¡¿Un beso?!

1371 Words
+++ Me aferré a él como si pudiera fundirme en su cuerpo, desaparecer entre su aroma y su calor. No era justo que tuviera esa voz tan grave, esos brazos tan grandes, ese corazón latiendo tan firme, tan seguro… mientras yo era un temblor humano. De pronto su celular es lo que llegaba alumbrar nuestros rostros. —Respira conmigo —susurró cerca de mi oído—. Inhala… exhala. Hazlo conmigo. Lo hice. Porque cuando él lo dice así, no se le puede decir que no. Inhalé. Exhalé. Cerré los ojos y dejé que su pecho fuera mi ancla, su perfume mi oxígeno, su voz mi guía. —Eso es… así, muy bien —murmuró. Y lo juro, si no fuera porque estaba al borde de la muerte emocional, pensaría que me estaba seduciendo. Porque yo no puedo concentrarme si me acarician la espalda así. Sí, lo estaba haciendo. Despacio, como si supiera exactamente dónde colocar sus dedos para que el mundo dejara de girar. Y funcionaba. De alguna manera retorcida y deliciosamente equivocada, estaba funcionando. —Damián… —susurré su nombre sin querer. No “jefe”, no “señor”, no “usted”. Solo él. Damián. Y fue como decir una palabra mágica. Me separó un poco, solo lo justo para mirarme a los ojos. En la penumbra, su rostro se veía distinto. Más joven. Más real. Más… deseable. —Ya estás mejor —dijo. Pero no era una pregunta. Era una afirmación cargada de intención. Asentí con un pequeño movimiento de cabeza. Pero no lo solté. Ni él a mí. Nuestros cuerpos estaban demasiado cerca, nuestros alientos mezclándose en el escaso espacio entre labios. Y en esa oscuridad, donde nada era lógico y todo estaba suspendido, yo solo pensé en una cosa: ¿Y si lo beso? ¿Y si esta claustrofobia sirve de excusa para hacer algo que no me atrevería con las luces encendidas? ¿Y si su boca tiene sabor a peligro, a contrato firmado, a tentación en forma de saliva? Me mordí el labio. Él lo notó. Sus ojos bajaron a mi boca. Mi corazón decidió que era momento de hacer acrobacias olímpicas dentro del pecho. —¿Estás segura de que estás bien? —susurró. —Estoy mejor —dije. No mentía. No del todo. Él sonrió. Una sonrisa torcida. Soberbia. De esas que dicen “sé lo que estás pensando y me gusta”. Y entonces su mano subió a mi mejilla, apenas un roce, un roce que quemaba. Y no sé cómo pasó, ni quién dio el primer paso. Solo sé que en la siguiente exhalación, sus labios estaban sobre los míos. Fue un beso lento, profundo, de esos que no piden permiso. Uno que no tiene reloj, ni reglas, ni arrepentimientos. Su lengua acarició la mía como si ya supiera el camino. Sus dedos se enterraron en mi cintura, acercándome más, presionando nuestros cuerpos como si buscara fundirnos. Me perdí. Me encontré. Me derretí. Y cuando el ascensor tembló otra vez, y las luces parpadearon, y el motor volvió a la vida con un gemido metálico… …nos separamos. Ambos jadeábamos. Con las bocas húmedas. Con la piel ardiendo. —Ya está —dijo él, despeinando mi cabello como si eso pudiera borrar lo que acababa de pasar—. El ascensor se mueve. Yo no podía hablar. Porque si hablaba, iba a gritar. O a rogarle que lo repitiera. ++++++++++++ Las puertas del ascensor se abrieron con ese sonido metálico y chirriante que parecía anunciar la segunda venida. Yo, por mi parte, intenté recomponerme como una mujer decente, aunque sentía que había dejado un pedazo de alma pegado en la camisa de mi jefe. Me alisé el vestido, respiré hondo y caminé como si no acabara de tener un episodio de pánico, un momento íntimo que nadie pidió y, bueno… un beso. UN BESO. ¡Con mi jefe! Damián salió primero del ascensor, imponente, serio, con ese aire de autoridad que haría callar a un salón lleno de políticos corruptos. Yo lo seguí con pasitos cortos, como quien camina por un campo minado. En la entrada del edificio, al menos tres hombres con cara de culpabilidad y olor a miedo estaban esperándolo. —¿Está bien, señor? —preguntaron casi al unísono. Él no les dedicó una sola mirada cálida. Nada. Frío. Cortante. Su voz fue un cuchillo con filo recién afilado: —No quiero que esto vuelva a ocurrir. ¿Quedó claro? —Sí, señor. Disculpe, fue una falla inesperada del sistema. —Entonces esperen lo inesperado la próxima vez, porque si esto se repite, buscaré otro equipo de mantenimiento. Y con eso, sin un solo "gracias por preocuparse" ni una mueca amable, caminó hacia la salida con una determinación tan poderosa que me dio ganas de aplaudirle. Lo seguí, claro. ¿Cómo no iba a hacerlo? Aunque las piernas me temblaban y la cabeza me daba vueltas. No sabía si era por el encierro, por el susto, por el beso... ¡O por todo junto! Afuera, frente a la entrada de la empresa, nos esperaba su chofer. Un señor impecable, de traje n***o, mirada al frente y manos en el volante como si estuviera manejando el destino. Damián abrió la puerta trasera y se giró apenas para decirme: —Vamos. Yo asentí como una colegiala que acaba de ser invitada a salir por el chico más guapo del colegio, y entré tras él, acomodándome en el asiento como si ese cuero fino me estuviera abrazando. Él sacó su celular, como si nada hubiera pasado. Se puso a revisar mensajes, probablemente de negocios, mientras yo miraba por la ventana con cara de "acabo de besar a mi jefe, ¡DIOS MÍO!" Mi corazón era un rock and roll desenfrenado. No podía parar de repetirlo mentalmente: Me besé con mi jefe. Con mi jefe. Mi jefe. EL JEFE. Yo no sabía si llorar, reír, o bajarme del carro y mudarme a otro país bajo otro nombre. Tal vez en Finlandia no sea delito moral besar a tu jefe atrapada en un ascensor. ¡Qué sé yo! El auto se detuvo. Yo ni cuenta me di de cuánto tiempo llevábamos rodando. Podrían haber sido cinco minutos o media hora. Todo era un borrón en mi cabeza. —Vamos, un socio nos espera —me dijo, saliendo del carro como si fuéramos dos ejecutivos en una película de Netflix. Lo seguí, claro. ¿Qué más? Cuando mis tacones tocaron el suelo, vi el cartel del lugar: "El Oro Especial". Y mi cerebro explotó. ¡Era ese restaurante! El de las listas de espera eternas, el que todo el mundo en la ciudad mencionaba cuando hablaban de comida lujosa. Uno de esos donde hasta el agua tiene nombre francés y los camareros parecen sacados de Vogue. Waooo... pensé. Esto no es real. ¡Esto es una novela! Una telenovela donde la secretaria humilde termina atrapada en un ascensor con el CEO, y ahora almuerzan con millonarios mafiosos en restaurantes de cinco estrellas. Seguía sus pasos como perrita en celo (lo admito), hasta que un caballero perfectamente vestido nos recibió en la entrada. —El señor Volkov lo espera —dijo con una reverencia elegante. Damián asintió con seriedad y yo caminé a su lado. Sí, a su lado, porque de pronto me invadió esa necesidad de parecer alguien importante. ¿Qué hago detrás? El caballero señaló una mesa y Damián se detuvo en seco. Su mano se aferró a la mía. ¡¿QUÉ?! Me giré hacia él, sorprendida, y él, sin despegar sus ojos de los míos, me dijo en voz baja, firme, autoritaria: —Por nada del mundo arruines esta comida. Es un almuerzo de socios, así que sígueme la corriente. Yo asentí. Claro, porque decirle que no hubiera sido como intentar detener un tren con una cuchara. Aunque, entre nosotras, no entendí muy bien qué tenía que ver "seguirle la corriente" con agarrarme la mano como si fuéramos pareja en una boda civil. Pero bueno… uno no discute con un hombre que habla como mafia rusa y huele a Armani. Retomamos la caminata y cuando llegamos a la mesa, el caballero dijo: —Aquí es.
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