PERDIENDO LAS ESPERANZAS

1109 Words
**MANUEL** La seguí hasta una de las residencias más exclusivas de la ciudad: un palacio de silencio y lujo, rodeado de bloques de seguridad y exquisita discreción. Un mundo al que nunca pertenecía y al que, en ese momento, me sentía ajeno y perdido. Aparqué entre sombras, en un rincón oculto, una presencia invisible que observaba sin ser visto, atrapado en un limbo de sentimientos encontrados. Y allí, desde esa sombra que todo lo cubría, la vi descender del taxi con una elegancia que dolía. Ella caminó hacia la puerta, y entonces lo miré con su maldita sonrisa. Sergio. Impecable en su porte, su imagen perfecta, como si saliera de una revista. La esperaba en la entrada, con una sonrisa y una postura de alguien que sabía que ella llegaría. Ella corrió hacia sus brazos, como si ese encuentro fuera la promesa de un refugio, de un mundo mejor, de un amor que siempre supo que existía solo en su deseo. Él la recibió con una sonrisa que hizo arder mi interior, como si quisiera quemar en llamas toda duda, toda esperanza de que aún podía haber algo para mí. La levantó del suelo, la giró con una soltura que parecía como si ella fuera una muñeca de porcelana, un objeto de deseo inalcanzable, un trofeo en su colección de conquistas. El mundo parecía suyo, bajo su control absoluto. Por un momento, el enojo y la tristeza se fusionaron en un único sentimiento hiriente. Tengo el puño cerrado, temiendo romperlo, pero también temiendo que hacer cualquier movimiento pusiera fin a esa escena que parecía escrita por un destino cruel e irónico. Acabábamos de hacer el amor, o eso creía. Ella había estado en mi cama, en mis brazos, en mi alma, y en un instante febril, en la memoria de una pasión compartida. Y ahora, en cuestión de segundos, estaba en los brazos de alguien más, en el mundo del olvido para mí. ¡Qué irónica es la vida! Una quimera que se deshace, un espejismo que se desvanece cuando más crees en su realidad. ¡Qué cruel puede ser el deseo: esa llama, que arde, que consume, que ciega! Porque en ese momento, comprendí que todo lo que había sido nuestro había sido solo una ilusión, una pasión que se confundió con la pertenencia, con la ilusión de que todo era nuestro. Me quedé paralizado allí, en la penumbra, observando cómo ella se perdía en los brazos que no eran míos y cómo esa imagen me desgarraba el alma. Y en esa oscuridad, una certeza se fue formando lentamente: no solo la había perdido a ella, sino que también me había perdido a mí mismo. El flechazo, pensé, es un laberinto donde uno puede perder su camino para siempre, y a veces, solo a veces, la vida misma se encarga de mostrarnos que no hay redención posible. Que el deseo puede ser un monstruo devorador, y que la verdad duele más que cualquier mentira. Resigné mi mirada, sintiendo cómo la energía me abandonaba, mientras el silencio me abrazaba como un manto pesado. La vida seguía, implacable, y yo solo podía quedarme allí, espectador de un final anunciado, con el corazón hecho trizas. Regresé a casa con el alma hecha trizas. El motor rugía bajo mis manos, pero no sentía nada. Solo vacío. Al llegar, mi madre estaba en la cocina, como siempre, pendiente de cada detalle. El aroma al café recién hecho y al pan tostado llenaba el aire, como si el mundo no se hubiera derrumbado. Me miró con sus ojos sabios, pero no dijo nada. Solo me ofreció una taza, como si supiera que no había palabras que pudieran consolarme. Subí las escaleras, esquivando los recuerdos que se aferraban a cada peldaño. Al pasar por la sala, vi a mi hermana. Estaba sentada en el sofá, besando un pedazo de tela donde estaba estampada la firma de ese bastardo. Sergio. Como si fuera un ídolo, como si su nombre tuviera el poder de hacerla soñar. Sentí náuseas y subí a mi dormitorio. La puerta se cerró tras de mí con un suspiro mientras me dejaba caer sobre la cama. El colchón me recibió como un viejo confidente. Entonces lo recordé: la primera vez que la tuve aquí. Su risa nerviosa, sus dedos temblorosos, su perfume impregnado en las sábanas. Un error. Solo eso. Un error convertido en tortura. Me giré hacia la pared, cerré los ojos y deseé un instante de olvido. Pero el dolor persistía. Hay errores imborrables, amores que se clavan como espinas. Cada recuerdo era un clavo más en el ataúd de mi cordura. Intenté respirar hondo, buscando un poco de paz en la oscuridad tras mis párpados. Pero solo encontré su rostro, la imagen perfecta de la inocencia mancillada por mi culpa. ¿Cómo pude ser tan estúpido? Tan egoísta. Ahora cargaba con el peso de la decepción en sus ojos, el reproche silencioso que me perseguía a todas partes. Me levanté de la cama, sintiendo el vacío helado del arrepentimiento, apoderándose de mí. Caminé hacia la ventana y miré la ciudad que se extendía allá abajo, un laberinto de luces y sombras donde cada destello parecía burlarse de mi miseria. Era una condena sin juicio, una prisión construida con ladrillos de remordimiento. Y yo, el único recluso. **RITA** El apartamento era perfecto. No es perfecto en el sentido de impecable, sino en el de auténtico. Cada rincón parecía respirar una historia, una promesa. El sol de la tarde se colaba por los ventanales, bañando el suelo de madera con un resplandor dorado que hacía que la vista de la ciudad fuera un espectáculo cinematográfico. Caminaba de un lado a otro, sintiendo la brisa suave que entraba desde el balcón, y no podía evitar que una sonrisa tonta se dibujara en mi rostro. No era solo un apartamento; era una nueva página en blanco. Mi hermano Sergio me observaba desde el umbral de la puerta. Sus brazos estaban cruzados sobre el pecho y en su rostro había una mezcla de orgullo y una nostalgia tan profunda que casi podía sentirla. Había sido él quien encontró el lugar, quien coordinó cada detalle, y en su mirada vi el reflejo de todos esos años en los que me cuidó. —¿Te gusta? —preguntó con una voz que intentaba sonar casual, pero estaba llena de expectativa. Me detuve frente a la ventana, observando el mosaico de tejados y la gente diminuta que caminaba por las calles. —¿Gustarme? —respondí, girando sobre mis talones para encararlo—. Me encanta. Me siento como si el mundo entero me estuviera esperando aquí abajo.
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