pero no llegué.
Un murmullo detrás de mí me erizó la nuca. Antes de girar, algo duro me golpeó en la cabeza. El mundo se tambaleó, pero no caí. Me aferré a la pared, con la visión borrosa en destellos rojos.
Dos hombres surgieron de la esquina. No eran soldados comunes: sus armaduras estaban manchadas de barro, sin insignias visibles. Me sujetaron de los brazos con fuerza, apretándome las muñecas hasta entumecerlas.
—El traidor —escupió uno, con una sonrisa mezclada con un gesto de asco.
Intenté zafarme, pero el segundo me golpeó en el estómago, arrancándome el aire.
—No lo maten aún —advirtió el primero, inclinándose para que solo yo lo oyera—. El brujo quiere verlo vivo.
Lo miré, aturdido, con la sangre bombeándome en las sienes.
—¿Qué… brujo?
Su sonrisa se ensanchó.
—El futuro rey.
Esas palabras me atravesaron como una lanza.
Mi mente gritaba que hiciera algo, que me defendiera y escapara. Pero mi cuerpo cedió al segundo golpe que me dieron en la cabeza.
Lo que escuché antes de que la oscuridad me tragara por completo fue la voz de uno de ellos:
—Llévenlo.
Después, nada.
Solo el vacío.