La primera mentira fue decir que podía con él.
---
La vida no me debía nada.
Yo se lo debía todo a ella. Incluso las cicatrices.
—¿Cuánto cuesta tu dignidad, Lia?
La pregunta flotó en el aire como una trampa.
Yo no respondí. Ni siquiera parpadeé.
Solo apreté los dientes mientras miraba el fondo del vaso vacío.
Estaba en la oficina equivocada, rodeada de personas que hablaban en susurros venenosos y fumaban como si sus almas ya no importaran.
—No lo digo por mal… —continuó ella, cruzando la pierna como si el mundo fuera su pasarela privada—. Lo digo porque todos tenemos un precio. El tuyo, créeme, es más alto de lo que imaginas.
Ella. Verónica Blake.
Cabello rojo como advertencia. Uñas perfectas.
Y una sonrisa que parecía practicar frente a un espejo donde se refleja el poder.
Era la hermana de mi mejor amiga.
O eso decía cuando quería parecer humana.
—No soy una puta, Verónica.
—Claro que no. Eres algo mucho más interesante: una oportunidad.
---
Yo debería haberme ido.
Pero no lo hice.
Porque tenía el alquiler vencido.
Porque mamá necesitaba sus pastillas.
Porque los sueños no pagan facturas.
Y sobre todo…
porque me ofrecieron diez mil dólares por una cosa muy simple:
> "Haz que ese hombre se enamore de ti.
Hazlo bajar la guardia.
Haz que confíe.
Luego… rómpelo."
Así de simple. Así de jodido.
—¿Por qué yo? —pregunté, por instinto.
Verónica sonrió como si estuviera eligiendo un vestido caro.
—Porque no tienes nada que perder, y todo por ganar. Y porque… —se inclinó hacia mí— eres jodidamente hermosa, pero no sabes cuánto poder hay en eso todavía.
Tragué saliva.
Diez mil dólares.
Por un corazón.
Yo ya había entregado el mío a tipos que no me dejaron ni propina.
Esto… al menos venía con pago por adelantado.
---
Una semana después, tenía una nueva identidad, un nuevo número, y un sobre con instrucciones.
Su nombre era Ethan Blackwell.
Empresario. CEO. Millonario. El tipo de hombre que no confía en nadie…
pero que, si lo hace, lo hace hasta el alma.
Fotos. Rutinas. Lugares favoritos.
Un mapa completo de su mundo…
y mi misión: convertirme en parte de él.
> "El objetivo no es que se acueste contigo.
Es que te necesite.
Y cuando eso pase… le quitas el piso."
Me reí. Porque todo sonaba fácil.
Yo no creía en los hombres.
Tampoco en el amor.
Pero cuando vi su foto…
Ese rostro frío, esa mandíbula marcada, esos ojos que parecían saberlo todo…
Algo dentro de mí se rompió.
O quizás se encendió. No lo sé.
---
Tres días después, lo vi por primera vez.
Y no fue como lo imaginé.
No estaba solo.
No estaba en su despacho.
No me miró.
Estaba en un evento benéfico, rodeado de mujeres que valían más por su apellido que por su alma.
Yo entré vestida de n***o.
Pelo suelto, labios rojos, miedo escondido.
Y él estaba ahí.
Con un trago en la mano. Sonriendo a medias.
Y luego, sin querer, me miró.
Y en ese segundo, lo supe:
> Este no era un juego.
Este era una maldita guerra.
Y yo ya había perdido.
Su mirada me atravesó como un disparo silencioso.
Y sin decir una palabra…
me sonrió.
— — —
El primer movimiento no fue mío… pero sí el más certero.
---
Él no debía mirarme así.
Yo no debía temblar por eso.
Pero ahí estábamos: dos desconocidos, entre copas de champán y vestidos que costaban más que todo lo que yo tenía en la cuenta bancaria.
Y su mirada…
No era curiosa.
Era quirúrgica.
Como si ya supiera quién era yo.
Me forcé a sonreír, como si no me importara.
Como si mis piernas no flaquearan.
Como si él no fuera exactamente el tipo de peligro al que una chica con corazón débil no debería acercarse.
Me giré para tomar una copa del mesero que pasaba. No bebí. Solo la sostuve.
Y entonces, sentí su presencia acercarse.
Lenta. Segura. Como si este fuera su terreno… y yo, solo un juego más.
—No suelo fijarme en personas que llegan tarde a los eventos… —dijo él, a un susurro de mi oído—. Pero tú has hecho que todos los relojes dejen de importar.
Maldición.
Su voz. Grave. Suave.
Peligrosa.
Giré el rostro, apenas. Lo suficiente para encontrarme con sus ojos.
Oscuros. Cansados. Intensos.
—Y yo no suelo hablar con hombres que coleccionan mujeres como trofeos —respondí, levantando una ceja.
Él rió. Bajo. Íntimo.
—Entonces estamos empatados.
—¿Empatados en qué?
—En pretender que no nos interesa esto.
Mi estómago dio un vuelco.
No. No. No.
No tan rápido.
No tan directo.
Yo tenía un plan, joder. Él no debía ser más inteligente que yo.
—¿Esto… qué es “esto”? —repliqué, dando un sorbo al trago como si fuera dueña de la situación.
Él ladeó la cabeza, observándome como quien analiza una obra de arte robada.
—Esto. Tú. Yo.
—¿Qué crees que soy, Sr. Blackwell?
Se tomó un momento. Un segundo eterno.
—Una mentira hermosa.
—¿Y aún así te quedas a hablar conmigo?
—Porque me encantan las mentiras que saben disfrazarse de verdad.
Mi corazón martillaba en el pecho.
Este tipo no era un objetivo. Era una trampa con traje caro.
---
Me alejé. No corriendo. No huyendo. Solo lo suficiente para respirar.
Me escondí entre conversaciones falsas y perfumes caros.
Fingí una llamada.
Fingí calma.
Fingí no haber sentido nada.
Pero incluso con los ojos cerrados, podía sentirlo ahí.
Viéndome.
Pensándome.
Y por un segundo, me pregunté:
¿Y si él ya sabe todo?
---
Más tarde esa noche, cuando ya la mayoría se había marchado y las copas estaban vacías, volví a verlo.
Él estaba sentado solo, revisando su teléfono.
Su chaqueta colgaba del respaldo de la silla.
Las mangas de su camisa estaban arremangadas.
Y esa vibra de “soy inaccesible y lo sé” seguía adherida a su piel.
Verónica me había dado instrucciones:
"No lo presiones. Deja que él se acerque. Hazlo sentir que está ganando.”
Lo cual era gracioso, porque en ese momento, yo era la que estaba perdiendo terreno sin siquiera jugar.
Me acerqué. Fingí casualidad.
—¿Es normal que los millonarios se queden solos al final de la fiesta?
Él alzó la vista. Sonrió.
—Los ricos no se quedan solos. Se esconden. Es diferente.
—¿Y tú?
—Yo soy todas las excepciones.
Me senté frente a él.
No lo miré directamente. Solo lo suficiente para mantener el juego interesante.
—¿Y tú cómo te llamas? —preguntó, sin rodeos.
Pensé en decirle un nombre falso.
Pero por alguna razón, quise que él supiera el mío.
—Lia.
Silencio.
Luego él dijo:
—Te va a quedar bien mi apellido.
Sentí el corazón detenerse.
—¿Perdón?
—Dije que es un bonito nombre. Lia.
Mentiroso.
Lo dijo sabiendo lo que hacía.
Y me odié por temblar. Por sentirlo. Por querer más.
---
Más tarde, mientras caminaba a casa bajo una lluvia ligera, con los tacones en la mano y la cabeza hecha un desastre, me repetí una y otra vez:
No te enamores.
No confíes.
Esto es un trabajo.
Esto es venganza.
Pero algo en mí ya sabía…
Él no era el tipo de hombre que caía.
Él era el tipo que arrastraba contigo al vacío.
Y yo…
ya estaba cayendo.
Al día siguiente, recibí un mensaje de Verónica:
“No te acerques más a él. Se nos adelantaron.”
Y justo después…
Ethan me llamó.
— — —
> “No te acerques más a él. Se nos adelantaron.”
Leí el mensaje de Verónica tres veces.
La primera, no lo entendí.
La segunda, lo sentí.
La tercera, lo odié.
¿Se nos adelantaron? ¿Quién más estaba jugando este juego?
Creí que era la única enviada a derrumbarlo. La única pieza disfrazada de reina.
Pero ahora... no estaba tan segura.
El celular vibró de nuevo.
📞 Ethan Blackwell
Mi cuerpo entero se tensó.
¿Cómo tenía mi número?
¿Por qué estaba llamando?
¿Y por qué… por qué deseaba tanto escucharlo?
Respiré hondo. Apreté “contestar”.
—¿Hola?
Silencio.
Luego, su voz.
—¿Tienes algo que hacer esta noche?
Así. Sin saludos. Sin rodeos.
Mi corazón se disparó.
—¿Por qué?
—Porque quiero verte. No suelo pedirlo dos veces.
No sabía qué responder.
Tenía mil alertas internas.
Tenía la advertencia de Verónica aún fresca en la pantalla.
Pero mi boca fue más rápida que mi sentido común.
—¿Hora y lugar?
—
Me envió la dirección. No era un restaurante. No era un bar.
Era una galería de arte privada en el centro. Evento exclusivo. Invitación limitada.
Y yo... no figuraba en la lista.
Pero cuando Lia quiere entrar, entra.
Vestí de rojo. Porque el rojo no pide permiso. Exige miradas.
Tacones negros. Cabello suelto.
Perfume con aroma a “yo mando aquí, aunque esté temblando”.
Llegué.
Y ahí estaba él.
Ethan, con un traje gris humo, copa de vino en mano y la misma mirada de siempre: como si el mundo fuera su sala de espera.
Cuando me vio, sonrió.
—Casi creí que no vendrías.
—Casi no vengo —respondí, sin mentir.
Me ofreció su brazo.
Y entramos. Juntos.
Como si esto fuera algo normal.
Pero nada en mí estaba en calma.
---
La galería estaba llena de arte que no entendía.
Pinturas abstractas. Fotografías en blanco y n***o.
Y esa música de fondo que parece inteligente pero solo molesta.
—¿Qué ves cuando miras un cuadro como ese? —me preguntó él, deteniéndose frente a un lienzo donde solo había un manchón rojo.
—Dolor —dije.
Él asintió.
—Yo también.
Lo miré.
—¿Te gusta el arte?
—No. Me gustan las verdades disfrazadas.
—¿Y eso eres tú?
—No, Lia.
—¿Entonces qué eres?
Se inclinó un poco hacia mí. Su voz fue un susurro.
—Un recuerdo que nadie quiere tener… pero tampoco puede olvidar.
Maldición.
Ese hombre hablaba como si cada palabra fuera escrita para derrumbarte.
—
Minutos después, la conversación fue interrumpida por una mujer.
Rubia. Alta. Impecable.
No tenía nombre. Pero sí poder. Se le notaba.
—Ethan, tu padre te busca. Está en la sala privada.
Él suspiró. Le molestó. Se notó.
—Te dejo sola un momento —me dijo—. No desaparezcas.
Y se fue.
Yo… debería haberme ido también.
Pero en cambio, me moví entre la multitud. Fingí interés. Busqué un rincón para respirar.
Y entonces, lo vi.
Un hombre. Mirándome desde la otra sala.
No era parte del evento.
No vestía elegante.
Pero sus ojos… estaban fijos en mí.
Y su mirada no era la de un extraño. Era la de alguien que sabía.
Saqué el teléfono. Escribí a Verónica.
“¿A qué te referías con ‘se nos adelantaron’?”
Su respuesta llegó en segundos.
> “Hay otra mujer en la mira de Ethan. No es parte de nuestro plan. Pero alguien la colocó. Y tú no puedes arriesgarte a que él sospeche de ti también.”
El corazón se me detuvo.
¿Otra infiltrada? ¿Una rival?
Y justo en ese momento…
Ethan regresó.
—¿Estás bien?
—Sí. Claro.
Él me miró.
Como si supiera que mentía.
Como si, en el fondo, él también estuviera mintiendo.
—
La noche terminó con una frase.
—Quiero verte otra vez —dijo, antes de subir a su auto.
—¿Por qué?
—Porque contigo… me cuesta leer las intenciones.
—¿Y eso te molesta?
—Me excita.
Y se fue.
—
Esa noche, no dormí.
No por culpa de Ethan.
Sino por el mensaje que Verónica me envió a las 3:12 a.m.
> “Tenemos un problema. La otra mujer... ya lo conocía de antes.”
Y no solo eso… también te conoce a ti.”
Y así fue como descubrí que este juego no era solo mío y de Ethan.
Era una guerra.
Y alguien más… ya estaba apretando el gatillo.
—------