SENTIRSE EL MAYOR DE LOS IDIOTAS

1232 Words
**MANUEL**  La había visto con mis propios ojos, sin ningún velo, sin ninguna máscara. La había visto riendo, sonriendo, y lo peor de todo, besando a mi rival. Sí, a ese hombre que había llegado a convertirse en mi peor enemigo, el que había hecho de mi vida un infierno, el que me humillaba en cada oportunidad. Y allí estaba ella, en sus brazos, disfrutando de su compañía como si esa relación fuera la cosa más natural del mundo. Ese mismo hombre, el que había manipulado mis sentimientos y mi orgullo, ahora la tenía a su lado y parecía hacerla más feliz que nunca. Me serví un vaso de whisky, sin darle importancia a la garganta ardiente ni al sabor amargo que sabía que me acompañaría toda la noche. El líquido parecía el único reflejo del sabor amargo que ahora sentía en el alma. Mientras lo bebía, me pasé una mano por el cabello, frustrado, angustiado. ¡Qué ingenuo había sido! Me había dejado arrastrar por su mirada, por esa aura de tristeza que parecía rodearla, como un velo ilusorio que me hacía creer que necesitaba de mi ayuda, de mi rescate. Me sentí un héroe, un salvador de una damisela en apuros que, en realidad, no existía más que en mi propia imaginación. Pero ahora la verdad era clara. Ella no necesitaba a nadie para salvarla. No había ninguna damisela en apuros, ni ninguna historia de sufrimiento auténtico que justificara mis gestos o mis sentimientos. Solo había una chica que estaba perfectamente feliz con el hombre que más odiaba en el mundo. La figura de ese rival, esa sombra que me había atormentado y humillado, parecía en ese momento más vivo que nunca en mi mente. Me sentía engañado, traicionado por mi propia percepción y por mis emociones. Pero lo que más dolía era la burla, esa sensación de que toda mi preocupación, toda mi ilusión, había sido una especie de trampa. Sentía que mi rival se estaba riendo de mí en ese mismo instante, burlándose de mi ingenuidad, de cómo había caído en esa trampa de sentimientos y prejuicios. Pensaba en cómo me había preocupado por su novia, en cómo había creído en esa historia de sufrimiento y desesperanza. Me había visto la cara de tonto, y ahora, lo que más me dolía, era la evidencia de mi propia vulnerabilidad. Sentado en la sala, con el vaso a medio consumir, mi mente daba vueltas en círculos. La rabia, la vergüenza y el dolor se entremezclaban, formando una tormenta interna que parecía no tener fin. No podía dejar de preguntarme qué era lo que realmente había esperado, qué buscaba en esa relación ilusoria que había construido en mi cabeza. ¿Alguna vez había sido sincero conmigo mismo? ¿Había visto realmente a esa chica, o solo me había aferrado a una idea romántica que me hacía sentir importante y necesario? Y ahora, en la soledad del silencio, solo podía sentir ese vacío profundo, esa sensación de pérdida y decepción. La casa, que en otras ocasiones era un refugio, hoy se sentía como una cárcel. Y en medio de ese silencio, solo me quedaba aceptar la realidad: que la mujer que creí conocer, que juré proteger y rescatar, no era más que otra fachada, una máscara que ella misma había llevado con la indiferencia de quien ya no siente nada por nada ni por nadie. Exclusivamente quedaba afrontar ese despertar amargo y comprender que, a veces, las historias más trágicas no son las que vivimos, sino las que nos inventamos, y que el mayor enemigo a menudo somos nosotros mismos, atrapados en nuestras propias ilusiones y oscuridades. —Hola, hermano, ¿por qué esa cara de decepción? —inquirió Camila, su voz cargada de una curiosidad que a mí me sonaba a burla. La vi inclinarse contra el marco de la puerta, con una sonrisa en sus labios que sabía que no traía nada bueno. —No empieces, Camila —le advertí, sin siquiera mirarla. Me quité los zapatos y los dejé caer con desgana. Quería encerrarme en mi habitación y que el mundo se olvidara de mí por un rato. —¿Por qué tan a la defensiva? —continuó, avanzando un par de pasos hacia mí. Sus ojos escanearon mi expresión, buscando el origen de mi mal humor. Su sola presencia me irritaba en ese momento. —Yo no te he hecho nada, simplemente me preocupé al ver que llegaste como si te hubieran robado el alma. No creí que fuese tan malo preguntar —dijo, un tono de inocencia fingida en su voz. —No tengo tiempo para tus burlas. No es el momento —respondí, mi voz más áspera de lo que pretendía. Sabía que se daría cuenta de que algo grave me había pasado, y mi mal humor solo le confirmaría sus sospechas. Se detuvo en seco, el brillo travieso en sus ojos se desvaneció un poco. —¿Burla? Manuel, algo te pasó. Te conozco. Y si no quieres hablarlo, lo entiendo. Pero no me digas que me estoy burlando de ti. Solo estoy intentando ser tu hermana. Sus palabras me desarmaron un poco. Respiré hondo y la miré por fin. Tenía razón. Había proyectado mi frustración en ella. Me sentí un poco avergonzado por mi reacción. —Lo siento, Camila —murmuré. “No es nada, es solo un mal día”, iba a decir, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Sabía que ella no me creía. Sabía que insistiría hasta saber la verdad. Y lo peor de todo, era que tal vez, solamente tal vez, necesitaba decírselo a alguien. —Hermano, ¿escuchaste la noticia? —dijo Camila, entrando a la sala con el celular en la mano, su tono de voz lleno de emoción—. Dicen que el mejor corredor de Inglaterra, el mismísimo Sergio Navarro, está en el país. Tú que andas en ese mundo de las carreras, deberías ayudarme a conocerlo. Dejé el mando de la consola y la miré, intrigado por su repentino interés en el automovilismo. La verdad, no esperaba que alguien como ella, que casi nunca se interesaba por esas cosas, estuviera tan prendada para buscar a un piloto famoso. —¿Quién es? —pregunté, aunque ya me imaginaba la respuesta, soltando una carcajada interna por la confusión de su entusiasmo. —¡Se llama Sergio Navarro! —exclamó, como si el nombre fuera la clave para resolver todos sus problemas—. Dime que lo conoces. Por favor, dime que eres su amigo. Su rostro iluminado, con esa chispa de ilusión, me hizo sentir un poco incómodo. Una sonrisa amarga se dibujó en mi rostro. La ironía era tan grande que casi me ahogo con ella. —Claro que lo conozco —respondí, con una frialdad que la hizo fruncir el ceño—. Pero no soy su amigo. Ni lo seré. Además, ese tipo tiene novia. —¿En serio? Eso es imposible. Leí en una revista que es soltero —replicó—, y su voz denotaba una genuina decepción, como si esa revelación le hubiera arrebatado un sueño. —Pues mienten, Camila. Lo miré con mis propios ojos hace apenas unas horas. Estaba con una mujer, y por la forma en que se miraban y se tocaban, te aseguro que no eran solo amigos. Claramente, tienen una relación.
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