—¿Hay alguna razón por la que no vienes conmigo?—pregunté, ahora con más curiosidad.
—Tengo cosas que hacer aquí. Aquí está la dirección—, dijo, entregándome un papel.
—Esto no es Ellensburg. Es Kittitas. ¿Estás seguro de que es así?
—Claro que estoy segura—, espetó, luego se sonrojó y se dio la vuelta. Esa pequeña muestra de mal humor era algo nuevo, algo que se había notado recientemente.
—Bueno, no te preocupes, yo me encargo—, dije, dándome la vuelta y dirigiéndome a la sala de estar. Acababa de firmar un viaje de dos horas, ida y vuelta, contando la gestión de la tienda de antigüedades. Tenía la intención de inspeccionar su compra con mucho cuidado. Me preguntaba cómo había encontrado esa antigüedad, pero supuse que la había encontrado de la forma habitual: buscándola en Google.
Capítulo 2 La dura verdad
Salí de casa poco después de las diez de la mañana del sábado. El Explorer tenía poco más de un cuarto de tanque de gasolina, así que paré en la gasolinera local y lo llené, estremeciéndome al ver el total. Kittitas estaba al menos a cuarenta y cinco minutos de casa y, por suerte, la carretera estaba casi desierta. Llegué a la tienda de antigüedades y entré para ver cómo conseguiría la mecedora.
—Sí, lo tengo reservado aquí—, dijo el gerente mientras me llevaba a la entrada de la tienda. Estaba lleno y, al mirar a mi alrededor, vi que tenía un buen inventario a la venta.
Revisé la compra de Reese con mucho cuidado y vi que estaba en buen estado, con solo las típicas señales de uso. Era una silla sólida y resistente, bastante grande para ser una mecedora. Nos costó un poco meterla en la parte trasera de la Explorer, pero con la ayuda del gerente, lo logramos.
—Su esposa no tardó mucho en decidirse—, dijo el hombre. —Entró, lo miró y lo compró. No creo que haya estado en la tienda más de quince minutos.
—¿Estuvo aquí? ¿Por qué no se llevó la mecedora?—, pregunté, empezando a sentirme incómodo.
—Oh, el tipo que la acompañaba no pudo subirlo a su auto. Dijo que vendrías a recogerlo.
—Este tipo con el que estaba, ¿qué conducía?
—Uhhm... no creo haberlo visto... no sé—, dijo pensativo.
Asentí, le agradecí su ayuda y volví a la I-90 y al cruce con Yakima. No recuerdo casi nada del viaje a casa. Estaba empezando a atar cabos y no me gustaba el rompecabezas. La pregunta era: ¿cuál sería la explicación de Reese? A primera vista, sospechaba que había ido a Kittitas con alguien, había comprado una mecedora por capricho y luego me había mandado a recogerla.
Y estaba la historia de encontrarlo y pagarlo en línea. No hizo ninguna de las dos cosas. Sentía la ira crecer mientras conducía y sabía que iba a querer respuestas al llegar a casa. Eso no ocurrió.
—¿Dónde está tu madre?— Le pregunté a Matt cuando llegué a casa.
Se encogió de hombros. —No lo sé. Se fue a algún sitio. Dijo que volvería en un rato.
—¿Cuándo se fue?— pregunté, probablemente en un tono más exigente del que debía.
Matt me miró con extrañeza antes de responder. —Justo después de que tú lo hicieras.
—¿Se llevó mi coche?—, me pregunté.
—No. Alguien la recogió.
—¿Sabes quién?
Negó con la cabeza. —Debe ser algún rico. Conducía un Lincoln nuevo.
¡Mierda! ¿Qué demonios estaba pasando? Ahora sí que me estaba poniendo furioso.
—¿Me puedes echar una mano con esta mecedora que compró tu madre?
—Seguro.
En poco tiempo teníamos la mecedora en la casa, sentada en la sala de estar, esperando instrucciones para saber dónde Reese esperaba que fuera.
—¿A qué hora es tu partido de béisbol?
—Llamaron esta mañana. Lo retrasaron hasta las cuatro por el calor.
—¿Tu madre lo sabe?
—No. Ella ya no estaba cuando llamaron.
Cogí el teléfono y llamé al celular de Reese. Sonó dos veces antes de saltar el buzón de voz.
—Reese, tenemos que hablar. Llámame al móvil si no estoy en casa. Es importante.
—¿Pasa algo malo, papá?
Asentí. —Sí... creo que sí. ¿Ya almorzaste?
—No.
—¿Dónde está Jess?
—Lo de siempre, en casa de Mindy.
Pude ver que Matt estaba un poco inseguro ahora que le había revelado que algo no estaba como debería ser.
—Vamos a Clyde's a comer algo—. Intentaba controlar mis palabras, mi estómago y mi reacción ante lo que creía que podría estar pasando. Clyde's era una pequeña tienda de delicatessen con pocas mesas y buena comida casera.
—Claro, suena bien—, asintió Matt inmediatamente.
No tenía apetito, pero me obligué a comerme un sándwich y un vaso de leche. Matt, como siempre, tomó el doble de lo que cualquier humano normal podría consumir. Sin embargo, noté que estaba receloso, preguntándose qué le pasaba y cuándo lo descubriría.
—¿Qué pasa, papá?
—No lo sé—, dije, negando con la cabeza. —Tendré que esperar a hablar con tu madre para saberlo.
—Últimamente se comporta de forma diferente —dijo Matt.
—¿Cómo?
—No lo sé exactamente. Está nerviosa y no es como siempre. Ya sabes, como si estuviera al mando.
—¿Algo más?—pregunté, ahora con curiosidad.
A veces, si está al teléfono cuando estoy cerca, cuelga sin decir nada. Ya sabes... como una despedida o algo así.
Sentía esa sensación de hundimiento una vez más. Su comportamiento sonaba sospechoso y, sumado a las otras cosas raras que estaban sucediendo, empeoraba la situación. ¿Estaba sacando conclusiones precipitadas sin pruebas? Era difícil imaginar que tuviera una aventura, pero algunos datos parecían indicarlo. Esperaba estar equivocado, pero solo una conversación contundente con Reese probablemente me lo diría.
Teníamos que irnos al estadio antes de las tres y media y Reese aún no había vuelto a casa. No sabía si enfadarme, preocuparme o ambas cosas. Llamé a los padres de Mindy y les dije que no habría nadie en casa y que Jess podría quedarse allí hasta que alguien llamara. Me dieron el visto bueno de inmediato y me libré de esa preocupación.
No presté mucha atención al partido esa tarde. Matt tuvo un muy buen partido, con tres hits y un fildeo impecable. Su equipo ganó 8-2 en un partido de risas, tal como lo había predicho. Pensaba casi constantemente en Reese y en lo que estaría tramando. Me estaba agobiando y no podía dejar de hablar con ella, aunque los niños estuvieran en casa. No soy muy buen actor y necesitaba expresar mis preocupaciones como fuera.
Cuando llegamos a casa, Reese estaba en la cocina y nos había preparado una cena fría. No dije nada al entrar, y ella tampoco. Matt y yo subimos a ducharnos antes de bajar. Cuando entré en la cocina, me miró con atención, pero no dijo nada. Saqué una cerveza de la nevera y salí a la terraza trasera. Por mucho que lo intenté, no tenía ni idea de cómo empezar la conversación. Reese me quitó ese problema de encima. Me siguió a la terraza.
—Gracias por traerme la mecedora—, dijo mientras me observaba con atención.
Asentí. —No me dijiste que la compraste en persona y la pagaste en la tienda. No me dijiste que alguien te había llevado hasta allí, pero que no cabía la silla en su coche. De hecho, me dijiste algo completamente diferente. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Reese?
—Lo siento, Graham. De verdad. Esperaba que no lo supieras hasta que estuviera listo para decírtelo.
—¿Qué me vas a decir, Reese? ¿Que me has estado engañando? ¿Qué era lo que no estabas lista para decirme? —dije con mi voz más fría.
Probablemente ya lo has adivinado casi todo. Encontré a otro. Voy a pedir el divorcio y, cuando termine, me casaré con él.
—¿OMS?
—Gordon Winters—, dijo simplemente.
—Gordon Winters, un vendedor de autos estrella y de mala calidad. Creí que estabas ascendiendo en el mundo, Reese. Seguro que puedes conseguir algo mejor que él—, dije con desdén.
—Gordon no es un canalla y está en condiciones de hacerse cargo de uno de los concesionarios de Kimble como gerente general. Va camino a la cima—, espetó triunfante.
—Oh, es un modelo a seguir para la comunidad, sin duda. Rompe un matrimonio de casi dieciocho años sin preocuparse lo más mínimo por su reputación. ¿Y qué hay de la tuya, Reese? ¿O a ti te da igual?
—No hagas esto, Graham. No lo ensucies. Me enamoré de él. Lo siento si te duele, pero eso fue lo que pasó. No pretendí involucrarme, simplemente pasó.
—Por casualidad te acostaste con un hombre que no era tu marido y te olvidaste por completo de tus votos matrimoniales—, gruñí.
—Él... él era... irresistible. No pude evitarlo. Sabía que te haría daño, pero no pude evitarlo. Me enamoré y punto—, dijo, intentando excusar su comportamiento sin mucha convicción.
—Bueno, eso no es todo. ¿Has pensado en los niños? ¿Qué piensas decirles? ¿Qué piensas decirles a tus padres? ¿Cómo vas a hacer que parezca algo menos que traición y engaño? Dudo que estén orgullosos de ti.