**MANUEL**
La puerta se cerró con un golpe seco. El eco me sacudió como si fuera una amenaza. Sabía que Rita estaba empacando. Lo sentía en el aire, en el silencio tenso que se colaba por cada rincón del apartamento.
No quería reconocerlo, pero los celos me estaban devorando. La imaginaba con Sergio, subiendo a su coche, sonriendo como lo hacía conmigo. Y esa imagen me quemaba. Caminé hacia el dormitorio, cada paso más firme que el anterior. La encontré de espaldas, metiendo cosas en una maleta como si quisiera borrar todo lo que habíamos vivido. La sujeté de la cintura.
—¿Te vas? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.
Ella se giró, sorprendida, con los ojos abiertos, como si no esperara verme. —Manuel, yo…
No le dejé terminar. Me acerqué, la acorralé contra la cama, sin tocarla aún, pero con la mirada clavada en la suya.
No sabía si lo que sentía era molestia, ira o algo peor.
—¿Es con él? ¿Te vas con Sergio?
Ella negó con la cabeza, pero su silencio me dolía más que cualquier palabra. —No puedes irte así —dije, con la voz rasgada, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. Y entonces la sujeté. No con violencia, sino con desesperación. Con la necesidad de entender, de detenerla, de no perderla.
La arrojé a la cama, no de ira, sino porque desconocía cómo contener todo lo que me estaba consumiendo internamente.
—Dime la verdad, Rita. ¿Es él? ¿Es por él que me estás dejando?
Ella me miró, con los ojos llenos de algo que no supe descifrar. Y en ese instante, supe que no había marcha atrás.
¡La pasión, teñida de celos y el deseo a flor de piel, le hicieron sentir el rigor del encuentro: —¡¿Te gusta cómo tu macho te hace el amor?! —susurre, ¡¡para este punto estaba perdiendo el control!!
Ella aprendió a ser mujer en mis brazos, una relación momentánea. Besé con desesperación su cuello, se opuso al principio y luego sentí que se fue debilitando. En eso el encuentro dio un giro excitante. Nos besamos dulcemente, hasta que Rita metió su lengua en mi boca y su mano empezó a masajear mi m*****o por encima del pantalón.
Ella se subió a caballo encima de mí, nos besábamos mientras ella se restregaba sobre mí, mi pene en segundos consiguió su máximo esplendor, bajé mi mano a su trasero bien formado y empecé a estrujarlas. Nos separamos y mi boca buscó su cuello. De un tirón abrí el escote de la blusa y con mi lengua recorrí parte de sus pechos.
Rita, torpemente, intentaba desabrochar mi pantalón, no queríamos separarnos, se levantó un poco y lo consiguió. Sobre la misma corrió su tanga hacia un lado y llevó mi erección a su vulva. Con su mano hacía presión, con mi rigidez, contra sus labios vaginales, una y otra vez, hasta que por lubricación, calentura y un movimiento de cintura, mi pene terminó por completo dentro de ella. Un gemido gutural dejó escapar.
—Lo haces muy bien. —susurre.
La tomé de la cara y la besé, tratando de mostrarle todo mi deseo por ella. Rita estaba siendo bien atrevida, aunque nuestro beso se transformó en una pelea de lenguas, succión de labios y mordidas. Mientras nuestros sexos buscaban alejarse para volver a encontrarse con mucha violencia, nunca lo habíamos hecho con ropa, ni en esa posición. Yo, sentado sobre la cama, me estaba gustando que tomara la iniciativa y me diera placer.
Mi mano seguía apretando un pecho y la otra ya jugaba libremente con su clítoris con dos dedos, y ocurrió lo inevitable: no se puede tener tanto placer por tanto tiempo, la descarga en su interior la arrastró a un muy buen orgasmo. Ella se quedó quieta y yo seguí estimulando con dos dedos en su clítoris, y los movimientos de caderas y espasmos se alargaron por un par de segundos más. Se quedó en esa posición un par de minutos para recuperarse. Se desmontó y vio mi pene hecho un desastre, brillante, lleno de flujos y semen, se agachó y con su lengua recorrió todo mi pene, dejándolo impoluto, totalmente limpio.
—Satisfecho —me dijo tranquilamente al entrar al baño. Me quedé en shock, sin entender lo que había pasado. Ahora que lo pienso, no sé qué fue todo eso, pero ella estuvo muy activa en el sexo. Me asombró, porque creía que no quería nada conmigo.
Ella salió del baño, el cabello aún húmedo y la piel tibia por el vapor que aún parecía abrazarla. Su presencia transmitía una calma que chocaba con la tormenta de emociones que habíamos vivido juntos.
La observé en silencio, sin saber qué decir. Había sido tan activa, tan entregada, que me resultaba imposible imaginar que aquella mujer serena fuera la misma que casi había hecho que perdiera el control. Es tan seductora.
Siguiendo una orden silenciosa, me levanté, tomé una toalla y me acerqué lentamente. Ella se sentó en el borde de la cama, sin mirarme, pero sin apartarse. Era como una invitación muda, un puente entre nosotros.
Con extremo cuidado, empecé a secarle el cabello. Cada movimiento era una caricia suave, una disculpa no pronunciada, una promesa que no necesitaba palabras. La conexión entre nosotros parecía intensificarse en ese acto simple, pero lleno de significado.
En ese instante, toda la ira y el rencor se disolvieron en el aire. Solo quedó ella, pura y vulnerable, y una firme determinación en mi interior: no quería volver a perderla nunca más.
—¿Por qué te vas? —pregunté, rompiendo en un silencioso balbuceo, como si el peso de la duda ahogara mis palabras. La habitación quedó en un silencio tenso, solo roto por el susurro de mis pensamientos que retumbaban en mi cabeza.
Ella levantó la vista lentamente, sin mirarme a los ojos, y dejó escapar un suspiro profundo. —Conseguí un apartamento —respondió, su voz plana, casi distante, como si no quisiera que el eco de esas palabras penetrara en mi alma.
—¿No te sientes bien aquí? —pregunté, con la voz quebrada, buscándola con la esperanza de encontrar en ella alguna chispa de duda, alguna duda que me hiciera pensar que todo era un malentendido.
Pero ella negó con la cabeza lentamente, y sus ojos se posaron en un punto indeterminado, un mundo aparte. —Este apartamento no es tuyo, Manuel —aconsejó, con una suavidad que atravesó mis huesos. —No quiero que, de repente, nos saquen. No quiero que te sientas atrapado en algo que no es tu hogar.
Mi corazón dio un vuelco, y la sensación de vacío empezó a apoderarse de mí. La realidad se impuso cruel, como una bofetada fría que me dejó sin aliento. —Me abandonas. Dime que Sergio no tiene que ver en esto —suplique, con la voz temblorosa, aferrándome a esas palabras como si fueran un salvavidas en medio de la tormenta.