UN MURO DIFICIL DE CRUZAR

1158 Words
** JULIA ELENA** En ese momento, algo se rompe dentro de mí. Ya no es solo molestia, es una sed de destrucción que me consume por completo. La casa, mi reino, se ha convertido en una prisión donde yo soy la prisionera y estos títeres de Rita son mis carceleros. —Marta —mi voz corta el aire como una guillotina—. Si esa bastarda no se quita de mi vista en los próximos cinco segundos, la vamos a arrastrar fuera de esta casa por el cabello. Y después, busca a Rita. Es momento de que ella y yo tengamos una conversación concluyente. A vez veo un destello de algo —¿miedo?—en sus ojos. Bien. Empieza a comprender con quién está interactuando. No soporto a esa mujer. No soporto su existencia misma en mi territorio. Carmen. La niñera que Rita contrató para ser su espía, aferrada a ese lugar como un cáncer al hueso, convencida de que su miserable presencia es tan vital como el aire que contamina con su respiración. Se pasea por mis pasillos con ese aire de mártir nauseabundo, con las manos juntas, como si rezara por mi perdición, como si este fuera su templo y ella su suma sacerdotisa. Cada paso suyo es una profanación, un recordatorio de que en mi propio reino hay fuerzas que se atreven a desafiarme. Ahora, con mi esposo vulnerable en esa cama, Carmen se ha coronado como la reina de la situación, creyéndose la única con la llave de su supervivencia, como si su presencia asquerosa fuera el único remedio entre él y la muerte. Pero ya no puedo fingir tolerancia. La rabia se ha convertido en algo más puro, más letal—una llama que no solo arde, sino que calcina todo a su paso. —Marta —mi voz surge como un susurro gélido, pero cada palabra está cargada de una promesa de aniquilación—. Haz que desaparezca. No me importa cómo. Ya no quiero verla respirar el mismo aire que yo. El silencio que sigue es diferente. Es el silencio antes de la tormenta, antes de que el mundo tal como lo conocemos se desmorone por completo. Y yo voy a ser quien mueva la primera piedra. Mi fiel Marta, mi confidente letal, un eco perfecto de mi sed de venganza, no preguntó nada. No necesitaba hacerlo. Asintió con la rapidez de un verdugo experimentado, su rostro transformándose en una máscara de obediencia mortal, y caminó hacia la puerta del dormitorio como quien se dirige a ejecutar una sentencia de muerte. Allí estaba Carmen, sentada en esa silla de terciopelo como una reina destronada, la imagen misma de la resistencia patética —esa resistencia que me carcomía las entrañas como ácido, esa terquedad sustentada en un silencio de hierro que me hacía hervir la sangre. —Señora Carmen, la señora Julia Elena exige que se retire. Inmediatamente. —Mi lugar está aquí. Tengo órdenes de no dejarlo, solo —respondió esa maldita vieja, y su voz temblorosa resonó en mis oídos como el chirrido de uñas sobre cristal. Era una manipuladora experta, un instrumento de chantaje emocional que usaba su vejez aparente como escudo, apelando a la lástima para justificar su insubordinación descarada. ¡Instrucciones! ¿De quién? ¿De esa zorra de Rita que se cree dueña de mi casa? Yo soy el ama y señora de esta mansión. —¡Él me necesita a mí, su esposa! —rugí como una bestia herida, la rabia explotando desde las profundidades de mi ser, mi pecho convulsionándose como si fuera a estallar. El último vestigio de autocontrol se desintegró como papel en llamas. La bandeja de roble con esos malditos frascos de medicina —símbolos de la rutina que me estaba asfixiando— se veía demasiado frágil para contener mi furia nuclear. La barrí con violencia salvaje, haciendo que los frascos de cristal explotaran contra el suelo en una sinfonía de destrucción, rodando y destrozándose en mil pedazos cortantes, como si quisieran huir del apocalipsis que yo había desatado. —¡Tu tiempo en esta casa terminó, vieja, inútil! ¡Tu devoción es una plaga putrefacta, un cáncer del pasado que voy a extirpar con mis propias manos! —grité con una fuerza que desgarraba mi garganta, cada palabra envenenada con décadas de odio acumulado. Mi voz se amplificó hasta convertirse en un rugido que hizo temblar los cuadros en las paredes, como si la casa misma temiera mi ira. Carmen se acercó con esa lentitud insultante, como si cada paso calculado fuera una burla a mi autoridad. Pero algo había cambiado en sus ojos—ya no era solo desafío, era desprecio puro. Me miraba como si fuera una niña haciendo berrinches, y esa mirada me atravesó como una lanza encendida. —Señora Julia Elena —su voz ahora tenía un filo que no había escuchado antes—. Usted no tiene autoridad sobre mí. Mis órdenes vienen de la señorita Rita, y mientras ella me pague, yo cumplo sus instrucciones, no las suyas. El mundo se detuvo. Las palabras cayeron sobre mí como plomo derretido. ¿Rita le pagaba directamente? ¿Esta empleada había establecido su propio sistema de autoridad en mi residencia? La traición me golpeó como un martillo en el pecho. No solo habían invadido mi territorio —habían establecido un gobierno paralelo, con Rita como emperatriz y yo… yo como una mendiga suplicando audiencia. —Marta —mi voz se volvió peligrosamente baja, como el siseo de una víbora antes del ataque mortal—. Saca a esta basura de mi vista. Ahora. O juro por todo lo sagrado que la voy a arrastrar por el cabello hasta la calle. La tensión era un ente vivo y malévolo que se alimentaba de nuestro odio mutuo. El aire se había vuelto tóxico, cada respiración una lucha por la supervivencia. Y justo cuando estaba a punto de saltar sobre Carmen para arrancarle los ojos con mis propias uñas, la voz de Rita cortó la atmósfera como una espada: —¿Qué carajo creen que están haciendo? Me giré como una fiera acorralada, el corazón bombeando veneno puro por mis venas. Ahí estaba ella, mi némesis, plantada en el umbral con una arrogancia que me hizo rechinar los dientes. Sus ojos ardían como brasas del infierno, y su postura —esa postura que había heredado del bastardo de su padre—irradiaba una autoridad que me hacía temblar de rabia impotente. —Esto no te incumbe, Rita —escupí las palabras como si fueran clavos ardientes, pero mi voz traicionó el terror que comenzaba a crecer en mi pecho como un tumor maligno. —¿No me incumbe? —replicó con una frialdad que me heló la sangre—. Están armando un circo frente a la puerta del dormitorio de mi padre enfermo, gritando como histéricas, y ¿piensas que eso no me importa? ¿En serio?
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD