Jugar sucio

1391 Words
—Bueno, ahora a los negocios —dice con una sonrisa de esas de “yo no tengo idea del infierno que acaba de pasar” mientras se sienta de nuevo—. Me gustaría que me envíes con mis abogados el contrato. Lo revisaré. Yo lo miro. ¡Pobre hombre! No sabe con quién se ha casado. —Ya sé lo del negocio —continúa él, mirando a Damián con interés genuino—. He investigado. Y quiero que crezcas. Que salgas de aquí. Que seas internacional. Y con mi ayuda puedes lograrlo. Ajá… claro… ahora sí todos son buenos. Damián asiente, y yo apenas escucho lo que están hablando. Estoy demasiado ocupada observando a Charlotte. Esa mujer que no deja de sonreír como una maldita perra que ha marcado territorio. No sé qué siento. Entre rabia, asco, pena ajena y… celos. Sí. Celos. Porque esa mujer fue la esposa de mi jefe. Porque habla de su historia como si me estuviera anunciando que hay una maldición sobre cualquiera que se meta con él. Porque la enana, quien quiera que sea, fue su “amor de la vida”, y ahora yo soy la “temporal”. Una parte de mí quiere gritar. Otra quiere agarrar la copa y lanzársela encima. Y otra quiere levantarme, decirles a todos que se jodan y salir de ahí como la diva que soy. Pero no. Me quedo sentada. Con la espalda recta. Las piernas cruzadas. Sonriendo con los labios pero no con los ojos. Porque si algo sé hacer, es fingir. Fingir que no me importa. Fingir que soy la mujer más segura de este lugar. Fingir que no me tiembla el alma después de oír lo que oí. —¿Rosalía? —me dice Efraín, sonriendo—. ¿Qué opinas del lugar? ¿Te gusta? Miro a Charlotte. Me sonríe con esa sonrisa de “cállate, muñeca”. —Me encanta —le digo a Efraín sin apartar la mirada de su mujer—. Me hace sentir como en casa. Charlotte entrecierra los ojos. Juego, perra. Esto apenas empieza. ++++++++++++++++++ —Nena, ¿puedes acompañarme al tocador? —la voz de Charlotte resonó tan dulzona como una gota de veneno en copa de champán—. Dejemos a los caballeros, ellos hablarán de negocios… tan aburrido, a lo que veo. Giré lentamente la cabeza hacia Damián, no porque necesitara su aprobación, sino porque quería ver su reacción. Él me miraba con esos ojos oscuros y tensos, como si me rogara en silencio que no me fuera, que no dejara que esa mujer me arrastrara a su terreno. Pero no soy cobarde. Cobarde no es una palabra que encaje en mi diccionario. Así que me levanté con calma, alzando la barbilla y mostrando mi mejor sonrisa. —Vamos —le dije a Charlotte sin titubear, aunque por dentro ardía, porque sabía que esto era un juego, y yo no pensaba perder. Antes de que pudiera dar un paso, Damián se puso de pie también. Se acercó, me tomó de la mano con fuerza y, sin pedir permiso, sin dudarlo, me besó en los labios. No fue un beso apasionado ni salvaje, fue tierno, cálido, como una promesa muda en medio de un campo minado. Sus labios susurraron sobre los míos y, con una voz ronca, me dijo: —Ten cuidado. Asentí, sin decir una palabra, porque sabía que me observaba Efraín y aquella víbora vestida de seda. —Aaaah —dijo Charlotte, exagerando como la actriz de segunda que es—, ¡qué romántico! Mi amor, así somos los dos—añadió, dirigiéndose a su esposo como si estuviera protagonizando una comedia barata. —Sí —respondió Efraín con voz grave y mirada calculadora—. Me gusta que Damián haya traído a su novia. Ahora podremos convivir… y más en las reuniones que se aproximan. ¡Mierda!, pensé. ¿Reuniones? ¿Más escenas como esta? ¿Más banquetes llenos de veneno, sonrisas falsas y amenazas disfrazadas de cortesía? Nos alejamos, Charlotte caminando con esa seguridad ensayada, con sus caderas marcando un ritmo de poder, y yo siguiéndola. Sí, como una perra… pero una perra con colmillos. De las que muerden. De las que desangran. El tocador era tan elegante que me dieron ganas de reírme. Mármol blanco, espejos dorados, lavamanos que parecían obras de arte y un aroma a rosas carísimas flotando en el aire. Ella entró en uno de los cubículos mientras yo me quedé frente al espejo, observándome. Observando esa versión de mí que parecía imperturbable, con los labios pintados perfectos y los ojos sin una sola lágrima, aunque por dentro todo era lava. Lava hirviendo. Charlotte salió al poco tiempo, se ajustó la ropa carísima, se miró al espejo, y me sonrió con una calma que me erizó la piel. —Eres linda, Rosalía —me dijo, como si eso me fuera a tranquilizar o a comprar. Como si una mujer como yo se dejara aplacar por un piropo de lástima. —Gracias —respondí con sequedad, manteniendo la mirada fija en la mía, la que devolvía el espejo. —Espero que seamos amigas. Esa frase me hizo arquear una ceja. ¿Amigas? ¿Ella y yo? ¿Después de todo lo que acababa de decir? La mujer que casi escupe en mi cara que su hermana podría robarme a Damián en un suspiro. Pero me mantuve en silencio. No porque estuviera de acuerdo. Sino porque el silencio a veces es más letal que cualquier palabra. Charlotte siguió hablando mientras sacaba un labial y se lo aplicaba como si su lengua venenosa no hubiera soltado todo ese veneno minutos antes. —Y en serio —dijo, bajando la voz como si fuéramos cómplices de algo oscuro y morboso—, tienes que dominar a ese hombre. Mi hermana te lo puede quitar. Y no es broma. Ella lo desnuda con solo mirarlo. Lo hace acabar con una caricia. Tienes que ser más que linda, Rosalía… tienes que ser una gata en la cama. Una perra. Una fiera. La miré. No me giré por completo, solo la observé por el reflejo. —¿Y tú? ¿Tú también eres gata, perra y fiera con tu esposo? —le pregunté con una media sonrisa. Charlotte se rió, un sonido hueco y artificial. —Mi amor, yo soy una diosa en la cama. Mi esposo hace lo que yo quiero. Siempre. Y eso es porque no solo soy bella y elegante. Soy obscena cuando se necesita. Sucia. Guarra. Porque los hombres… —se giró hacia mí como si estuviera revelándome la fórmula secreta del éxito—, no se enamoran de las damas. Se obsesionan con las putas que se lo tragan todo, que se les montan arriba y les arañan el pecho mientras gimen su nombre. ¿Me entiendes? Sentí un hormigueo por la columna. No por lo que decía, sino por la manera. Por esa mezcla de asco y verdad que tienen ciertas cosas. No me iba a escandalizar. He escuchado y hecho cosas peores. Pero esa mujer… tenía una forma de hablar como si estuviera dándome clases, como si yo no supiera jugar con fuego. Como si no supiera lo que es convertir una cama en un campo de batalla. —¿Y qué crees que soy yo? —le respondí con voz tranquila pero firme—. ¿Una muñeca de porcelana? ¿Una virgen santurrona? No, Charlotte. Yo también sé montar. También sé morder. Y cuando quiero… sé dejar marcas que no se borran. Charlotte alzó las cejas, sorprendida por mi respuesta, pero luego sonrió. —Me gusta. Así me gusta. Ya veo por qué Damián te eligió. Pero cuidado… a veces los hombres eligen lo nuevo por lo prohibido, no por lo que aman. Recuerda eso. —Y tú recuerda esto —dije mientras me miraba al espejo—: No necesito ser su primer amor. Solo necesito ser su último. Y eso, querida, no se logra siendo solo buena en la cama. Se logra siendo inolvidable. Charlotte se quedó mirándome, y por primera vez, vi en sus ojos algo que no era burla, ni arrogancia, ni superioridad. Vi una chispa de respeto. Y un poquito de miedo. —Bien dicho —murmuró, y volvió a mirarse al espejo.
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