KAELIN
Habían pasado dos días desde la muerte de Torvald, pero no estaba más cerca de encontrar una solución al problema de Jaxon. Estaba de pie frente al espejo en mi habitación, alisando la falda de mi vestido para el funeral del Alfa. En el reflejo, vi las flores silvestres sobre mi tocador proyectando largas sombras en la habitación; el anochecer se acercaba rápidamente. Todos en la manada de los Colmillos Dorados comenzarían a reunirse en la parte este del complejo en unos minutos. Mamá y yo estaríamos entre ellos pronto.
—Mamá —llamé—. ¿Estás segura de que tengo que ir a esto? ¿No llamaré... la atención?
—Es un asunto de la manada, cariño —respondió mamá—. Sería más raro si no te presentas.
—¿Estás segura? Porque estoy bastante segura de que nadie quiere que esté allí.
—Kaelin, amor, no se trata de si quieren o no que estés. Es un asunto de la manada, y tú eres parte de ella. Torvald, para bien o para mal, era tan tu Alfa como lo era para los demás. Debes rendirle homenaje, aunque sea brevemente.
Suspiré.
—Está bien…
Aunque nunca me sentí verdaderamente parte de la manada de los Colmillos Dorados, crecí en su territorio. A Torvald no le importaba nada yo, pero mantenía el territorio a salvo de humanos, de los Grietasalvaje y de cualquier otra amenaza. Sabía bien que me habría echado si no fuera por mamá, cuyas habilidades agrícolas eran inigualables en la manada. Pero supongo que sería una falta de respeto no despedirme.
Me miré fijamente en el espejo con mis ojos azul piedra y volví a alisar mi falda. El vestido era uno de los más bonitos que mamá me había heredado, algo que ella llamaba el "vestidito n***o" de su juventud. Aunque no tenía ganas de asistir al funeral, debía admitir que el vestido tipo tubo de media manga realzaba bien las curvas de mi busto y caderas. Mi cabello, rizado después de usar rulos con calor, caía en perfectos rizos hasta la mitad de mi espalda.
Había tomado prestado el viejo delineador de mamá y dibujado una delgada línea negra alrededor de mis ojos, como ella me enseñó cuando era pequeña. Ese leve cambio hacía que mis ojos resaltaran contra la piel pálida y tersa de mi rostro. Pasaba muchas horas trabajando en el jardín, pero nunca lograba broncearme mucho. En verano solía oscurecerme por unos días, pero siempre se desvanecía para cuando llegaba el invierno.
Pálida como las montañas nevadas, me sonreí con sorna. Me pregunto si ese hombre misterioso de mis sueños me encontraría atractiva si pudiera verme fuera de ellos. Claro que probablemente no era real, así que nunca sabría qué sentía por mí.
Me eché el cabello hacia un lado y me agaché para recoger mis zapatos: unas bailarinas negras tan gastadas que tendría que tener cuidado si quería que se quedaran en mis pies. Fruncí el ceño al verlas, y entonces me llegó la inspiración. Saqué los cordones negros de mis zapatos de trabajo y los pasé por debajo de las suelas. Los crucé sobre mis pantorrillas y los até en la parte de atrás.
Observé mis pies en el espejo. Unos tacones habrían sido mejor —habrían añadido altura favorecedora a mi metro con sesenta y tres—, pero solo teníamos acceso a ropa anticuada y pasada de moda. Mi ropa se limitaba a lo que el resto de la manada ya no quería o le quedaba pequeño.
La manada de los Colmillos Dorados adoraba lucir lo más a la moda y adinerados posible. Los lobos que iban a los pueblos humanos por provisiones solían traer ropa y artículos del hogar para la manada. Según la jerarquía, los lobos cercanos a la familia Colmillo n***o eran los primeros en elegir las nuevas prendas. Después seguían los lobos jóvenes que buscaban atraer pareja. Luego venían las familias ya establecidas. Finalmente, mamá y yo estábamos tan al final del orden que nunca nos daban la oportunidad de escoger entre los bienes nuevos.
Como la manada pasaba tan rápido por la ropa, había un exceso de tela desperdiciada. A veces esa tela se reciclaba en mantas o textiles para el hogar, pero la mayoría era distribuida entre otras manadas de la zona, empezando por aquellas en buenos términos con los Colmillos Dorados. Por supuesto, los Grietasalvaje nunca recibían nada de los recursos de los Colmillos Dorados.
Mi solución improvisada con los cordones era un poco repentina, pero me las arreglaría. Y quizás era parcial, pero me gustaba cómo se veían las cintas negras contra la piel clara de mis piernas. Me pregunté si alguna vez encontraría a alguien que me hiciera sentir segura y deseada.
Esa pregunta me hizo pensar otra vez en el desconocido de ojos verdes. Últimamente, cada vez que tenía un momento de silencio, él volvía a mi mente. El único lugar donde me sentía segura y cálida, aparte de con mamá, era con él, en mis sueños. Deseaba con desesperación que fuera real.
La cabeza de mamá apareció por la puerta abierta justo cuando me ponía la chaqueta.
—¿Estás lista?
Di un salto.
—¡S-sí! ¿Y tú?
Mamá sonrió y entró más en la habitación.
—¿Qué te parece?
Abrí los ojos sorprendida. Mamá parecía veinte años más joven con su propio vestido n***o. Era un día cálido, así que no llevaba nada en los pies, como era costumbre entre los cambiaformas cuando el suelo no estaba mojado. Su cabello plateado estaba recogido en un moño elegante en la nuca, con algunos mechones sueltos que le acariciaban suavemente los hombros.
—Oh, wow, mamá. Pareces una zorra impresionante.
Estalló en carcajadas, y yo me uní a ella. Se sentía bien reír así, sentir cómo la alegría me burbujeaba desde el estómago y se esparcía como calor alrededor del corazón.
—¿Una zorra, eh? —preguntó, limpiándose cuidadosamente una lágrima del ojo para no arruinarse el maquillaje—. Oh, mi cielo querido, hubo uno así en mi vida, pero se fue hace mucho, mucho tiempo.
Me puse seria. Mamá había tenido un amante, pero lo perdió. Ese recuerdo me dolía más de lo que esperaba. La observé girar un mechón suelto entre los dedos para darle más rizo. La amaba con fiereza, y no importaba que no compartiéramos una sola gota de sangre. Siempre admiré a mamá por su valentía y su protección. Cuando me acogió, nadie en la manada la apoyó —aunque a Torvald, que odiaba a los humanos más que nadie, no le importaba mientras yo no me interpusiera en su camino.
Dicho eso, nunca fui aceptada formalmente en la manada. Eso significaba que estaba condenada a ser una forastera, y mamá, que antes estaba más arriba en la jerarquía por sus conocimientos agrícolas y místicos, fue rebajada a mi nivel.
Mamá tuvo que conformarse con mucho menos, pero siempre insistió en que no le importaba lo que dijeran sus antiguos amigos o la comunidad en general. “Eras mía”, me había dicho, “lo supe en cuanto te vi.”
Esa historia siempre me hacía llorar. Ojalá fuera el tipo de mujer capaz de enfrentar a quienes me ridiculizaban. Ojalá pudiera sobreponerme al acoso y a la porquería que Jaxon y sus secuaces me hacían pasar. Pero era débil. Las lobas ya tenían pocos derechos y escaso poder en la manada, y yo tenía aún menos.
Una mujer como mamá merecía todo lo bueno que la vida podía ofrecerle, no el rechazo y las sobras. Por todo el respeto y la amabilidad que mostraba a los demás, y por lo duro que trabajaba cultivando para la comunidad, ¿no merecía una vida más fácil?
Al mirarla, sentí cómo el vínculo profundo que compartíamos viajaba como una raíz por mi columna y se esparcía como enredaderas por mis venas. Algo dentro de mí se agitó. Era una sensación extraña, que me hizo retroceder y llevarme una mano al pecho. Había algo más, algo como un quejido en el fondo de mi mente. ¿Había un lobo cerca?
Mamá notó mi expresión rígida en el espejo.
—¿Estás bien?
—Sí, solo estoy algo nerviosa, supongo —solté una risa forzada.
Pero el tirón que había sentido en el pecho no se parecía en nada al nerviosismo que sentía cuando Trish o Jaxon estaban cerca. Nunca había sentido algo así. Y lo más extraño era que mamá era la única cambiaformas en la casa. ¿De dónde había salido ese quejido?
Intenté sacudírmelo de la cabeza y entrelacé mi brazo con el de mamá.
—Vamos. Cuanto antes lleguemos, antes podremos terminar con esto.
Ella me dedicó una sonrisa comprensiva y me dejó llevarla escaleras abajo.
—Es una forma de pensarlo, cariño.
La ceremonia estaba a punto de comenzar, así que traté de disolverme entre la multitud detrás de mi madre y algunas otras mujeres. Entonces algo me hizo detenerme, un escalofrío me recorrió entre los omóplatos… sentí como si alguien me estuviera observando. Mis ojos recorrieron la multitud hasta que finalmente se detuvieron en dirección a la compañera de Torvald. Pero ya no la estaba mirando a ella… estaba mirando a Jaxon.
Jaxon estaba al lado de su madre, vestido de pies a cabeza con un esmoquin n***o de aspecto caro. Su cabello castaño rojizo estaba recogido en un moño en la base del cráneo, y su mandíbula cuadrada estaba perfectamente afeitada. No tenía cicatrices, a diferencia de los lobos que lo acompañaban, lo cual era una prueba de su alto rango. En cuanto su mirada se cruzó con la mía, gruñó. Dejé de respirar al sentir un escalofrío que se expandía por mi piel. Esos ojos eran como dos agujeros negros, arrastrándome hacia su camino de destrucción, robándome el aire, haciéndome sentir pequeña y comprimida.
Habían pasado días desde la última vez que vi a Jaxon, pero no era menos intimidante ni siquiera en el funeral de su padre. Esa sola mirada dejaba claro que tenía la intención de destruirme. Me estremecí y lo observé mientras se alejaba del lado de su madre para subir a la plataforma junto a los Ancianos, sin apartar los ojos de mí en ningún momento.
—Nos hemos reunido para celebrar y lamentar la vida del Alfa Torvald Blackfang —la poderosa voz del Anciano se elevó sobre la multitud, acallando los murmullos y sollozos—. El Alfa Torvald fue un hombre fuerte y absolutamente firme. Era duro, pero justo, y se aseguró de que nadie en su manada pasara frío ni hambre.
Murmullos de acuerdo recorrieron a la multitud, pero mamá y yo permanecimos en silencio. Es tan extraño que nadie parezca recordar lo arrogante que podía ser, pensé. El hecho de que se negara a comer con ellos era algo de lo que la gente solía quejarse cuando creía que nadie los escuchaba.
—Sin duda, su ausencia será sentida y recordada por todos nosotros, pero la manada Goldfang es afortunada de que su legado pase a su hijo, Jaxon Blackfang —el Anciano se volvió hacia Jaxon y le ofreció la antorcha.
Jaxon finalmente desvió su terrible mirada de mí para aceptar la antorcha. Crucé los brazos sobre mi pecho y parpadeé para contener las lágrimas.
Jaxon sostuvo la antorcha sobre el cuerpo de Torvald.
—Mi padre fue realmente un gran hombre, pero les prometo a todos que haré todo lo que esté en mi poder para continuar guiando a los Goldfang hacia la prosperidad. Será como si mi padre nunca nos hubiera dejado.
El Anciano asintió.
—Por favor, Jaxon, repite conmigo: Con esta llama, libero a mi padre, el Alfa Torvald Blackfang, hacia los espíritus del bosque. Por favor, acepten su alma y permítanle disfrutar de la otra vida que tanto merece.
Jaxon repitió las palabras y luego cerró los ojos por unos momentos. Cuando los abrió, dejó caer la antorcha sobre su padre. Las llamas se extendieron por el cuerpo de Torvald e incendiaron el ataúd. Chispas y brasas se elevaron hacia el cielo que se oscurecía. Fue casi hermoso, pero no podía disfrutarlo. Mis ojos estaban fijos en Jaxon. Las llamas proyectaban sombras terribles sobre las líneas marcadas de su rostro, haciéndolo parecer un demonio vengador salido de mis peores pesadillas.
Como si hubiera sentido mi mirada, me volvió a mirar. Ni siquiera la pira ardiendo arrojaba suficiente luz como para reflejarse en sus ojos negros. Había una promesa oscura en esos ojos que me estremeció hasta los huesos. Iba tras sangre.
Cuando el fuego dejó de arder, la gente comenzó a moverse y a hablar entre sí. No deseaba nada más que irme a casa, un deseo que mamá parecía compartir, aunque ella no había visto la expresión en el rostro de Jaxon.
—Pensé que no terminaría nunca. Todo ese discurso sobre Torvald y su valor… —sacudió la cabeza—. No está mal recordar a un hombre por las cualidades buenas que mostró a sus amigos, pero es una vergüenza mentirle a los espíritus. La mayoría de nosotros solo lo conocimos por su crueldad.
Abrí la boca para responder, pero una voz llamó:
—¡Elowen!
Había algunas mujeres mayores paradas a un lado, haciendo señas para que mamá se acercara. Ella maldijo por lo bajo.
—Lo siento, cariño, pero seguramente quieren planear sus platos en función de lo que hay en el huerto. ¿Te importa si hablo con ellas?
Negué con la cabeza.
—Para nada. Ve tranquila. Estaré bien sola.
—¿Estás segura? Puedes venir si quieres…
—No, no. Estoy bien. Solo quiero llegar a casa y comer el resto de tu salsa.
Mamá sonrió con picardía.
—Está bien. Nos vemos en casa, cariño.
Puse una sonrisa en mi rostro, pero se desvaneció en cuanto ella se dio la vuelta. Necesitaba llegar a casa cuanto antes. Lo último que quería era que Jaxon me encontrara y cumpliera su amenaza silenciosa.
Intenté mantener la cabeza baja mientras caminaba entre la multitud. Caminaba rápido, esperando que el uniforme n***o de la gente me ayudara a pasar desapercibida. Al pasar entre unos árboles, una figura se interpuso en mi camino y casi choqué de frente contra el pecho de Tanya. El pánico fue como hielo en mis venas mientras daba un paso atrás. ¡Mierda, mierda, mierda!
—No va a llegar muy lejos, ¿no crees, Trish? —dijo Tanya.
—Me sorprende que pueda moverse con esa ropa —Trish serpenteó alrededor de un tronco, con sus labios rojos curvándose en una sonrisa burlona—. Estás nadando en esa chaqueta, niña.
Tara se rió detrás de mí. Me empujó con el hombro mientras pasaba para unirse a las otras Terribles T. Esto era justo lo que quería evitar. Me habían detenido justo fuera del campo de visión de mamá. No tenía idea de lo que planeaban, pero si tenía suerte, solo me iría con unos cuantos insultos.
—Es una pena que a nadie le haya importado lo suficiente como para enseñarte a vestirte bien —dijo Trish—. Pobrecita. Quizá pueda ayudarte.
Trish se agachó para agarrar un palo que estaba medio enterrado en una parte particularmente embarrada del suelo. Lo sacudió hacia mí, lanzándome barro y hojas al pecho.
Hice una mueca y retrocedí tambaleándome.
—Ups, lo siento mucho —dijo Trish mientras sus amigas se reían a carcajadas—. Se suponía que eso te haría lucir mejor, pero solo logré que parezcas una rata mojada.
Chasqueó la lengua y fingió una expresión de lástima.
—Pobrecita. Tan perdida y sola, odiada por el Alfa y por todos los demás, con nadie más que una vieja loca para quererte.
Me crispe. Las Terribles T podían decir lo que quisieran sobre mí, pero en el momento en que comenzaron a hablar de mi madre… habían ido demasiado lejos. No estaba segura de qué me impulsó a dar un paso al frente. Solo sabía que el estrés de los últimos días y el saber que Jaxon intentaría destruirme era demasiado. No habría podido detener lo que estaba a punto de pasar, aunque lo hubiera intentado.
—Prefiero que todos en la manada me odien antes que lanzarme a los brazos de un hombre que no se preocupa por mí —le solté.
Ante mis palabras, las sonrisas de las tres se desvanecieron. Trish mostró sus afilados dientes blancos en una mueca de furia.
—Cuida esa boca, ratita. Tus días aquí están contados.
—¿Crees que no lo sé, Trish? Después de todo lo que ustedes me han hecho —crucé los brazos sobre el pecho—. Si realmente fueras tan segura como pretendes, no perderías tu tiempo con una chica como yo. Me hace pensar que no eres tan fuerte como quieres que todos crean.
El labio superior de Trish tembló. Su hermoso rostro se endureció con furia y levantó la mano para golpearme. Cuando la bajó, yo ya no estaba allí, pero no porque la hubiera esquivado.
Si mi primer error fue dejarme acorralar por las Terribles T, el segundo fue no prestar atención a lo que ocurría a mis espaldas. Si hubiera notado los pasos rápidos acercándose, tal vez habría podido hacer algo para evitar que una mano grande y fuerte me agarrara del hombro.
La mano me empujó hacia un lado y me presionó con fuerza contra el tronco de un árbol. Solté un quejido por la sorpresa y el dolor. Una segunda mano golpeó el árbol sobre mi cabeza, con las uñas clavándose en la dura corteza. El rostro afilado y anguloso de Jaxon se alzó sobre mí: mi pesadilla convertida en carne.
—¿Se te olvidó tu lugar, perra? —su voz era el siseo resbaladizo de una serpiente a punto de atacar—. ¿Se te olvidó lo que eres?
Su mano se deslizó de mi hombro a mi cuello. Era lo suficientemente grande como para envolverlo por completo; sus dedos casi se tocaban por detrás. El miedo hizo temblar mi cuerpo mientras me mantenía inmóvil contra el árbol. Me sentía tan fría como el hielo, como si la sangre en mis venas se hubiera congelado. Miré hacia esos ojos negros sin fin y vi reflejada en ellos mi propia muerte.
La punta de su lengua recorrió lentamente el interior de su labio, como un depredador hambriento relamiéndose ante su presa.
—Será mejor que cuides esa boquita sucia, niña —dijo—. No olvides quién tiene el poder aquí.
Se acercó más a mí, y, contra mi voluntad, un sollozo se escapó de mis labios. Las manos de Jaxon se apretaron más alrededor de mi cuello. No lo suficiente para asfixiarme, pero sí para dejar claro lo fácil que sería romperme los huesos si quisiera. Estaba completamente a su merced, y él quería que lo supiera. Por el rabillo del ojo, vi cómo la sorpresa en el rostro de Trish se transformaba en una sonrisa satisfecha. Cruzó los brazos y disfrutó del espectáculo que ofrecía el objeto de su afecto.
Jaxon ladeó la cabeza, sonriendo de oreja a oreja.
—Ahora que estoy al mando, ni siquiera Elowen podrá salvarte de lo que está por venir.
Sin previo aviso, me arrojó al suelo. Me esforcé por no caer de lleno, pero me raspé las palmas contra las raíces ásperas de los árboles.
Él echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
—Ahí es exactamente donde perteneces.
Las Terribles T rieron con él. Su risa combinada chirrió en mis oídos, y las lágrimas comenzaron a arderme en los ojos. Me quedé sentada un rato, incluso después de que se marcharon. Apreté los puños con fuerza, a pesar del dolor punzante en mis manos. No había ningún lugar en el territorio donde estuviera a salvo. Fuera lo que fuera que Jaxon tenía planeado para mí, no podía quedarme aquí más allá del quinto día de luto. Necesitaba idear algo, y rápido.