MALOS ENTENDIDOS

1221 Words
**SERGIO**  En las carreras, puedo permitirme el lujo de correr solo, de depender únicamente de mi habilidad y mi máquina. Pero cuando se trata de Rita, formo un equipo de uno, soy el piloto y el mecánico, el estratega y el pit crew. Y no hay bandera de cuadros que me haga detenerme hasta estar seguro de que ella está bien. Observé a la madrastra alejarse con su caminar artificial, sus tacones repiqueteando contra el piso de mármol que mamá eligió, y sentí esa familiar mezcla de irritación y determinación. Mañana regresaría a Londres, a mi mundo de carbón y velocidad, pero esta noche era para Rita. Para estar cerca, para que supiera que no importa cuántos kilómetros nos separen, siempre estaré a una llamada de distancia, siempre estaré listo para volver a casa cuando me necesite. “¿Cuánto tiempo te quedarás esta vez?”, indagó mi madrastra, una sonrisa astuta y calculadora, dibujada en sus labios finos. Su mirada brillante reflejaba una satisfacción que no lograba ocultar, y su postura relajada apenas disimulaba la tensión que parecía irradiar en cada palabra. Sabía que esa pregunta no era casualidad; había un juego, una estrategia, y se había adelantado a mí, como siempre, para poner las piezas en su lugar. “Solo eran un par de días, mañana regreso”, respondí con cautela, manteniendo la guardia alta. La calma en mi voz no delataba la tormenta interior; sabía que lo que estaba a punto de descubrir podía cambiarlo todo. “Vine por un asunto rápido”, añadí, tratando de sonar neutral, pero la inquietud ya comenzaba a sembrarse en mi interior. Su sonrisa se ensanchó, en un gesto que parecía más una victoria que una expresión de alegría genuina. “Qué lástima. Este fin de semana será la fiesta de compromiso de Rita”. La simple mención de su nombre hizo que el aire en la habitación pareciera volverse más denso, cada respiración más difícil de sostener. Mis ojos, llenos de incredulidad y desconcierto, se encontraron con los suyos. En su mirada había una chispa de malicia, de secretos que se resistían a salir a la luz. “¿Qué has dicho?”, pregunté, con la voz cortada por la sorpresa. La observé detenidamente, buscando alguna señal de que todo aquello era una broma, una sola línea de un guion absurdo. Pero no encontré ninguna grieta, ninguna risa, ningún indicio de que no estuviera en lo cierto. Mi padre, que hasta entonces parecía haber permanecido al margen de la tensión que devoraba el ambiente, intervino con voz pausada pero cargada de tensión. “Cariño, ¿no les has contado a tus hijos?”. La palabra “hijos” resonó con cierta gravedad, y en sus ojos podía verse un pálido brillo de pánico, como si temiera lo que estaban a punto de descubrir. “¿Qué está pasando?”, pregunté en un hilo de voz, dando un paso adelante, intentando entender, intentando que la confusión no me ahogara. “Cuéntame”, reiteré, con la urgencia de quien necesita una verdad más allá de las palabras, de quienes anhelan una explicación que calme la tormenta en su corazón. Se encogió de hombros, con un gesto que parecía querer minimizar la situación, pero su rostro delataba claramente la tensión. “Es solamente un compromiso”, explicó finalmente, forzando las palabras, como si estuviera leyendo un discurso aprendido de memoria. “Rita ya tiene edad para casarse”. Su voz sonaba artificial, como si cada palabra estuviera siendo arrastrada por un guion que no había sido del todo escrito por él, sino dictado por otra fuerza. Como si la realidad que conocíamos se estuviera resquebrajando ante nuestros ojos. Mi mente, ágil y aterrorizada, comenzó a correr a toda velocidad, intentando encontrarle sentido a aquella noticia que parecía sacada de un capítulo de una novela negra. Rita, mi hermana menor, de apenas dieciocho años… ¿Un compromiso? ¿Con quién? ¿Un matrimonio arreglado, forzado, que ella no podría haber aceptado voluntariamente? “¿Ella está de acuerdo?”, susurré con contundencia, intentando que mi voz no temblara, disimulando la incredulidad y el temor. La palabra “consciente” flotó en mis pensamientos, pero sabíamos que quizás esa respuesta estuviera fuera de mi alcance, dada la manipulación que rodeaba todo aquello. “Claro que está de acuerdo”, afirmó mi madrastra con una frescura que me provocó náuseas. “Las jóvenes de hoy quieren hombres maduros y estables, alguien que pueda darles un buen futuro”. La satisfacción en su tono era palpable, y me miró con suficiencia, como si hubieran ganado un partido de ajedrez del que yo ni siquiera tenía conciencia de jugar. No podía creerlo. La Rita que conocía era una soñadora, libre e inconformista. Un matrimonio arreglado sonaba en una grotesca farsa. Pero ante la mirada esquiva de mi padre y la sonrisa triunfante de mi madrastra, la cruel verdad era más oscura de lo imaginable. Me callé, pero no me quedé quieto. Observé sus rostros, escudriñando en sus expresiones cada indicio, cada gesto que pudiera darme una pista sobre el secreto que pretendían ocultar. La duda me consumía y el miedo hacía que mi corazón latiera con fuerza descontrolada. Me prometí a mí mismo que descubriría toda la verdad, aunque tuviera que cavar en las profundidades de esa mentira, por Rita, por mí, y por ese algo oscuro que se escondía tras sus sonrisas. El silencio se volvió pesado, casi insoportable, pero no dejé de pensar en las implicaciones de aquel compromiso forzado. La libertad de Rita —y quizás también la mía— dependía de que lograra entender quiénes realmente estaban detrás de esa intriga, y qué precio tendríamos que pagar por desentrañarla. La noche apenas comenzaba, y prometí que no permitiría que aquel secreto permaneciera enterrado por mucho más tiempo. **MANUEL** Conducía a casa, apretando el volante con fuerza en mis manos, como si pudiera apretar también las emociones que me componían por dentro. La rabia me quemaba como un fuego silente, una ira sorda y persistente que crecía con cada metro que me alejaba del trabajo y me dirigía hacia la tranquilidad aparente de mi hogar. ¿Por qué había creído esa estúpida historia? ¿Por qué me había preocupado tanto por ella? La sensación de haber sido un idiota me invadía, como una bofetada fría en el pecho. Un completo y absoluto idiota. Al llegar, la casa parecía más silenciosa de lo habitual, como si también ella sintiera esa tensión que yo llevaba en el alma. Entré de golpe, el eco de un portazo resonó en las paredes, haciendo eco en el silencio como un grito. Lancé las llaves sobre la mesa con un ruido metálico y sordo, un sonido que parecía marcar el fin de toda ilusión. Me quité la chaqueta con brusquedad y la arrojé con fuerza sobre el sofá. La furia que me embargaba era tangible, palpable. No solo por el tiempo perdido, sino por la vergüenza de haber estado tan cándido, tan ingenuo. Me había permitido sentir lástima por ella, por esa chica que creía víctima de un destino cruel, atrapada en una vida miserable. Pero eso era una mentira. Ella no era la víctima que yo había imaginado.
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