El primer enfrentamiento de Ariel
Nueva Orleans, 1997.
Ariel deambulaba por las vibrantes calles de Nueva Orleans, dejándose envolver por el encanto hipnótico de la noche festiva. Las luces titilaban sobre los adoquines, la música flotaba en el aire como un hechizo y las risas ajenas se mezclaban con la suya, una risa que aún sentía ajena, pero que simbolizaba su recién adquirida libertad.
Por fin lo había logrado. Había escapado de un futuro incierto y sombrío, de las garras de un hombre que, de haberse quedado a su lado, terminaría por destruirla. Durante demasiado tiempo había soportado insultos, golpes y el peso de una vida donde el miedo era su única certeza.
Cuando tomó la decisión de huir, no lo hizo con las manos vacías. Aprovechando un descuido de los guardaespaldas que la vigilaban día y noche, robó una gran suma de dinero de su esposo. Fue un acto de desesperación y valentía, un paso definitivo hacia la única posibilidad de supervivencia que le quedaba.
Ahora, bajo las luces de la ciudad, Ariel saboreaba la sensación de estar fuera de su jaula. Pero la pregunta que la acechaba como un fantasma persistía en su mente: ¿realmente había escapado… o su pasado aún la perseguía?
Ella le pidió a un mesero que se acercó a atenderla que le asignara una mesa para una sola persona. No tenía intención de compartir su espacio con nadie mientras pudiera evitarlo.
El mesero la condujo hasta una mesa apartada, en un rincón tranquilo, lejos del bullicio. Era el lugar perfecto. La suave melodía de jazz que flotaba en el aire no interrumpiría su momento a solas, sino que lo complementaría con una atmósfera serena y acogedora.
Pidió una hamburguesa de cerdo con papas a la francesa y una jarra de cerveza helada. Hacía mucho que anhelaba el sabor de una buena cerveza, pero vivir bajo las reglas de su esposo, en una casa que nunca sintió como suya, le había impedido disfrutar de ese simple placer desde antes de casarse.
Su esposo era tan machista que no le permitía probar ni una gota de vino en su presencia. En las elegantes y multitudinarias fiestas que él organizaba, solo le servían té helado como única opción. Le dolía ver cómo otros hombres eran más indulgentes con sus esposas, permitiéndoles disfrutar libremente, incluso fuera de casa.
Por esa y muchas razones más, había decidido escapar definitivamente de su vida, sin mirar atrás.
Esa noche, Ariel celebraba su victoria.
Había logrado tomar un vuelo desde Irlanda hasta Nueva Orleans con éxito, aferrándose a la esperanza de comenzar de nuevo y trazar su propio destino.
Sin saber que esa noche, el destino cambiaría su vida para siempre al revelar ante ella un secreto del que jamás se imaginó que poseía.
La calma del bar se vio abruptamente interrumpida, por lo que, afuera, parecía una feroz pelea entre lobos.
Desde tiempos remotos, Nueva Orleans no solo ha sido conocida como la ciudad de la fiesta, sino también como un lugar donde lo sobrenatural es parte de su esencia.
Durante las noches, los lobos atacaban la ciudad, aunque los humanos siguieran caminando por sus calles fuera la hora que fuera.
Las personas respetaban a los lobos, y obedecían todo lo que ellos deseaban que hicieran porque eran más fuertes, dominantes y con un solo mordisco o un fuerte ataque, lograrían acabar con las personas que se interpusieran en su camino.
La puerta del bar se abrió de golpe, dejando entrar una ráfaga de aire gélido que apagó algunas velas de las mesas cercanas. Seis lobos irrumpieron en el lugar con una presencia imponente. Sus ojos brillaban con un resplandor dorado mientras avanzaban con pasos calculados, sus garras resonaban sobre el suelo de madera fuertemente, anunciando su presencia en ese instante.
El murmullo en el bar se apagó. Los clientes contenían la respiración, paralizados entre la fascinación y el miedo. Los licántropos se detuvieron en medio del establecimiento, como si evaluaran el ambiente, hasta que un solo aullido resonó en el aire. Fue un sonido profundo, vibrante, que parecía provenir de los cimientos de la tierra misma.
Y entonces ocurrió lo imposible.
Los seis lobos comenzaron a cambiar. Sus cuerpos se alargaron, las patas se transformaron en brazos, la piel reemplazó el pelaje, y sus rostros lupinos adoptaron rasgos humanos. Ahora eran hombres, todos diferentes en apariencia, pero con una misma esencia salvaje que los unía. Algunos tenían el cabello oscuro como la noche; otros, mechones dorados como el sol. Unos eran más robustos, con músculos marcados y cicatrices en la piel, mientras que otros poseían una belleza más etérea, con facciones casi esculpidas.
El líder de la manada era inconfundible. Alto, de ojos ambarinos que reflejaban la luna, con el porte de un rey sin corona. Se movía con una elegancia letal, como un depredador que siempre tenía el control de todo lo que pasaba a su alrededor.
Pero esa noche, alguien osó desafiarlo.
Un hombre del bar, borracho y temerario, se levantó tambaleante de su mesa y se acercó al líder con el ceño fruncido.
—Lárguense de aquí —espetó con voz áspera, apuntándolos con un dedo titubeante—. Este es un lugar para personas, no para bestias y todos estamos hartos de ustedes.
Un murmullo de sorpresa recorrió el bar. Nadie desafiaba a los lobos. Nadie.
El alfa de la manada, sonrió, era una sonrisa afilada, peligrosa.
—¿Y quién va a obligarnos? ¿Tú? ¿Un debilucho humano que apesta a licor? —Su voz era grave, teñida de burla.
Sin previo aviso, el alfa golpeó al hombre con un movimiento rápido, enviándolo al suelo de un solo puñetazo. La gente jadeó, algunos se levantaron de sus asientos, pero nadie intervino, temerosos de sus destinos.
Nadie quería ser el próximo en enfrentar su furia.
Ariel, desde su mesa, sintió una oleada de rabia, recorrerle las venas. No era solo el golpe lo que la indignaba, sino la brutalidad con la que aquellos hombres-lobo ejercían su dominio. La escena frente a ella despertó algo antiguo, algo que había estado dormido dentro de su alma desde que tenía memoria que poseía en su interior.
Su pecho se calentó, sus dedos hormiguearon. Su visión se tornó más clara, como si cada detalle del bar se destacara con una nitidez sobrenatural.
Entonces, sin pensarlo, se puso de pie.
El alfa la miró con curiosidad cuando ella dio un paso adelante.
—Déjalo en paz —exigió Ariel, con una voz que no parecía la suya.
El lobo inclinó la cabeza, como si evaluara si la advertencia era una broma.
—Y si no lo hago… ¿Qué harás tú, pequeña humana?
Ariel no respondió. En su interior, algo estalló como un torrente de energía desatada. Un viento repentino sacudió el bar, derribando vasos y apagando las luces más cercanas.
De sus manos emergió un resplandor azul.
El alfa frunció el ceño, dando un paso atrás. Un destello de reconocimiento cruzó su rostro.
—Bruja… —susurró, pero no tuvo tiempo de reaccionar.
Ariel alzó una mano y, con un simple movimiento de sus dedos, una fuerza invisible lo envolvió y lo arrojó hacia el exterior del bar con una violencia que ninguna fuerza humana podría haber logrado. El alfa atravesó la entrada y cayó en la calle polvorienta, rodando varios metros antes de detenerse.
El bar quedó en completo silencio.
Ariel respiraba agitadamente, sintiendo la energía vibrar en su piel. Miró sus propias manos, sorprendida y aterrada a la vez.
Los hombres-lobo la observaban con expresiones mezcladas de asombro y desconfianza y al mismo tiempo llenos de ira, porque la que había aparentado ser una simple humana terminó siendo más poderosa y humilló a su alfa frente a los humanos que habían visto todo.
El alfa, desde el suelo, se incorporó lentamente. Se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano, manchando su camiseta blanca y la miró fijamente, con una mezcla de enojo… y algo más.
Interés.
Ariel acababa de desafiar a un lobo alfa.
Y había ganado esa primera batalla.