ALARIC
Estaba de pie en mi cabaña, frente a la chimenea. A mi izquierda, una ventana mostraba un cielo de Noche tan oscuro como mis emociones enredadas. Mi hogar claramente había vivido mejores tiempos: el suelo crujía bajo mis pies, las paredes estaban agrietadas y todo el lugar se beneficiaría de una buena capa de cera. Pero en la manada Wildrift, mi manada, apenas había tiempo para esos lujos.
Éramos setenta y cinco cabañas en total, lo que nos convertía en la manada más pequeña de toda la zona. La más grande, por supuesto, era la de los Goldfang, con más de siete veces nuestra cantidad de hogares y la mayor cantidad de recursos.
Aunque había otras manadas pequeñas en los alrededores, nosotros nos las arreglábamos con mucho menos que las demás. Usábamos velas, linternas y generadores viejos a gasolina para alimentar el recinto. Escondidos en el norte de Montana, nuestra tierra era tan fértil como cualquier otra, y teníamos docenas de fuentes termales ocultas en nuestros bosques. Teníamos muy pocos lujos, pero antes de que yo tomara el mando, teníamos aún menos.
Apoyé la mano sobre la repisa y pasé los dedos por la madera vieja y áspera. Mi mano casi cubría todo su ancho. Todos los lobos eran fuertes, pero como Alfa, podría arrancar esa repisa de la pared con la misma facilidad con la que se arranca una mala hierba. Jamás destruiría mi propia casa. Pero con el humor que tenía últimamente, casi deseaba hacerlo.
La leña dentro de la chimenea no era más que un montón humeante, a pesar del viento frío de Montana golpeando la madera. No me importaba el frío. No me importaba que mi cabaña fuera poco más que una pila de leña lista para alimentar un fuego mucho mayor. Me gustaba el aspecto viejo y rústico del lugar—encajaba conmigo en casi todos los sentidos.
Cerré los ojos y eché los hombros hacia atrás, sintiendo cómo mis músculos crujían y se tensaban. Por dentro, mi lobo iba de un lado a otro, con el pelaje erizado. Lo había dejado salir solo unas horas antes para correr un rato, pero quizás tendría que hacerlo de nuevo. Mi lobo y yo normalmente estábamos sincronizados, pero últimamente, estábamos en conflicto.
Como Alfa de los Wildrift, un cargo que había ocupado desde los dieciséis años, llevaba sobre los hombros una responsabilidad suficiente para quebrar a cualquier otro lobo. Por eso mantenía a mi lobo y a mí mismo con la correa bien corta. Por eso no aceptaba nada menos que la perfección de parte de ambos.
Así que siempre era un maldito fastidio cuando mi lobo se ponía inquieto. Me hacía sentir al límite—menos en control de mí mismo. Cuando estaba así, cualquier cosa podía hacerme estallar, y me costaba mantener mis objetivos claros. Una carrera por el aire frío de la noche tal vez fuera justo lo que necesitaba para calmar a ese maldito animal.
Crucé los dedos y me hice sonar el cuello, solo para moverme un poco. Parte de la razón por la que mi lobo estaba tan alterado era porque había tenido ese sueño otra vez—el sueño con ella, la chica de ojos azul grisáceo. Incluso ahora los veía al cerrar los míos, como un par de fuegos fatuos que me tentaban a acercarme. No sabía si esos fuegos me llevaban a mi perdición o a mi destino, pero tampoco importaba.
Mi lobo gruñó bajo, y mis dientes empezaron a retraerse desde los colmillos. Por más maravillosos que se sintieran esos sueños mientras los tenía, al despertar los detestaba por cómo me jodían la cabeza. Incluyendo el de la noche anterior, ya eran al menos una docena de veces que había tenido sueños similares, pero no tenía ni puta idea de qué los causaba ni qué significaban.
Más de una vez había intentado hablar con mi madre sobre cómo me atormentaban. Violet Calder era una de las pocas lobas en los Wildrift que realmente comprendía los aspectos místicos de ser un cambia formas. Era una lectora voraz de los antiguos caminos—las formas de la magia y el mito hechos realidad. Trabajaba de cerca con nuestros Ancianos, cada uno de ellos pilares de sabiduría en su propia medida. A menudo realizaba rituales espirituales para los lobos que pedían su ayuda. Pero cuando le contaba mis sueños, no podía estar seguro de que no se estuviera burlando de mí.
—¿Noche agitada? —me preguntó esa mañana al verme con el cabello n***o alborotado por el sueño y la marca de la almohada aún visible en mi mejilla—. ¿Soñaste con la chica de ojos fantasmas?
Me había frotado la cara con la mano. No era raro que mamá se metiera en mi cabaña mientras dormía. Solía molestarme, pero hacía tiempo que había dejado de decirle que se mantuviera alejada. Además, sus visitas no interferían con mis deberes, así que no tenía motivos reales para quejarme.
—Es demasiado temprano para esto, mamá —dije con un suspiro.
Ella sonrió, y sus dientes brillaron bajo la luz de la mañana. Tenía el cabello peinado hacia atrás y sus pequeñas manos rodeaban una de mis tazas más grandes.
—No estoy de acuerdo. Ahora es el mejor momento para hablar de tu sueño, mientras aún lo tienes fresco en la mente.
De mala gana, admití que sí, había soñado con la chica otra vez, y que no, no estaba ni un poco más cerca de averiguar quién demonios era. Como siempre, el sueño era demasiado oscuro como para distinguir los detalles de su rostro. Esa parte me frustraba especialmente. Tenía visión perfecta tanto durante la noche como en el día; ¿por qué estos sueños me la quitaban? ¿Solo para mantener en secreto la identidad de la chica? ¿Por qué?
—Ah, bueno, esas cosas suelen ser parte del proceso para descubrir tu destino divino —dijo—. A medida que te acerques a tu destino, estoy segura de que los sueños te darán más pistas que solo una chica hermosa cuyo rostro no puedes ver.
La miré con seriedad, fijando mis ojos verdes en los suyos—que eran igual de verdes, pero en ese momento, más juguetones.
—Mamá, en serio. Sabes que no creo en esa mierda del destino.
Ella pasó junto a mí sin inmutarse por mi mal humor.
—Lo entenderás mejor con el tiempo, querido. Estás al borde de algo maravilloso.
Yo no lo tenía tan claro. El destino me había repartido una mano de mierda hace mucho tiempo. No había forma de que volviera ahora para darme algo bueno.
—No lo sé, mamá. Tal vez los sueños me están diciendo que ya es hora de poner mis planes en marcha.
Se detuvo, con los hombros tensos.
—Tal vez tengas razón —dijo, y el tono de su voz ya no tenía ni rastro de sonrisa—. Y si es así... bueno, debes saber que no estás destinado a ser el mismo desastre que fue tu padre.
No me gustaba discutir con ella, pero ese era otro de los temas en los que no estábamos de acuerdo. Sueños, destino, desastre... todas esas cosas tenían las mismas connotaciones negativas para mí. ¿Por qué debería perder el tiempo pensando en los “podría ser” cuando tenía una manada que proteger? Yo era quien tenía el control de mi vida. Cualquier riesgo que tomara, cualquier oportunidad que dejara pasar, eran decisiones mías. Un par de piernas largas, piel cálida y suave, y una entrepierna que sabía a miel salada no deberían haber sido suficientes para derribarme por completo.
Y sin embargo, ahí estaba, inquieto y distraído.
Ya había pasado la mitad de la noche, y me sentía lleno de energía. Empecé a pasear de un lado a otro frente a la repisa. No tenía cabeza para el misticismo, ni tiempo para perderme en esos sueños, pero en algo sí estaba de acuerdo con mamá: estaba al borde de algo.
Había una energía diferente en el aire, una tensión. La sentía en los huesos. Algo estaba a punto de cambiar para mí y para mi manada. Estaba seguro de que, fuera lo que fuera ese cambio, por fin pondría fin al dominio que los Colmillos Dorados habían mantenido sobre estas tierras durante décadas.
Llamaron a la puerta y me giré en seco, con el lobo rugiendo dentro de mí. Estuve a punto de transformarme en ese mismo instante.
—Tranquilo… tranquilo —murmuré para calmarlo, y el lobo comenzó a serenarse.
Percibí un aroma familiar al otro lado de la puerta: mi beta, Dominic Slate. Mientras me controlaba, Dom entró.
Cruzando los brazos, le dije:
—Todavía no aprendes modales, Dom.
—¿Para qué molestarse en aprenderlos? No me impediría entrar cuando sé que me necesitas.
—¿Quién dice que te necesito? —bufé.
—Creo que los dos sabemos lo perdido que estarías sin mí, Alaric.
Observé al hombre que era mi beta, mi mano derecha y mi mejor amigo. Dom no alcanzaba mis uno noventa y cinco de altura, pero le faltaban solo unos centímetros. Tenía los hombros anchos y musculosos, como si fuera una roca andante, y cicatrices viejas recorriéndole los brazos. Siempre las llevaba a la vista. A simple vista, cualquiera asumiría que era peligroso. Pero esa suposición desaparecía en cuanto uno se fijaba en sus ojos castaños oscuros, su cabello rubio ceniza y los malditos hoyuelos que se le marcaban cuando sonreía.
Dom era una contradicción andante, ahuyentando a la gente con su sarcasmo y franqueza o atrayéndola con esa sonrisa traviesa. Podía hacerse amigo de cualquiera, y a menos que lo traicionaran, jamás les daría la espalda. Sabía cómo descolocar a los demás, cómo descubrir qué los hacía funcionar.
Y lo peor era que Dom sabía perfectamente el efecto que causaba. Cuando no estaba siendo un imbécil sarcástico, incluso encontraba útiles esas cualidades. Habíamos crecido juntos en la pobreza del territorio de los Wildrifts. Luchamos por las sobras y nos defendimos el uno al otro cuando los lobos más grandes nos atacaban. Dom era familia, y por eso era uno de los pocos que podían llamarme por mi primer nombre. Todos los demás me llamaban Alfa Alaric o Calder.
Dom se acercó a mí y descrucé los brazos. Nos sujetamos de los antebrazos y nos dimos un rápido abrazo antes de separarnos. La sonrisa que traía había desaparecido por completo; sus cejas estaban fruncidas y la línea de su boca era dura. No era el beta bromista que conocía.
—¿Caminamos un poco? —preguntó.
Asentí. Ante su expresión, dejé de lado todos los pensamientos sobre mamá, el destino y la mujer que me perseguía en sueños.
El aire frío de la noche afuera de mi cabaña olía ligeramente dulce; las flores de finales de primavera habían liberado su fragancia para el disfrute de todos. Mi manada estaba sumida en la oscuridad, pero como los cambiantes solían mantenerse activos en las noches tardías, las antorchas y faroles iluminaban la mayoría de las cabañas. Era una vista encantadora, pero Dom y yo nos alejamos del campamento y nos internamos en la arboleda cerca de mi cabaña. Teníamos algo serio que discutir.
—Tengo noticias —dijo Dom.
—Adelante.
—Recibimos noticias anoche. El Alfa de los Colmillos Dorados murió.
Me quedé completamente inmóvil, tanto que incluso mi lobo guardó silencio. No era el silencio del miedo o la tristeza, sino más bien la calma que precede a una tormenta terrible.
Dom, percibiendo el cambio en mí, dio un paso al costado, pero continuó hablando.
—Ya comenzaron la semana de luto y celebraciones. En cinco días, Jaxon Blackfang pedirá posibles retadores antes de tomar su lugar como Alfa. Aparentemente, nadie espera que tenga que enfrentarse a alguien.
Un gruñido escapó de mi garganta al oír esas últimas palabras. Claro que sí, ese imbécil… hasta su título le caerá en bandeja de plata. Mi lobo aullaba y se agitaba dentro de mí, ansioso por salir, y estuve a punto de dejarlo libre. Mi deseo de venganza alimentaba la furia que hervía en mis entrañas. La manada de los Colmillos Dorados no debía pertenecer a Jaxon. Los Blackfangs gobernaban con miedo, control y concursos de popularidad. Era una vergüenza.
Esa manada debía ser mía, y tenía toda la intención de ir a reclamarla. Torvald Blackfang, un bastardo y cobarde, finalmente estaba muerto tras semanas postrado en cama. Debería sentirme satisfecho con la noticia, pero lo único que sentía era vacío. Torvald no era solo el Alfa de la manada que había condenado a la mía a la miseria; era mi padre. El hombre que se acostó con mi madre y luego la abandonó a una vida sin pareja. Y a mí, a una vida sin padre.
—¿Cómo murió? —pregunté.
Incluso las hojas parecían contener el aliento, y Dom y yo habíamos dejado de caminar.
—Mientras dormía.
Arranqué una rama gruesa y firme de un árbol cercano, y la madera crujió al astillarse. Con un gruñido, partí la rama contra mi rodilla y arrojé los restos.
—Una muerte pacífica es demasiado para él —espeté.
Dom no se inmutó ante mi rabia. Era un beta excelente, que se dedicaba a ser mi segundo con todo lo que tenía. Iría hasta el fin del mundo por mí.
No era el único que odiaba al Alfa de los Colmillos Dorados. No había un solo lobo en mi manada que no disfrutara la oportunidad de matar a un Blackfang. Pero Dom era el único, aparte de mi madre, que sabía por qué odiaba tanto a Torvald.
Sabía que a veces lo confundía, pero Dom entendía de lo que era capaz. Sabía que buscaba poner fin a la opresión que había sufrido nuestra manada. Cuando eso ocurriera, ya no habría escaramuzas cuando los Wildrifts y los Colmillos Dorados coincidieran en la ciudad. Ya no seríamos víctimas de emboscadas mientras patrullábamos o cazábamos. Y finalmente podríamos comerciar con otras manadas de la región, como los Camas, que alguna vez fueron aliados de los Wildrifts.
Pero un buen beta no era uno obediente sin mente propia. A veces él y yo no estábamos de acuerdo sobre cómo abordar un problema. Esas discusiones eran parte vital de la dinámica Alfa/beta.
—No estoy de acuerdo —dijo Dom.
Lo miré con una mirada penetrante.
—¿Después de todo lo que hizo la manada de los Colmillos Dorados, crees que Torvald recibió lo que merecía?
Dom se mantuvo firme.
—Me habría encantado arrancarle la garganta tanto como a cualquiera. Pero no es eso lo que estoy diciendo. Morir mientras duerme no es forma de irse para un guerrero. Debería haber muerto luchando, pero no tuvo ese honor.
Guardé silencio, dejando que sus palabras se asentaran. Había soñado con enfrentarme a Torvald en territorio de los Colmillos Dorados, de arrancarle el manto de Alfa a los Blackfangs y tomarlo como propio. A la luz de su muerte, y con esta nueva perspectiva que Dom me ofrecía, comprendí que no tenía que ver la forma en que murió como una afrenta a mi honor.
Con un obstáculo menos en mi camino, podía enfrentar a ese hijo llorón de Torvald… a mi medio hermano llorón… cara a cara.
Miré a Dom con una creciente gratitud. Necesitaba recordar que tenía gente de mi lado, o corría el riesgo de convertirme en el mismo hombre vergonzoso que había sido mi padre.
—Tal vez tengas razón —dije, calmándome—. Tal vez obtuvo exactamente lo que merecía.
Dom asintió.
—Y eso nos da una ventaja.
Era cierto. Con Torvald muerto y Jaxon sin experiencia real como Alfa, los Colmillos Dorados eran un objetivo mucho más fácil.
—Entonces, ¿cuál es el plan, Alaric?
Crucé los brazos, pensativo.
—Reclamaré lo que es mío en la apertura de la ceremonia de desafío.
La sonrisa de Dom mostró unos colmillos tan afilados como los míos.
—Nadie espera que lo desafíen, así que tu presencia hará que Blackfang pierda la cabeza.
—Exacto. —A la luz tenue que salía de la cabaña, los ojos de Dom brillaban con un tono ámbar. Estaba seguro de que los míos también brillaban—. Invadiremos el territorio y lo mataré frente a toda su manada. Nadie podrá disputar nuestro dominio.
—La discreción seguirá siendo clave.
—Por supuesto. Y mientras dure la celebración, todos estarán demasiado borrachos o distraídos para detenernos.
—Cuesta creer que la victoria esté tan cerca. Después de todo lo que han pasado los Wildrifts… —Dom negó con la cabeza—. No puedo esperar a ver el suelo manchado con su sangre.
Yo tampoco podía. De hecho, al pensar en sangre, mi lobo ya salivaba. Esta sed de sangre me hacía pensar que, si de verdad tenía un destino, sería cualquier cosa menos "divino". Crucé los brazos y volví a caminar. Dom me siguió.
—Quiero reunir a nuestros mejores Reeds para afinar los detalles —dije—. Faltan cinco días para la ceremonia del desafío. Es menos tiempo del que me gustaría, pero necesitamos un plan infalible para que esto funcione.
—Por supuesto. Reuniré a los chicos. Una vez que sepamos lo que vamos a hacer, prepararé recorridos con obstáculos y simulacros para que nos movamos como una máquina bien engrasada.
—Eso es lo que me gusta oír. —Mis labios se separaron de mis dientes mientras sonreía—. Más temprano dudaba si salir a correr otra vez, pero creo que ya tomé mi decisión.
Dom sonrió.
—¿Quieres compañía?
—No, estoy bien. Tú encárgate de poner todo en marcha. Hablaremos de nuevo cuando tengamos algo más concreto.
—Entendido.
Corrió de regreso al campamento mientras yo me quitaba la ropa. La luna crecía alta en el cielo mientras recogía mi ropa en un bulto y la escondía entre las ramas de un árbol para recogerla más tarde. Solo hacía diez grados esa noche, pero no sentía el frío.
Permití que mi lobo tomara el control de mi mente mientras yo me desvanecía hacia el fondo. La transformación recorrió mi cuerpo como una onda, reemplazando piel por un espeso pelaje n***o. En segundos, caí sobre las cuatro patas. En esta forma, podía oler los aromas de las flores primaverales con tanta intensidad que casi podía saborearlos en la lengua. Estiré las patas delanteras frente a mí, sacudí el pelaje y luego salí disparado, desapareciendo entre los árboles como una sombra que se disuelve en la oscuridad.
Mis sentidos, agudizados en forma de lobo, me permitieron detectar el rastro de un pequeño conejo a solo unos metros delante de mí. No sería una comida completa, ni de lejos, pero le daría a mi lobo la oportunidad de desahogarse un poco. Con el asesinato fresco en mi mente, perseguí al conejo con una determinación feroz. Lo único que conocía era la profundidad de la noche, el aroma fresco del aire frío y la anticipación de sangre caliente en mi lengua.