CAPÍTULO 3
Nunca pensé que el silencio pudiera ser tan ruidoso.
Era uno de esos silencios que se meten en el pecho, que pesan más que una discusión, más que una despedida. Sebastián estaba sentado frente a mí, en la mesa de la cocina, con las manos entrelazadas y la mirada perdida en un punto invisible. Yo lo observaba sin atreverme a hablar, como si cualquier palabra pudiera romper algo que aún no sabía si estaba bien o mal.
La tarde caía lentamente, tiñendo las paredes de tonos cálidos que contrastaban con la tensión que se respiraba entre nosotros.
—No deberíamos estar aquí —dije finalmente, casi en un susurro.
Sebastián levantó la mirada. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos, profundos, cargados de algo que me hacía temblar sin tocarme.
—Lo sé —respondió—. Pero tampoco puedo irme.
Ese era el problema.
Nunca podía irse.
Desde el momento en que nuestras miradas comenzaron a detenerse más de lo necesario, desde la primera risa compartida que se quedó flotando en el aire, algo había empezado a crecer entre nosotros sin pedir permiso. Algo peligroso. Algo que no debía existir.
Y aun así… ahí estaba.
—Esto está mal —insistí, levantándome de la silla para tomar distancia—. Eres el mejor amigo de mi hermano.
—Y tú eres la única persona que me hace olvidar todo lo demás —replicó, poniéndose de pie también.
Su voz no fue fuerte. No necesitó serlo. Me atravesó de una forma cruel y dulce al mismo tiempo.
—No digas eso —pedí—. No lo hagas más difícil.
Sebastián dio un paso hacia mí, luego otro. Yo retrocedí hasta que mi espalda chocó con la encimera. El espacio entre los dos se redujo peligrosamente.
—No estoy diciendo nada que no sientas tú también —dijo en voz baja.
Mi respiración se volvió irregular.
—Te equivocas —mentí.
Él sonrió apenas, una sonrisa triste, como si supiera exactamente en qué punto me estaba rompiendo.
—Mírame, Valeria —pidió.
No quería hacerlo.
Pero lo hice.
Y fue un error.
Porque en su mirada no había juego, ni deseo vacío, ni confusión. Había cuidado. Había contención. Había una emoción tan honesta que me dolió reconocerla.
—Esto empezó sin que me diera cuenta —continuó—. Un día eras solo la hermana de mi mejor amigo… y al siguiente eras la razón por la que me quedaba despierto por las noches.
Sentí un nudo formarse en mi garganta.
—No tienes derecho a sentir eso —dije, con la voz quebrada.
—Nadie tiene derecho a lo que siente —respondió—. Pero sí a lo que hace con ello.
Se detuvo a un paso de mí. No me tocó. Y eso fue lo que más me desarmó.
—Por eso no he cruzado ninguna línea —añadió—. Porque me importas demasiado.
Las lágrimas comenzaron a arder en mis ojos.
—Entonces aléjate —susurré—. Si de verdad te importo… aléjate.
El silencio volvió a caer entre nosotros, espeso, doloroso. Sebastián cerró los ojos por un segundo, como si necesitara reunir fuerzas.
—He intentado hacerlo —confesó—. Pero cada vez que sonríes, cada vez que me hablas, siento que perderte sería peor que cualquier consecuencia.
Mi corazón latía tan fuerte que estaba segura de que él podía escucharlo.
—Tengo miedo —admití—. Miedo de lastimar a mi hermano. Miedo de perderlos a los dos.
Sebastián extendió la mano, dudó… y finalmente la dejó caer a su costado.
—Nunca te pediría que eligieras —dijo—. Jamás.
Lo miré con los ojos llenos de lágrimas.
—Entonces ¿qué estamos haciendo? —pregunté.
Él respiró hondo.
—Sobreviviendo a lo que sentimos —respondió—. Un día a la vez.
La puerta de la casa se abrió de repente.
Ambos nos separamos como si hubiéramos sido descubiertos en un crimen. Mi hermano entró, ajeno a la tormenta emocional que acababa de pasar por la cocina.
—¿Todo bien? —preguntó, dejándonos una mirada rápida.
—Sí —respondimos al mismo tiempo.
Sebastián tomó su chaqueta.
—Me voy —dijo—. Nos vemos luego.
Antes de salir, sus ojos buscaron los míos una última vez. No dijo nada más, pero en esa mirada había una promesa silenciosa… y un peligro latente.
Cuando la puerta se cerró, me apoyé en la encimera, llevándome una mano al pecho.
Porque entendí algo aterrador:
Lo que estaba naciendo entre Sebastián y yo no era un error pasajero.
Era algo profundo.
Algo que ya no podía ignorar.
Y apenas estaba comenzando.
Después de que Sebastián se fue, la casa quedó demasiado grande para mí.
Mi hermano hablaba desde la sala, contándome algo sobre su trabajo, pero sus palabras me llegaban distorsionadas, como si estuviera bajo el agua. Asentía, sonreía cuando debía hacerlo, fingiendo normalidad mientras por dentro todo era un caos.
Porque Sebastián seguía ahí.
En mi cabeza.
En mi pecho.
En cada rincón que había ocupado sin darse cuenta.
Esa noche me acosté temprano, pero el sueño no llegó. Cerraba los ojos y lo veía frente a mí, con esa forma suya de mirarme como si yo fuera algo que debía cuidarse, no tocarse. Como si el deseo y el respeto lucharan constantemente dentro de él.
Tomé el celular.
Lo miré durante largos minutos, debatiéndome entre escribirle o no. Sabía que hacerlo era abrir una puerta que tal vez no podría volver a cerrar.
Aun así, mis dedos se movieron solos.
Valeria: ¿Llegaste bien?
La respuesta no tardó.
Sebastián: Sí. Gracias por preguntar.
Leí esas pocas palabras una y otra vez. Eran simples, correctas… y aun así me aceleraron el corazón.
Valeria: Hoy fue difícil.
Hubo una pausa más larga esta vez.
Sebastián: Lo sé. Para mí también.
Apreté el celular contra el pecho.
Valeria: Tal vez deberíamos dejar de hablar por un tiempo.
Escribir eso me dolió más de lo que esperaba.
Pasaron segundos.
Minutos.
Pensé que no respondería.
Sebastián: Si eso es lo que necesitas, lo entiendo.
Sentí un nudo en la garganta.
Valeria: No es lo que quiero… es lo que debería.
Su respuesta llegó casi de inmediato.
Sebastián: A veces lo que debería y lo que duele no son lo mismo.
Las lágrimas comenzaron a caer sin permiso.
Apagué el celular y lo dejé sobre la mesa de noche, como si así pudiera apagar también lo que sentía. Me giré de lado, abrazando la almohada, intentando convencerme de que el tiempo arreglaría las cosas.
No funcionó.
Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Sebastián seguía viniendo a casa, seguía siendo el mejor amigo de mi hermano, seguía sonriendo como siempre… pero conmigo era distinto. Correcto. Distante. Demasiado cuidadoso.
Y eso dolía más que cualquier reproche.
Una tarde, mi hermano salió temprano. Yo estaba en la cocina preparando café cuando escuché la puerta abrirse.
Sebastián.
Nos quedamos mirando en silencio. Otra vez ese silencio pesado, lleno de cosas no dichas.
—Pensé que no vendrías —dije.
—No podía dejar de hacerlo —respondió—. Aunque quisiera.
Dejó las llaves sobre la mesa. No se acercó. Yo tampoco.
—Valeria… —comenzó—. Si esto te está haciendo daño, dímelo. Me iré.
Negué con la cabeza.
—No me estás dañando tú —respondí—. Me daña lo que siento.
Él respiró hondo.
—Entonces estamos igual.
Me acerqué despacio, como si temiera que el momento se rompiera.
—No quiero perderte —admití—. Pero tampoco quiero perder a mi hermano.
—Nunca te pediría que eligieras —repitió—. Pero no voy a mentirte… me está costando mantener distancia.
Lo miré a los ojos.
—A mí también.
Ese fue el momento exacto en que la línea se volvió peligrosamente delgada.
Sebastián dio un paso hacia mí. Yo no retrocedí.
—Si doy otro paso —dijo en voz baja—, no sé si pueda detenerme.
Mi corazón latía con fuerza.
—Entonces no lo des —susurré.
Pero no me moví.
Él levantó la mano, dudó… y la bajó lentamente, rozando apenas mis dedos. Fue un contacto mínimo, casi inexistente.
Y aun así, fue suficiente para incendiarlo todo.
Cerré los ojos, respirando hondo.
—Esto no puede seguir así —dije.
—Lo sé —respondió—. Pero tampoco quiero que termine con arrepentimientos.
Abrí los ojos.
—Prométeme algo —le pedí—. Si esto cruza un límite… lo detendremos.
Sebastián asintió.
—Te lo prometo.
No hubo beso.
No hubo abrazo.
Solo dos personas de pie, demasiado cerca, sintiendo algo demasiado grande para callarlo.
Cuando se fue esa tarde, supe que ya no se trataba solo de resistir.
Se trataba de cuánto tiempo más podríamos fingir que aquello que había nacido en silencio…
no estaba pidiendo ser vivido.
Esa noche llovió.
No era una lluvia fuerte, sino constante, persistente, como si el cielo también estuviera cansado de guardarse cosas. Me quedé sentada en el sofá con una manta sobre los hombros, escuchando el golpeteo suave contra las ventanas, intentando ordenar mis pensamientos.
No lo logré.
Cada palabra de Sebastián seguía resonando en mi mente. “Me está costando mantener distancia”.
A mí también.
Cada vez más.
El sonido de mi celular vibrando me sacó de mis pensamientos. Lo tomé con el corazón acelerado, aunque ya sabía quién era antes de ver la pantalla.
Sebastián.
Dudé.
Solo un segundo.
Luego respondí.
Valeria: ¿Pasa algo?
La respuesta llegó casi de inmediato.
Sebastián: No. Solo… no podía dormir.
Cerré los ojos.
Valeria: Yo tampoco.
Hubo una pausa. Sentí esa pausa como si él estuviera del otro lado respirando hondo, decidiendo si debía seguir o detenerse.
Sebastián: ¿Puedo verte?
Mi corazón dio un vuelco.
Miré el reloj. Era tarde. Mi hermano no estaba en casa. Todo en mi cabeza gritaba que dijera que no.
Pero algo más fuerte, algo más honesto, me empujó a escribir:
Valeria: Sí.
Minutos después escuché la puerta. Sebastián entró empapado, con el cabello húmedo y la chaqueta oscura pegada al cuerpo. La lluvia parecía haberle quitado cualquier intento de control.
—Perdón —dijo—. No debí venir así.
—Ya estás aquí —respondí.
Nos quedamos de pie, frente a frente, sin saber bien qué hacer con el peso del momento.
—No vine a pedirte nada —aclaró—. Solo… necesitaba verte para saber que esto es real.
—Lo es —dije en voz baja.
Se acercó lentamente, como si temiera que yo pudiera desaparecer.
—He estado luchando conmigo mismo —confesó—. Pensando en tu hermano, en todo lo que podría perder.
—Yo también —respondí—. Cada día.
Sebastián levantó la mano, esta vez sin dudar, y la apoyó suavemente en mi mejilla. No fue un gesto apresurado. Fue cuidadoso. Lleno de contención.
—Dime que me detenga —susurró—. Y lo haré.
No pude hablar.
No pude moverme.
Cerré los ojos y apoyé mi frente contra la suya.
—Tengo miedo —admití—. Pero también tengo miedo de no vivir esto.
Su respiración se mezcló con la mía.
—Nunca quise ponerte en esta posición —dijo—. Pero lo que siento por ti ya no cabe en el silencio.
Mis manos encontraron su pecho, como buscando equilibrio. Sentí su corazón latiendo con fuerza bajo mis dedos.
—No somos malas personas por sentir —murmuré.
—No —respondió—. Pero sí tenemos que ser responsables con lo que hacemos.
Y aun así… ninguno se apartó.
Sebastián inclinó ligeramente la cabeza. Su nariz rozó la mía. Fue un roce mínimo, casi accidental, pero suficiente para que el mundo se redujera a ese punto exacto.
—Valeria… —mi nombre en su voz fue una súplica.
Abrí los ojos.
—Solo un momento —dije—. Solo… sentirlo.
Sus labios se acercaron despacio, preguntando sin palabras. Yo no retrocedí.
El beso fue suave. Lento. Cargado de todo lo que habíamos callado. No hubo prisa, no hubo urgencia, solo una conexión profunda que me hizo cerrar los ojos y olvidar, por un instante, todo lo demás.
Cuando nos separamos, nuestras frentes seguían juntas.
—Esto cambia las cosas —susurré.
—Lo sé —respondió—. Pero no me arrepiento.
Yo tampoco.
Sebastián se apartó primero, con esfuerzo.
—No puedo quedarme —dijo—. Si lo hago, no sé si seré capaz de irme después.
Asentí, con el corazón latiendo desbocado.
—Gracias por detenerte —murmuré.
Él sonrió con tristeza.
—Gracias por confiar en mí.
Cuando se fue, me quedé sola en la sala, con la lluvia aún cayendo afuera y un fuego nuevo ardiendo dentro de mí.
Porque ya no se trataba de si aquello estaba bien o mal.
Se trataba de que había cruzado una línea invisible.
Y nada volvería a ser igual.
El beso no se fue con Sebastián.
Se quedó conmigo.
En mis labios, en mis pensamientos, en la forma en que el pecho me dolía como si algo se hubiera despertado sin permiso. Esa noche casi no dormí. Cada vez que cerraba los ojos, revivía el momento exacto en que nuestras bocas se encontraron, no por impulso, sino por necesidad.
Y eso era lo que más me asustaba.
A la mañana siguiente, el sonido de la puerta principal me sobresaltó. Mi hermano había vuelto. Escuché su voz despreocupada, su risa fácil, y una culpa silenciosa me atravesó como un golpe seco.
—¿Dormiste bien? —me preguntó al verme en la cocina.
—Sí —mentí, sirviendo café—. ¿Y tú?
—Fatal —rió—. Oye, por cierto, Sebastián vendrá hoy más tarde. Quedamos de ver un asunto pendiente.
Sentí cómo la taza temblaba ligeramente entre mis manos.
—Ah… qué bien —respondí, intentando sonar normal.
Mi hermano no notó nada. Nunca lo hacía. Y esa normalidad era lo que más me pesaba.
Pasé el día entero con el corazón en vilo, anticipando un encuentro que no sabía cómo enfrentar. Cuando Sebastián llegó, el aire cambió. No fue evidente. No hubo miradas largas ni gestos fuera de lugar. Pero yo lo sentí.
Él también.
Fue correcto. Distante. Demasiado.
Eso dolía más que el deseo.
En un momento, mi hermano salió a hacer una llamada. El silencio volvió a envolvernos. Sebastián y yo quedamos frente a frente, separados por una distancia mínima y, al mismo tiempo, imposible de cruzar.
—Sobre anoche… —comencé.
—No —me interrumpió con suavidad—. No aquí.
Lo entendí. No era el lugar. No era el momento.
—Solo quiero que sepas —continuó en voz baja— que no voy a hacer nada que te ponga en riesgo.
—Yo tampoco —respondí—. Pero fingir que no pasó… también duele.
Sebastián asintió lentamente.
—Lo sé. Y no te voy a pedir que olvides —dijo—. Solo que confíes en que voy a cuidarte. Incluso de mí.
Esa promesa se me clavó en el pecho.
Esa noche, cuando por fin se fue, entendí que el verdadero conflicto apenas comenzaba. Porque ya no era solo el deseo o la culpa.
Era el amor silencioso que estaba creciendo en medio de todo.
Días después, recibí un mensaje suyo.
Sebastián: Me ofrecieron trabajo fuera de la ciudad. No sé si aceptarlo.
Leí el mensaje una y otra vez.
Valeria: ¿Por qué me lo dices?
Tardó en responder.
Sebastián: Porque una parte de mí quiere huir… y la otra no quiere dejarte.
Sentí el corazón romperse un poquito.
Valeria: No tomes una decisión por mí.
Sebastián: No lo haré. Pero tampoco puedo fingir que no existes.
Apoyé la frente contra la pared, cerrando los ojos.
Porque en ese instante lo supe con claridad:
Lo nuestro no era un error momentáneo.
Era una historia a medio escribir.
Una que el destino ya había puesto en marcha…
aunque el precio fuera alto.
Y mientras sostenía el celular entre mis manos, con el corazón dividido entre el amor y el deber, entendí que esta historia no terminaba aquí.
Apenas estaba comenzando.