Ariadna, cogía sol en su balcón bebiendo de un exótico cóctel, dizque sin una gota de alcohol, le importaba un bledo la estúpida regla de su madre.
No te atrevas a embriagarte, jovencita.
Revoloteó los ojos.
No iba a volverse una ebria por una copa. Además, que hipócrita al decirle eso la mujer que perdía los estribos cuando se drogaba con las dosis que, ilegalmente, le suministraba su doctor. ¿Cómo lograba algo así? Su madre se revolcaba con ese viejo verde con tal de mantener la adicción, ese vicio que la estaba arrastrando a una vida miserable. Sí, aunque parecía tenerlo todo a sus pies, Evangelini no era más que una adulta de treinta y cinco años, ya baldía, depresiva, hundida en la oscuridad que provocó sus malas decisiones.
Admiró una vez más la vista, solo personas privilegiadas podían tener un panorama como ese; debía agradecerle a Evangelini por buscarse un buen partido como Riccardo Valentini. Pero pobre de este, que tenía que cargar con aquel dolor de cabeza hecha mujer.
Se tomó hasta la última gota de la bebida, hizo un puchero. No quería dejar la comodidad de la tumbona para rellenar su copa. Con desparpajo cruzó las piernas, quedándose otro rato largo ahí.
Ya empezaba a extrañar su hogar en New York, sobre todo los servicios de una servidumbre que con tronar los dedos, satisfacía sus órdenes. Se desinfló, Las Vegas era fabulosa, y lo sería aún más si pudiera salir a explorar esos lugares de la ciudad de la luces, la ciudad del descontrol. Moría por ir a casinos, por perder la cabeza con una ronda de vodka, o bailar hasta el amanecer en un club con algún desconocido. Hasta se atrevió a fantasear con perder... una noche de esas, durante su estadía ahí.
Tenía que idear un plan, encontrar la forma de escaparse.
Maldijo el día que su padrastro contrató a dos fornidos hombres, un par de gorilas cargados de testosterona, estrambóticos, hasta parecían ser fisicoculturistas. Estos guardaespaldas día y noche en la entrada de cada lugar en el que se alojaban, le complicaba el escape, atreverse a romper las reglas como antes; tal vez inventarse un buen pretexto le caía bien, como la urgente necesidad de ir a comprar a la farmacia unos toallas sanitarias, cualquier cosa femenina que se le ocurriera. ¡Agh! Es que la vida no podía ser más injusta, tentándola de esa manera.
Carrie Hill se iluminó en la pantalla de su móvil, con una llamada entrante. Era su amiga, así consideraba a la joven de su edad, que la había descubierto dándose unos besos con su hermano, Caden, un apuesto muchacho cuatro años mayor.
Recordaba ese día, osado, con una traviesa sonrisa atravesando sus labios cincelados. Los Hill, una familia integrada por mamá cariñosa, papá atento, hija consentida y el egocéntrico hijo mayor, eran sus vecinos.
Estuvo a poco de entregarse a ese irresistible chico de ojos cafés, y Carrie los interrumpió. De esa incómoda manera la conoció. Y el hecho no hacía más de seis meses.
—¡Hey!
—Hola Ari, te he pasado los apuntes y la tarea por correo, ¿qué me cuentas?
Una de las ventajas de cursar el año con mi Best Friend. Me pasaba la tarea, lo que necesitaba. Era una chica buena.
—¡Gracias! No he estado haciendo mucho, con los tontos de esos hombres afuera, ya te podrás imaginar.
—Oh, oh, pórtate bien, ¿qué pensabas hacer?
—Vivir la vida, experimentar, no lo sé, lo que se me venga en mente, todo con tal de no estar en este encierro —resoplé sobre la colcha.
—¿Es que no puedes estarte quieta?
—No me va ser un ángel como tú, Carrie.
—Deberías intentarlo, si no quieres meterte en problemas. No olvides cuando…
—¡No tienes que recordármelo! —se apresuró a decirle.
—¡Bien! Entonces no pierdas la cordura.
—Todos perdemos la razón en la vida, incluso tú.
—De seguro la memoria la habré perdido también, porque no recuerdo ese día.
—Te puede pasar, deja que te guste un chico y verás.
—Lo dice a la que le gusta una docena, debo volver a hacer la tarea, estamos en contacto.
—Que te vaya bien, gracias por pasarme los apuntes.
—No es nada, Ari.
—¡Bye!
Resopló dejando el móvil en su regazo. Ya que no tejía un plan claro en su mente de escabullirse, se encaminó a la lujosa habitación. Después de haber cerrando con seguro se tiró a la cama. Miró un rato largo el techo como si fuera lo más entretenido que hacer, lo único. Intentó sacarse a patadas salir esa noche a toda costa del piso, escuchando música de su iPad con los cascos que trajo consigo.
No lo consiguió, ni modo, abrió su correo y se puso a hacer la tarea. Pero la dejó a medias porque su estómago rugió. Moría de hambre. Se hizo unos emparedados de jamón y queso, lo más rápido que pudo elaborar, hasta cortar rodajas de tomate resultaba un acto que de solo pensar le daba pereza.
Dándole una enorme mordida al pan, retornó a su habitación. Se sorprendió al darse cuenta de que la manecillas del reloj daban las dos de la tarde, con razón ese voraz apetito.