—Damián —susurra—, te ves demasiado vestido para esto. El agua sigue cayendo, salpicándome. La camiseta se me pega al pecho. Me estoy mojando, sí. Pero eso es lo que menos importa. Mi cuerpo está rígido. La erección duele, tensa, latente. La presión contra el pantalón se vuelve insoportable, como si mi ropa ya no tuviera sentido. —¿Qué estás esperando? —me provoca—. No es tan difícil. Coloco la maquinita en su muslo. Despacio. Pasa por la piel mojada sin resistencia. Es un gesto casi simbólico, porque no hay nada que realmente quitar, pero ella no me pidió que lo hiciera por necesidad. Me lo pidió por juego. Por deseo. Por placer compartido. Ella gime apenas cuando la máquina pasa cerca de donde sus dedos se mueven. El sonido me perfora. —¿Te gusta cuidarme, Damián? —pregunta, sin abr

