Él me mira una vez más, esta vez con una chispa peligrosa en los ojos. —Exacto. Y se va. Sí. Se va. Maldito hijo de su reputísima madre. Mis piernas se cierran de golpe y casi me caigo del lavamanos. Me bajo torpemente, sintiendo cómo el deseo se me desborda por las piernas, literalmente. Me tambaleo hasta el espejo, con el rostro rojo, la respiración disparada y el corazón convertido en un puño furioso. —¡Maldita sea, Damián! —susurro frente al espejo—. ¡Me dejaste así! ¡Me dejaste mal! Me echo agua en la cara. No ayuda. No sirve. Mi piel está encendida, mi cuerpo es una hoguera que necesita… que exige… que suplica alivio. Pero él se ha ido. Y se ha llevado mis bragas. Me miro. Mi rostro es el de una mujer vencida por el deseo. Los labios hinchados, las mejillas encendidas, los

