NO QUIERE PERDERLA

1161 Words
**MANUEL**  Ella me miró, sus ojos azules brillaban con una mezcla de tristeza y determinación. Sonrió, esa sonrisa que normalmente solía darme serenidad, pero que ahora… no estaba preparado para lo que venía. —Él me lo consiguió —confesó con una calma inquietante, como si esas palabras fueran apenas un trueno en un día despejado. Me levanté sin mirar atrás, con el pecho apretado y la garganta seca, como si algo terrible me estuviera estrangulando desde dentro. El silencio de la habitación era abrumador, solo roto por mi respiración entrecortada. Caminé lentamente hacia la ventana, buscando aire, buscando respuestas en el reflejo de la ciudad que despertaba bajo un cielo gris. La gente pasaba con prisa, ajena a mi tormenta interna. Pero allí, en ese espejo, solo vi a un hombre que ya no sabía quién era; un ser desgastado por la incertidumbre, por la pérdida silenciosa y el tiempo que había escapado entre sus dedos. —¿Eso es todo? —susurré, sin girarme, como si no quisiera afrontar lo que allí mismo podría descubrir. La respuesta llegó sencilla y fría, como un golpe en el estómago. —Sí —contestó ella, con una voz que no temblaba, personificando el rechazo o la resignación. Pero en sus ojos pude ver algo más, un reflejo de lo que ambos temíamos aceptar. Y entonces, en ese instante, lo supe con una claridad dolorosa. La había perdido. No por Sergio. La pérdida de ella no tenía que ver con esa otra etapa, con ese otro hombre en su vida. Era algo más profundo, más oscuro y silencioso: la pérdida de la confianza, de la esperanza, la pasión que habíamos construido con tanto esfuerzo. La había perdido en los pequeños detalles que dejé pasar, en las palabras que no dije, en los gestos que no ofrecí con suficiente frecuencia. La había dejado ir, sin siquiera comprender cómo, sin darme cuenta de que el tiempo, esa fuerza implacable, se llevaba lo más valioso sin pedir permiso. No fue Sergio quien se llevó su corazón. La destrozaron nuestras heridas no sanadas, las peleas no resueltas, los silencios largos y las ausencias invisibles. Cada día, sin siquiera notarlo, la fui alejando, atrapado en mi propia inseguridad, en mi miedo a perderla, a que ella también se fuera. Y en ese proceso, ella se fue alejando sin remedio. Me duele pensar en todos los momentos que dejé pasar, en las palabras que no salieron, en los gestos que nunca soñé poder reconquistar. La consuelo con la esperanza de que quizás, en otra vida, las cosas serían diferentes. Pero en esta, el daño ya estaba hecho, y solo quedó la evidencia de mi inseguridad, la falta de valor para sostener lo que más anhelaba. Ahora, solo puedo mirar su reflejo en el cristal y comprender, con una pesadez en el alma, que lo que se perdió no fue solo ella, sino también la parte de mí que alguna vez fue capaz de amar sin miedo, sin reservas. Me quedé con los recuerdos, con la culpa y con un montón de “si tan solo hubiera…” que no sirven de nada. Sentí como si una corriente eléctrica atravesara mi cuerpo, un torbellino de confusión y dolor. Como si me jalaran de las orejas, una mano invisible que me sacaba de la realidad, arrastrándome hacia un abismo de incredulidad. El mundo parecía desmoronarse, los cimientos de nuestra historia tambaleándose. Mi rostro ardía, enrojecido por la vergüenza, la impotencia y esa sensación de traición que me desgarraba por dentro. Sin pensarlo, tiré la toalla a un lado, como si fuera una bandera de rendición, dejando caer mis manos pesadas, derrotado. Mis ojos buscaban los suyos, intentando entender, intentando retener esa sonrisa frágil que ahora parecía un reflejo de su despedida. —Gracias por tu ayuda. Cuando la miré, ella seguía sonriendo, aunque su expresión era más una máscara que revelaba su dolor. Campante, con la espalda recta, como si en ese momento estuviera atravesando un adiós que ella misma había elegido. La distancia entre nosotros se hizo imposible de ignorar. Y yo, roto por dentro, no supe qué decir. La angustia fue creciendo en mi pecho, la impotencia se convirtió en un nudo que me aprisionaba la garganta. Pensé en todo lo que habíamos compartido, en las promesas hechas en silencio, en esa lucha constante por mantenernos juntos ante las adversidades. Pero ahora, parecía que todo se desvanecía, como si solo fuera un mal sueño del que no quiero despertar. La habitación quedó en silencio una vez más, solo roto por mi respiración agitada y las lágrimas que, insaciables, comenzaban a escapar, mezclándose con la incertidumbre del futuro. —¿Te llevo? —pregunté, con la voz temblorosa, intentando que sonara casual, pero en realidad mi corazón latía con fuerza, preso de la incertidumbre y la inquietud. La pregunta era una excusa, un intento de disimular mi verdadera preocupación: ¿a dónde se iba? ¿Con quién caminaría esa noche que parecía prometedora y a la vez ajena a mí? Ella me miró con esa calma fría que tanto me desconcertaba, como si no importara en absoluto lo que yo pensara. —No es necesario, ya pedí un taxi —respondió, sin volver a verme, sin siquiera dedicarme una sonrisa. Su rostro era una máscara, una máscara que había aprendido a aceptar y que ahora sentía como un muro que me separaba de ella. No dije nada. La garganta se me cerró, las palabras se pelearon por salir y terminaron formando un silencio incómodo, casi insoportable. La angustia me ahogaba, pero también el deseo de no parecer desesperado me mantenía en silencio, como un espectador pasivo ante la despedida. Ella terminó de empacar con movimientos precisos y casi mecánicos. La seguí, sin voluntad propia, como si en realidad no pudiera hacer otra cosa, como si un ritual oscuro me estuviera arrastrando hacia un destino que no podía evitar. La distancia que nos separaba parecía ensancharse, abriendo un abismo imposible de salvar. Al llegar a la entrada del edificio, la vi subir su maleta al maletero con una soltura que destilaba seguridad y distanciamiento. Se volteó por última vez, sus ojos cruzaron los míos y en sus labios formó un adiós con la mano, un adiós que parecía decir más de lo que en palabras podía expresarse. No reaccioné. El peso de la impotencia me tenía paralizado. Solo la vi alejarse, mientras mi corazón se desgarraba en silencio, vueltos jirones por la incertidumbre y el arrepentimiento. Pero cuando el taxi dobló en la esquina y desapareció de mi vista, algo dentro de mí se encendió, como una chispa que desata una tormenta contenida. Sin pensarlo, me lancé hacia mi coche, lo encendí de inmediato, y empecé a seguirla a una distancia prudente, casi como un espectro que se niega a dejar su sombra. La persecución era una escena de tragedia y deseo, una danza angustiosa entre la esperanza y la rendición.
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