Mentiras

1626 Words
+ROSALIA+ Estoy bajando del taxi. Mis piernas tambalean. Y no, no es porque haya tenido relaciones con nadie ni mucho menos un orgasmo —ojalá fuera por eso. Es simple: estoy temblando porque cometí la estupidez más grande de mi vida. Pensar que puedo ser alguien profesional cuando ni siquiera llegué a terminar la universidad o al menos no llegué. Me tiemblan los muslos, los brazos, hasta los pelos de la nuca. Saco las llaves de mi bolso —ese bolso viejo que ya ha visto mejores días, como yo— y camino hacia el apartamento que comparto con Alicia: mi amiga y compañera de apartamento. Tercer piso. No hay ascensor que me salve del desastre emocional que soy. Pero, por suerte, este edificio sí tiene uno. Las puertas se cierran lentamente mientras me miro en el espejo empañado del ascensor. Qué ridiculez la mía. A los veintisiete años, lo único que he logrado con esfuerzo es saltar de cafetería en cafetería. He sido mesera, cajera, lavaplatos ocasional y, en mis días más oscuros, la que limpia las máquinas de café con restos de leche seca. Mi padre se largó cuando yo era una niña. Mi madre… se casó con un cantinero. Sí, un cantinero que vive en un pueblo perdido donde lo más moderno que tienen es un microondas de los noventa. Así que aquí estoy: sola, en Múnich-Alemania, con una amiga que estudia contabilidad y con la absurda idea de que puedo ser la asistente de un CEO millonario. ¿Cómo llegué ahí? No lo sé. Tal vez el universo se confundió de Rosalia. Cuando llego a la puerta del apartamento, me toma dos intentos meter la llave. El tercer intento suena a victoria... pero también a gemido. ¿Qué…? Abro la puerta y me quedo paralizada. Como una estúpida. Alicia. Encima de un hombre. Un gran morenazo, de esos que parecen haber sido tallados por dioses africanos con las manos mojadas. Él la sostiene por la cintura y la embiste desde abajo como si estuvieran grabando una película de adulto sin presupuesto, pero con mucho entusiasmo. Están teniendo el cuchicuchi en el sofá. EN. EL. SOFÁ. Me llevo la mano a la boca y no puedo evitarlo: —¡JAJAJAJA! —me suelto a reír. ¡¿Qué carajos?! Ellos se sobresaltan. Alicia grita un poco, se cubre sus gemelas con el cojín del sofá —que, por cierto, es mío— y el hombre me mira con una mezcla de sorpresa y ganas de seguir. Yo, muy serena, cierro la puerta detrás de mí. —No se apuren —digo entre risas—, pueden continuar. Solo venía a cerrar la puerta. Que no entre la brisa… ni los vecinos. Mierda, lo admito. Me calenté. No porque quiera al panadero —que es el tipo que está con ella, sí, luego te cuento—, sino porque ver a alguien disfrutando así me recordó lo estancada que está mi vida s****l. Voy directo a la cocina, abro el refrigerador y saco la jarra de agua. La sirvo en un vaso y me apoyo en la encimera, todavía escuchando los jadeos amortiguados que vienen del otro lado. Qué vida la mía. Hoy me ofrecieron el trabajo más importante de mi existencia, y aquí estoy, tomando agua tibia mientras mis compañeros de piso hacen cardio en el sofá. Alicia aparece entre jadeos y risas, con una bata de satén que le cubre apenas lo necesario. Su cabello rubio está despeinado y tiene ese brillo que solo tiene después de un buen polvo. —¡No me jodas, Rosalia! —me dice, alzando las cejas—. ¡Me has interrumpido el mejor sexo de mi vida! —¿Ese es el panadero? —pregunto, llevándome el vaso a los labios. —¡SÍ! —dice ella, como si fuera un premio de lotería—. ¿Viste cómo lo hace? Es... como amasar el pan, pero con ritmo. —Solo el pan cubría eso —murmuro, recordando que este hombre siempre llega con delantales y una sonrisa peligrosa. Él aparece detrás de ella, ya vestido, aunque aún con el cuello de la camiseta desalineado. Asiente en silencio, como si me dijera: “Sí, lo hice bien”. Yo lo ignoro y me siento en la banqueta de la cocina. Alicia me sigue y se sienta a mi lado. —¿Cómo te fue en la entrevista? —Bien... —¿Pero...? —me mira con sospecha. —No te veo contenta. Suspiro, juego con el borde del vaso. —Estoy contenta... me contrataron. —¿Te contrataron? ¿Así de fácil? —Sí. Pero eso no es todo... hice fraude. Ella suelta un grito. —¡¿FRAUDE?! —¡Cállate! El panadero todavía no se ha ido —le digo en un susurro apresurado. Ella baja la voz, pero sus ojos chispean de curiosidad. —Dale, cuéntame. Apoyo los codos en la mesa y me cubro el rostro por un momento. —Llevé mi currículum a la empresa. Me llamaron enseguida. Claro que puse “experiencia como cafetera”, pero lo loco es que no me llamaron para eso. Me llamó directamente la oficina del presidente. —¿La presidencia? ¿Para qué? —Asistente personal del presidente. —¡¿QUÉEEE?! —se lleva ambas manos a la boca—. ¿De cafetera a asistente de presidencia? ¿Qué pusiste en esa hoja de vida, bruja? —Nada de mi físico, eso te lo aseguro —le digo levantándome la falda hasta las rodillas para mostrar mis piernas aún temblorosas. Soy morena, cabello castaño hasta la cintura, cuerpo curvilíneo sin exageraciones, y esos ojos verdes que a veces asustan. Pero no. No fue por eso. —Creo que fue lo que puse en mi hoja de vida. Ella me frunce el ceño. —¿Qué pusiste? —Le robé frases a una página de internet. Puse que soy “asistente personal con experiencia”, “administradora destacada”, “contadora con visión estratégica”, y hasta “especialista en coordinación empresarial”. Ella se suelta a reír. —¡No me jodas! ¡¿Y te lo creyeron?! —¡Clarooo que me lo creyeron! Llevaba una falda como esta y una camisa impecable. Caminé como si supiera lo que hacía. Postura recta, mirada firme… y temblando por dentro. —¿Y conociste al presidente? ¿Cómo es? Tragué saliva. Mi cerebro regresó a ese momento en el despacho. A su mirada. A los ojos azul acero que me desvistieron con solo verme. —Sí… lo conocí. Se llama Damián. —Ese nombre suena a sexo. —No es solo el nombre. TODO él es sexo. —Cuenta. TODO. Y así lo hago. Le cuento cómo me recibió. Cómo me miró. Cómo su traje parecía haber sido cosido por manos expertas y malditas que sabían cómo encender a una mujer solo con una chaqueta ajustada. Le cuento cómo su cabello rubio oscuro caía justo como me gustan los finales felices: desordenados. Cómo su voz me atravesó como un orgasmo que nunca llegó. Y cómo... cuando me estrechó la mano... mi cuerpo se humedeció de forma traicionera. Alicia está pegada a mí, con los ojos como platos. —¿Y? ¿Te dijo algo insinuante? ¿Te tocó? ¿Te dijo "quítate la ropa"? —¡No! —respondo, aunque parte de mí hubiera querido que sí—. Me miró... como si supiera. —¿Saber qué? —Que yo no soy lo que digo ser. Que no soy una asistente profesional, sino una chica pobre con ropa prestada y una hoja de vida plagiada. —O te miró como hombre que quiere una aventura con su nueva asistente. Eso también. —Mañana tengo que presentarme —digo con la voz trémula, mirando el vacío como si fuera a revelarme el futuro—. ¿Y si no doy la talla? ¿Y si me preguntan algo y me quedo como una idiota? ¿Y si...? —¡Cállate! —me interrumpe Alicia—. ¡Concéntrate, perra! Tienes que darlo todo. No viniste al mundo a ser mesera toda la vida. —¡No entiendes! ¡Esto es una locura! ¡Soy una impostora! ¡Una usurpadora de puestos laborales! ¡Una... una delincuente de oficina! —Dios mío, Rosalía, ya basta del drama. ¿Me dejas hablar o vas a seguir armando tu telenovela de “La Secretaria Falsificada”? Me agarro la cabeza con ambas manos, como si así pudiera contener todos los gritos internos que me rebotan en el cráneo. —Es que… cuando me dijeron cuánto ganaría… ¡me quedé callada! ¡No pude decir que era un error! ¡No quise! Ese dinero… nos sacaría de la ruina, ¿me entiendes? ¡Mira el refrigerador! ¡La despensa! ¡Están más vacíos que mi cuenta bancaria! Alicia se levanta y abre la alacena dramáticamente. —Dios mío, tienes razón… Aquí solo hay una bolsa de arroz inflado y una lata de atún vencida desde el año del orto. —Y llevo haciendo dieta no porque quiera estar delgada, ¡sino porque no tengo qué comer! Alicia me observa con esa mirada que mezcla ternura con ganas de darme una cachetada para que reaccione. —Mira, loca. Sí, la cagaste. Pero la cagaste con estilo. A nadie le llaman de la presidencia de una empresa por escribir “cajera con experiencia en jugos y empanadas”. Algo viste en ese currículum trucho. ¿Y sabes qué más? ¡Puedes hacerlo! —¡No puedo! —chillo y me tiro al suelo como actriz dramática en plena escena final.
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