Ella me tira agua en la cara.
—¡Rosalía, carajo! ¡Tienes 27 años! ¡Una mujer hecha y derecha! ¡Has aguantado clientes borrachos, jefes babosos, horarios de mierda! ¿Y te vas a rendir ahora que por fin te ofrecen algo más que propinas y promesas?
—¡Pero es que no sé qué carajo hace una asistente presidencial! ¡No sé cómo contestar un teléfono con voz sexy! ¡No sé agendar reuniones, ni usar Excel, ni sonreír mientras organizo documentos con café en una mano y el jefe gritando en la otra!
Alicia me agarra de las mejillas y me dice con voz de madre estricta:
—Escúchame bien, te voy a dar un par de frases claves. Las memorizarás como si tu vida dependiera de ello. Cuando no sepas qué decir, tú sonríes, tomas nota y dices: “Lo verificaré con presidencia y me pondré en contacto.” ¿Entendiste?
Asiento como una niña regañada.
—Otra: cuando te pidan algo urgente, tú respondes: “Estoy en ello, señor. Lo tendrá en su bandeja de entrada en breve.”
—¿Y si me preguntan algo técnico?
—¡Google, perra! ¡La IA está para algo! Métete a internet, mira tutoriales, lee blogs. Tienes esta noche para convertirte en la asistente que ese man cree que contrató.
—¿Y si se da cuenta?
—Entonces sonríes con esos ojazos de bosque encantado que tienes, le hablas con seguridad, y le haces creer que él entendió mal. ¿Ok?
Me río entre lágrimas.
—No sé si me das miedo o confianza.
—Un poco de ambas —responde con una sonrisita coqueta mientras saca su celular—. Ahora mismo vamos a buscar todo lo que una asistente ejecutiva debe saber. Vamos, loca, ¡ponte las pilas! Que mañana te vas a levantar como la mujer poderosa que siempre soñaste ser. Aunque tengas que fingirlo al principio.
—Pero... ¿y si me orino encima?
—Entonces llevas calzones de repuesto, como toda mujer precavida. Y tampones por si acaso. Y un chocolate para los nervios. ¡Ahora vístete! Vamos a hacerte un simulacro.
—¿Un qué?
—Un ensayo. Yo seré tu jefe. Tú llegas, me saludas, me ofreces café, y luego me das el resumen de la agenda. Dale, dale, muévete.
Me levanto y me acomodo como puedo, aunque me tiemblen las piernas más que a stripper en su primer show. Voy hasta el pasillo y vuelvo a entrar con mi mejor cara de “profesional empoderada”.
—Buenos días, señor presidente, le traje su café. —Se lo ofrezco con una sonrisa que parece más bien una mueca de terror.
—¿Y cuál es mi agenda de hoy? —pregunta ella, cruzándose de piernas, con la bata semiabierta y esa actitud de CEO caliente de película para adultos.
—Tiene una reunión con... la junta... ejecutiva de... inversiones importantes… —Dios mío, estoy sudando en lugares que no sabía que podían sudar.
—Muy bien, señorita Rosalía. —Se levanta y camina hacia mí con aire de superioridad—. ¿Está segura de que puede con esto?
—¡Sí, señor! —le grito, y de pronto no sé si soy una asistente o una soldado en el ejército.
—Perfecto, entonces —dice acercándose tanto que casi puedo sentir su aliento—. ¿Y si además de asistente quiere que me siente en sus piernas como motivación?
—¡¿Qué?! —chillo.
—¡Es una broma, loca! Aunque con ese jefe que tienes… uno nunca sabe.
—No me jodas. No me puedo enamorar de ese hombre. ¡Debe ser un monstruo corporativo sin alma!
—¿Y si está bueno?
—¡Peor! ¡Imagínate que me ponga nerviosa y le tire el café encima! ¡Me despiden y luego salgo en t****k como “la secretaria más torpe del mundo”!
—O... te vuelve su amante, y se enamora perdidamente de ti, y terminas heredando la empresa. ¡Vamos, Rosalía, tú tienes cuerpo de novela y cara de protagonista!
—¡Cállate, tonta!
Nos reímos las dos como unas locas. Me sirve otro vaso de agua con hielo, pero con una rodaja de limón, como si ya fuera una profesional.
—Hoy dormirás poco —me dice Alicia—. Pero vas a entrar a esa oficina mañana como la reina que finge saber lo que hace, ¿entendiste?
—Entendido, comandante.
—Y ponte esa blusa blanca entallada que te hace ver como si supieras cinco idiomas y usaras tacones desde el útero.
—¿Y si me caigo?
—¡Caes con estilo!
++++++
Tuve una noche pésima. No dormí ni cinco minutos. Me la pasé practicando frente al espejo lo que iba a decir, incluso me vi un tutorial en YouTube sobre cómo hablar con autoridad sin parecer una impostora. Mierda… hasta dónde he llegado. ¿Quién soy? ¿Qué hago? ¿Dónde está Rosalia, la del barrio que ni sabía lo que era “estrategia corporativa”?
Y sí, por si fuera poco, estoy bajando del taxi. ¡Del taxi! Porque Alicia tuvo que prestarme dinero. Humillación nivel dios. Llevo puesto un vestido de esos que se pegan como una segunda piel, al final eso tuve que ponerme... Y con unos tacones tan altos que estoy segura que si me caigo, me rompo la cadera. El cabello lo dejé suelto porque, según Alicia, me da un aire de “mujer poderosa pero sensual”. ¿Poderosa? Siento que me voy a desmayar.
El vestido, por cierto, también es de ella. Porque mi ropa es… bueno, digamos que grita “naca sexy buscando bronca”, y aunque yo la amo, no es el look que necesito para una empresa multinacional. Aquí no vengo a encontrar marido (¿o sí? No, Rosalia, concéntrate), sino a fingir que soy la mejor asistente ejecutiva que el presidente no sabía que necesitaba.
Apenas entro al edificio, la recepcionista —rubia, perfecta, cara de que desayuna agua con limón y aire— me sonríe como si ya supiera que no pertenezco aquí.
—Pase, señorita Rosalia. Luego pase por Recursos Humanos para que le den su identificación.
—Gracias… —le respondo, con una sonrisa que practiqué mil veces frente al espejo. No muy grande, no muy tímida. “Empática, pero eficiente”, como dijo el tutorial.
Camino hacia el ascensor, tambaleándome. No sé si por los nervios o por los tacones. La alfombra parece querer tragarse mis pies. Llego, se abren las puertas, entro, respiro hondo, me acomodo el vestido y justo cuando se están por cerrar…
¡Él!
Él entra.
El mismísimo presidente.
Mierda.
Esto es un cliché. Un cliché de telenovela barata. Estoy en una novela de las nueve, lo juro. Guapo, imponente, alto, traje impecable. Y yo, sudando como si hubiera corrido una maratón en el desierto.
Me da los buenos días.
—Buenos días —respondo con una voz que ni reconozco. ¿Fue muy baja? ¿Muy chillona? ¿Soné como una niña de kínder?
Él lleva un maletín. Pasa junto a mí, y sin querer —o eso quiero creer— roza mi vestido. Y ahí es cuando sucede. El horror. El apocalipsis en tela.
Su maletín, ese inocente portafolio de cuero, tiene una pequeña hebilla. Esa hebilla encuentra una pequeña abertura en mi vestido y... ¡rasga! Literalmente. Como si fuera papel.
Yo contengo el aliento. Miro hacia abajo. La abertura es… generosa.
Muy generosa.
Tanto que si me agacho, probablemente vea mi alma.
—Lo siento —dice él, llevándose la mano a la boca, los ojos abiertos como platos.
—No pasa nada —respondo como si no me doliera el alma—. Fue un accidente.
Intento cubrirme con mis manos, lo cual solo empeora la situación porque me veo más torpe, y encima mi bolso se me cae. Lo recojo con una sonrisa estúpida.
—Puedo… puedo pagarle por el vestido —dice.
—No, no se preocupe, de verdad.
Miro mi pierna. El vestido está rasgado desde el muslo hasta casi la cadera. ¿Es esto legal? ¿Esto cuenta como acoso involuntario? ¿Qué dice el código laboral?
—¿Está segura? —me pregunta.
Asiento. Me acomodo el bolso para cubrir la abertura. El corazón me late tan fuerte que creo que se me va a salir por la boca. Él también lo mira. ¡Maldito! ¿Qué tanto ves?
—Puede disimularlo un poco con el bolso… o… si quiere puede pedir permiso —me sugiere.
—No —respondo, firme—. Es mi primer día. No quiero faltar.
Y trago saliva. Estoy siendo sumisa. Estoy siendo obediente. ¡Pero es que necesito este trabajo! Ese sueldo podría llenar el refri vacío de mi casa. ¡El arroz con aire ya no llena!
Él asiente, serio.
—Hoy tenemos un almuerzo importante. No sé si sea conveniente que asista así…
—Lo entiendo —murmuro, bajando la mirada.
Pero por dentro, quiero gritar. ¿Conveniente? ¿Conveniente, mis ovarios? ¡Yo no tengo la culpa de que su maletín esté diseñado como arma blanca!
—Pero… —agrega, mirándome con esos ojos que parecen leer pensamientos—, puedo prestarle una chaqueta o algo, si lo desea.
Y ahí está.
Tensión s****l.
Sí, porque no me ve como un jefe mira a su asistente, me ve como… como un hombre ve a una mujer con la pierna casi al aire.
Y me muerdo el labio. Mierda, Rosalia, no. No es momento.
—Gracias, lo aprecio mucho —digo, intentando sonar natural.
Las puertas del ascensor se abren.
Y él, como el caballero que parece ser, me deja pasar primero.
Caminamos en silencio. Mis tacones suenan sobre el piso como disparos. El vestido me sigue traicionando. Cada paso que doy parece que va a terminar de rasgarse. ¡Gracias, Alicia, por prestarme un vestido con más historia que los manuscritos del Mar Muerto!
Entramos a la oficina y me dice que hará una llamada en el balcón a lo que me deja sola.
Cuando se va, suelto el aire que llevaba reteniendo como diez minutos. Me siento en la primera silla que veo. No sé si reír, llorar o correr. Quizás las tres.
Tomo mi celular y le escribo a Alicia:
ME RASGO EL VESTIDO, EN EL ASCENSOR, CON ÉL. ¡CON ÉL!
¿QUÉEEE? ¿CUÁL ÉL? ¿EL PRESIDENTEEEE?
SÍ, ¡MI VESTIDO! ¡TU VESTIDO! ¡MI PIERNA QUEDÓ AL AIRE!
JAJAJAJAJA, ESTO PARECE UNA PELÍCULA. ¿TE VIO TODO?
TODO TODO NO, PERO BASTANTE. Y ME DIJO QUE SI QUERÍA IRME. ¡NO! ¡TENGO QUE QUEDARME!
TE DIJE QUE ESE VESTIDO ERA SENSUAL. ES EL DE MI CITA CON LUCAS, EL ABOGADO.
¡LO MATARÍA! ¡TE JURO!
Suspiré.
No hay vuelta atrás.
Ahora soy esa asistente que entra el primer día con un vestido rasgado y se encuentra con el jefe más sexy que mis ojos han visto. Solo me falta una enemiga rubia y un escándalo en el comedor.