+ROSALIA+
Waooo, esto sí es algo maravilloso y único, ya que por primera vez tuve un accidente en mi primer día de trabajo y eso no es todo. ¡Mi jefe manda a comprarme un vestido!
Muero, siiii, de felicidad.
¡Esto es una señal! Una buena señal.
Me siento tan feliz… no sé si por el vestido o porque sobreviví a la vergüenza más monumental de mi existencia. El presidente, mi jefe, me regaló un vestido. No uno cualquiera. No. Uno de esos que solo se ven en revistas de mujeres con apellidos dobles. Un vestido crema, pegado al cuerpo como pecado recién cometido, hasta la rodilla y con un escote decente… pero lo suficientemente atrevido para que mi abuela diga que voy directa al infierno. Y quizás lo esté, pero al menos iré bien vestida.
Me fui al tocador con la cajita en brazos como si cargara a un bebé recién nacido. Me cambié. Me miré en el espejo. Me gusté. Y eso no pasa seguido. Me vi elegante, diferente. Como esas asistentes que en las películas terminan besando al jefe y luego se casan con él... Ok, suficiente con eso.
Salí del baño como si pisara una alfombra roja invisible. Caminé directo a su oficina, porque soy su asistente. SU ASISTENTE. Aunque a veces me mira como si quisiera que fuera otra cosa. No sé… una distracción, una provocación o una sentencia de muerte.
Entré sin tocar, como buena metiche eficiente.
—Acompáñame, tenemos una reunión —me soltó sin mirarme.
Yo solo asentí como buena ovejita obediente. Lo seguí. Claro que lo seguí. ¿Qué más se supone que haga? ¿Decirle que mejor no, que estoy muy nerviosa con el vestido? Ja, claro. Además, ¿por qué estoy nerviosa? Ah, sí… porque tengo el trauma de que la ropa se me rompe en público. Pero este vestido era nuevo. Fino. De marca. No debería romperse… ¿o sí? No sé. Siento que voy a estornudar y la cremallera va a salir disparada como proyectil.
Al entrar al ascensor, me puse un poco incómoda y, para ser honesta, maldije en silencio. No sé por qué, pero prefería tener salidas con él, seguirle la corriente en reuniones incómodas o ir de la mano por un restaurante lujoso, a que me estuviera preguntando sobre cálculo o que tuviera que sentarme frente a la computadora a usar Excel. Lo odio. Es decir, lo detesto con pasión.
Él me miró de reojo mientras las puertas del ascensor se cerraban y me dijo:
—El vestido te queda bien. Camilo sabe de estilo… y de tallas.
Me sonrojé. Porque no solo era su comentario, sino cómo lo dijo, con ese tono que parecía suave, pero tenía algo de peligro. Algo que me hacía sudar las manos.
—Gracias —murmuré, bajando la mirada.
El ascensor se sacudió de pronto. Fue un movimiento brusco, seco, que me hizo perder el equilibrio. Tropecé y choqué contra él, directo a su pecho. Me atrapó con firmeza, sus dos manos aferradas a mi cintura como si hubieran estado esperando ese momento toda la vida. Sentí el calor de sus dedos en mi piel, incluso a través de la tela del vestido.
Y luego… se fue la luz.
Todo. Oscuro.
El ascensor se detuvo por completo.
—¿Estás bien? —preguntó él con calma, como si no estuviéramos atrapados en una caja de metal flotante en el aire.
—Sí —respondí de inmediato, aunque no estaba segura de estarlo—. ¿Vamos a salir pronto?
—Sí, espera, voy a sacar mi celular.
—No —dije, sin pensarlo, y me aferré más a él. Mis brazos subieron por reflejo y lo abracé, con fuerza, como si eso fuera a evitar que la caja cayera al vacío.
—¿Rosalía? —preguntó extrañado. Su voz sonaba más cerca ahora, probablemente porque yo estaba literalmente pegada a su cuerpo como una lapa nerviosa.
—¿El ascensor volverá a la normalidad? ¿Sí? ¿Pronto? ¿Ya mismo?
Él sacó su celular y bufó:
—Maldición… no hay señal.
—¿Quéeee? —exclamé, sintiendo como si algo dentro de mí se rompiera en mil pedazos.
Un zumbido agudo se encendió en mis oídos, me temblaban las manos. Me aferré más fuerte a su camisa, sintiendo el algodón suave bajo mis dedos, el calor de su pecho, el perfume embriagador que siempre usa… pero nada de eso me calmaba. Al contrario. Todo se sentía demasiado.
—¿Qué pasa? —preguntó, alarmado.
Cerré los ojos.
No podía con esto. No podía.
—Lo siento… tengo claustrofobia. —Lo dije en un susurro, pero fue lo suficientemente claro para que él lo entendiera.
El aire se volvió más denso. El silencio más pesado. Empecé a hiperventilar, con una presión horrible en el pecho. Sentía que me faltaba el oxígeno, que todo daba vueltas, que no podía moverme porque el cuerpo me pesaba y, al mismo tiempo, estaba al borde de un ataque.
—Siento que no puedo respirar, que el aire se me va, que la caja se achica… —balbuceé sin abrir los ojos, tratando de enfocarme en otra cosa.
El corazón me latía en los oídos como un tambor tribal, me sudaban las manos, la frente, la espalda. Me dolía el estómago, la cabeza, las piernas me temblaban. No podía concentrarme. Solo quería salir de allí. O desaparecer.
Él me abrazó con más fuerza. No era un abrazo cualquiera, era firme, reconfortante, como si de verdad estuviera sosteniéndome para que no me deshiciera en pedacitos.
—Calma, Rosalía… calma, estoy aquí, no pienso dejarte sola —susurró en mi oído. Su voz bajó, se volvió un murmullo tibio, casi maternal. Casi protector. Pero seguía teniendo ese tono masculino y rasposo que me erizaba los sentidos.
Mis manos se aferraron más fuerte a su camisa. Sus brazos estaban firmes en mi cintura, y sentí su respiración contra mi cuello.
Yo jadeaba como si acabara de correr una maratón, y, sin embargo, no me movía ni un centímetro.