**RITA**
Ella agitó la cabeza, con una mezcla de incredulidad y desespero.
—¡Imposible! Fui engañada —exclamó, con la voz quebrada, como si intentara recuperar el control que se le escapaba entre los dedos. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas, reflejando una vulnerabilidad que hasta entonces había estado oculta tras su máscara de arrogancia.
Sergio la miró con una mezcla de compasión y desprecio, como quien ve más allá de las apariencias, entendiendo que su lucha ya no era solo contra ella, sino contra las mentiras que había construido.
—¿Engañada? No lo creo. Mi padre dijo que tú estabas muy enamorada de él, y él de ti. Eso es real, y me imagino que es lo que importa. Pero no confundas amor con poder. Él te quiere, sí. Pero también quiso proteger a su hija. Y lo hizo. Desde antes de conocerte.
Ella bajó la mirada, como si por fin entendiera que el juego había terminado, que la fachada había caído y que no podía seguir sosteniendo su mentira.
—Ahora que mi padre está en cama —continuó Sergio con voz más firme—, Rita tomará el control de todo. Las decisiones, los negocios, la casa. Tú puedes quedarte con los recuerdos, si quieres.
Un silencio profundo cayó sobre el lugar. La mujer, por un momento, pareció desmoronarse por completo. Sus labios temblaron, y en su mirada se reflejaba la derrota; una derrota que parecía más dolorosa que cualquier enfrentamiento anterior.
Ella no respondió. Solo se giró lentamente, como si el peso de la verdad la hubiera vencido. Su perfume quedó flotando en el aire, una fragancia que ahora parecía triste y desolada, en contraste con la presencia dominante que había ejercido hasta ese momento. Su presencia, que antes imponía sin esfuerzo, ya no generaba miedo ni respeto; era solo un recuerdo de lo que fue, de lo que pudo haber sido y de lo que, finalmente, nunca sería.
Y yo, desde mi escondite, sentí que algo dentro de mí se acomodaba, una paz que no había experimentado antes. “Mi papá siempre ha cuidado de mí”
Era como si, en medio de toda esa tormenta, por fin entendiera el lugar que me correspondía.
Me quedé unos segundos más detrás de la puerta, sin moverme. El silencio que siguió a la conversación era más estruendoso que cualquier grito. Sentía el pulso en las sienes, el temblor en las manos, y una mezcla de miedo y determinación que me atravesaba por dentro. La sensación de que algo había cambiado para siempre era como una presencia que no podía ignorar, que se aferraba a mí con la fuerza de un destino irrevocable.
Con el corazón latiendo con fuerza, lentamente abrí la puerta y me adentré en la habitación. Cada paso que daba era como una declaración de guerra contra mis dudas, contra el temor que quería detenerme. Al llegar, vi a papá durmiendo plácidamente, ajeno a todo, pero en su rostro había una paz que me reconfortó. Su respiración tranquila me dio una fuerza que no sabía que poseía.
Me senté suavemente a su lado, tomando su mano entre las mías. Le acaricié la frente con ternura, sintiendo el calor de su piel, como si ese gesto pudiera transmitirle todo lo que había en mi corazón. “Gracias”, susurré. Aunque no sabía si podía oírme, necesitaba decirlo, necesitaba que esas palabras salieran de mí. Gracias por protegerme, por pensar en mí antes de que yo pudiera entenderlo, por ser un escudo y también un farol en la oscuridad.
En ese instante, Sergio entró en la habitación. Sus ojos reflejaban una calma que contradecía la tensión que habíamos sentido anteriormente. Mirándome a los ojos, no había rabia, ni tensión desesperada, solo una serenidad firme, una decisión tomada y aceptada. Era como si hubiera llegado a un lugar donde entendía que todo había ocurrido exactamente como tenía que ocurrir.
—¿Lo escuchaste todo? —preguntó, con voz baja pero segura. Ante su mirada yo no puedo esconderme.
Asentí sin palabras, sintiendo aún las emociones revueltas en mi interior.
—No sabía nada —dije finalmente, casi en un susurro.
—No tenías que saberlo —contestó Sergio, acercándose con paso firme. —Papá lo hizo para que pudieras vivir sin miedo, para protegerte. Pero ahora, ha llegado el momento en que tomes tu lugar. Todo estaba resuelto desde antes de que tú nacieras.
Lo miré, y por primera vez no lo vi como a un hermano enfadado o confundido, sino como a alguien que había sostenido el mundo por mí, sin que yo lo notara. Él había llevado sobre sus hombros el peso de secretos y sacrificios, y eso lo hacía aún más cercano en ese momento de revelación.
—Estoy lista —dije, con una determinación que surgía desde lo más profundo de mi ser.
En ese instante, supe que reclamaría lo que era mío y dejaría atrás el miedo. Respiré hondo y avancé, por fin, capaz de mirar al futuro con esperanza y valentía.
La rabia me consumía. El doctor me mostró las medicinas que mantenían a mi padre con vida y, luego, la cruel lista de las que había olvidado tomar. Esa lista fue un golpe helado en el pecho: la evidencia de su recaída gritaba en cada dosis omitida, en cada envase vacío oculto, en cada gota sin administrar. Y en ese caos, el nombre de Julia resonaba con fuerza, esa mujer convertida en enemiga, alimentada por la desidia, la mentira y su propia indiferencia.
Subí las escaleras de dos en dos, con la furia, dándome zancadas en el corazón. No podía soportar la impotencia, la sensación de estar atrapada en un escenario de pesadilla. La casa, que antes era un santuario de risas y recuerdos, ahora me parecía el escenario de un crimen despiadado. Cada paso resonaba como un latigazo, como mi rabia que no podía contenerse.
La puerta del dormitorio de Julia estaba entreabierta. La encontré allí, sentada frente a su tocador, con una calma que me pareció obscena, casi blasfema, mientras se pintaba los labios con precisión insensible. La imagen me hervía por dentro. Quise gritar, pero mi voz se quedó atrapada en la garganta.
No me molesté en buscar permiso, ni en tocar suavemente. Entré, empujando la puerta de golpe, y ella dio un respingo, mirándose en el espejo. Su sorpresa duró solo un instante; pronto, su rostro se convirtió en una máscara de desprecio.
—¿Qué crees que haces, Rita? Sal de mi habitación— espetó, con la voz tan afilada como sus garras.