SIENDO ELLA MISMA

1187 Words
**RITA** Marta bajó la mirada, dejando que sus ojos oscuros se escondieran, incapaz de sostener la vista, pero no mudó. Su quietud era un desafío, una ofrenda que esperaba ser tomada o rechazada, una punta de lanza en la batalla silenciosa que librábamos en esta mansión. No podía simplemente echarla, no ahora; Julia Elena la había anclado en esta casa, como una sombra que no podía ser ignorada. Su presencia era un recordatorio constante de que ningún rincón era seguro del todo. Cada comida, cada gesto, cada palabra, podía estar contaminada por secretos, por traiciones ocultas en la penumbra. Seguí mi camino, sintiendo sus ojos en mi espalda como el roce de una telaraña, una presencia pegajosa que no quería romperse. No me detuve, no mostré la vulnerabilidad de la duda, porque en esta casa, incluso el silencio tiene oídos, y la cortesía era solo la máscara de la traición. Había aprendido que confiar en alguien era un riesgo que podría pagarse con la pérdida o con la muerte de la paz interior. En un entorno donde las apariencias engañan, donde las palabras parecen revestidas de doble filo y los gestos traicionan más que revelan, la desconfianza se había convertido en mi escudo principal. La mañana comenzó temprano, como siempre, con esa disciplina férrea que he cultivado desde que asumí las riendas del imperio familiar. A las seis en punto, mi despertador sonó como una declaración de guerra contra la pereza, y yo respondí como la soldado que me he convertido en este mundo de hombres y números implacables. Me puse el blazer beige de Armani —mi armadura favorita— que me da ese aire de ejecutiva que no perdona errores ni acepta mediocridad. Es más que una prenda: es mi declaración de intenciones, mi firma personal en un mundo donde cada detalle cuenta. Recogí el cabello en un moño perfecto que proyecta control absoluto, me calcé los Louboutin que me hacen caminar como si fuera dueña del mundo, y salí directamente a supervisar los hoteles. «Pero Rita no delega lo que puede supervisar personalmente». Me gusta hacerlo así, con mis propios ojos, mis propias manos, mi propia intuición afinada por años de experiencia. No importa cuántos correos lleguen marcados como «urgente» —siempre son urgentes para otros, rara vez para mí—, no importa cuántos informes detallados me manden con gráficos coloridos y proyecciones optimistas: nada, absolutamente nada, reemplaza el ojo directo, el contacto humano con el equipo, sentir el pulso real del lugar, escuchar lo que no se dice en las reuniones formales. Recorrí las áreas comunes con la mirada de un halcón cazador, revisé el estado de las habitaciones modelo como si fuera una inspectora de la realeza, hablé con los gerentes no solo sobre números, sino sobre sus vidas, sus preocupaciones, sus ideas para mejorar. Escuché sugerencias con la paciencia de quien sabe que las mejores innovaciones vienen de quienes están en primera línea, anoté cada detalle en mi libreta de cuero —porque los teléfonos se descargan, pero las ideas escritas a mano permanecen. Todo estaba funcionando como un reloj suizo. Los huéspedes sonreían genuinamente, el personal trabajaba con energía renovada, los números bailaban en verde en mis reportes mentales. Y eso, aunque no lo grite desde las azoteas ni lo proclame en juntas directivas, me da una satisfacción que me recorre todo el cuerpo como un café cargado de adrenalina pura, como una droga legal que me mantiene adicta a la excelencia. Es mi legado. Es mi promesa a papá. Es mi venganza silenciosa contra todos los que dijeron que una mujer no podría mantener en pie este imperio.  Al regresar a la oficina, cerré la puerta tras de mí y me transformé. Me quité los tacones que habían sido mis zancos de poder durante toda la mañana —mis pies me lo agradecieron con un suspiro de alivio— y me dejé caer en mi silla ejecutiva como si fuera el sofá más cómodo de un domingo perezoso. Por un momento, dejé que los músculos se relajaran, que la máscara de perfección se aflojara ligeramente. Estaba sumergida en la revisión de unos contratos especialmente tediosos —cláusulas que parecían escritas por abogados que cobraban por palabra— cuando sonó el celular. La pantalla mostró el nombre que siempre me arranca una sonrisa genuina: Marcela, mi cómplice de travesuras desde la universidad, la única que puede hacerme reír hasta llorar y la que mejor conoce mis secretos más íntimos. —Rita, por favor, sal de esa cueva corporativa antes de que te conviertas en un troll de oficina. Vamos de compras. Necesito urgentemente tu ojo crítico despiadado y tu sarcasmo refinado para no comprar algo que me haga ver como piñata de quinceañera. Su voz tenía esa urgencia fingida que uso cuando quiero convencer a alguien de algo que realmente deseo. Sonreí a pesar de mí misma, sintiendo cómo algo dentro de mi pecho se aflojaba como un resorte que llevaba meses comprimido. —¿Cuánto tiempo sin salir, Marcela? —me pregunté en voz alta, más a mí misma que a ella—. ¿Cuánto tiempo sin distraerme realmente? ¿Sin ser simplemente yo, sin el peso del apellido que cargo como una corona de espinas, sin los hoteles, respirándome en la nuca, sin decisiones que afectan a cientos de familias? Era cierto. Había estado tan sumergida en mantener a flote el negocio, en demostrar que merecía estar donde estaba, en honrar la confianza que papá había depositado en mí, que había olvidado quién era Rita cuando nadie más estaba mirando. —Está bien, me rindo ante tu persuasión implacable —le dije finalmente—. Dame una hora para terminar de revisar estos contratos que parecen escritos en sánscrito. Pero, por favor, no me lleves a esas tiendas donde todo brilla como árbol de Navidad en casa de narcos. Mi retina no está preparada para tanto exceso. —Prometido solemnemente —respondió con esa risa contagiosa que me recordaba por qué habíamos sido amigas durante tantos años—. Solo tiendas con clase europea y descuentos que no insulten nuestra inteligencia. Colgué y me estiré como un gato al sol, sintiendo cómo cada vértebra se acomodaba en su lugar después de horas de tensión. Me hacía falta más de lo que estaba dispuesta a admitir. Un respiro profundo. Un momento sagrado fuera del control férreo, del cálculo constante, de la estrategia que nunca descansa. Un momento para recordar que debajo de la ejecutiva implacable todavía vivía la mujer que reía sin reservas y soñaba con cosas que no aparecen en los estados financieros. Además, Patricia estaba más que bien entretenida con su nuevo proyecto, y eso me daba la libertad de escapar sin culpa. Mi hermana del alma, estaba metida de lleno hasta las cejas en el diseño de interiores para el hotel boutique que abriremos en la costa pacífica —"nuestro bebé más ambicioso hasta ahora". No paraba de bombardearme con fotos de muestras de tela, bocetos que parecían obras de arte, ideas tan innovadoras que me hacían preguntarme de dónde había sacado tanto talento.
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