SENTIRSE UN IDIOTA

1054 Words
**MANUEL** Desde que Rita se mudó a mi apartamento, algo cambió en mí. No era solo la rutina, ni los pequeños detalles, como el cepillo de dientes extra en el baño, ni sus libros apilados junto al sofá. Era la forma en que su presencia se había instalado en cada rincón, como una melodía que no podía dejar de escuchar, una canción que resonaba en mis pensamientos día y noche. Me gustaba tenerla cerca, demasiado quizás, hasta el punto en que su aroma se convirtió en una parte de mi aire, en una constante presencia invisible que me alimentaba y me desquiciaba a la vez. Pero entonces empezó a salir con Sergio. Sergio, mi némesis. El tipo que siempre ha estado un paso delante de mí, en la pista y fuera de ella. No podía soportarlo. Cada vez que ella mencionaba su nombre, sentía que me hervía la sangre, que el mundo se teñía de un rojo intenso y ardiente. Era una mezcla de celos, frustración y una especie de impotencia que se enroscaba en mi interior, como un monstruo esperando ser alimentado. No sabía qué hacer. No podía pedirle que dejara de verlo, no sin parecer un idiota posesivo. Además, sabía que ella era libre, que su corazón no le pertenecía a nadie, pero esa sensación de que Sergio tenía algo que yo no podía ofrecerme, algo que parecía hacerlo más atractivo, más irresistible, me comía por dentro. Pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados, viendo cómo él se pavoneaba con su sonrisa perfecta, con su coche último modelo y esa confianza que parecía desafiar al mundo entero. Cada encuentro, cada mirada, cada sonrisa de Sergio era como una bofetada a mi ego, una prueba cruel de que quizás, en un rincón oscuro de mi alma, nunca sería suficiente para Rita. Así que, en un acto impulsivo, decidí retarlo. Una carrera. Solo él y yo. Sin cámaras, sin público, sin gloria. Solo velocidad, instinto y orgullo. Quería mostrarle a Rita, o quizás a mí mismo, que había algo más allá de los autos, más allá de la superficie brillante: autenticidad, coraje y una pasión que no podía ser improvisada. Quiero que vea quién soy realmente. Quiero que entienda que no todo se mide en caballos de fuerza o en relojes suizos. Existen elementos que únicamente se comprenden cuando el motor ruge y el mundo se transforma en una línea difusa entre el presente y el futuro. Creí que la pista de competencia sería el lugar ideal. Quise que ella fuera parte de esa experiencia, que sintiera el mismo vértigo que me recorría cuando agarró el volante. Le propuse que me acompañara, con la esperanza de que esa conexión compartida fuera suficiente para abrir un espacio en su corazón, para que pudiera ver más allá de Sergio, más allá de la velocidad superficial. Cuando aceptó, sus ojos brillaron con una emoción que me desarmó, que me hizo creer que, quizás, solo quizás, había una oportunidad para cambiar el curso de esta historia. El día llegó. El sol bañaba el asfalto en una luz dorada, casi celestial, y el rugido de los motores ya comenzaba a llenar el aire con su energía vibrante. Sentí los nervios en mi estómago, una mezcla de anticipación y miedo, pero también felicidad. Rita estaba a mi lado, sonriendo, preguntando cosas sobre los autos, sobre las curvas, sobre la velocidad. Sus palabras parecían flotar en el aire, una melodía que me ayudaba a centrarme, a recordar que esa experiencia también era nuestra, que ella formaba parte de mi mundo. Pero al llegar a la pista, antes de que pudiera decirle algo más, la vi correr. No hacia mí. No hacia los autos. Concretamente hacia él. Sergio. Como si en su interior hubiera un impulso irrefrenable, una necesidad de tocar, de acercarse a lo que parecía ser su verdadera pasión, su refugio. Me quedé helado, con el casco en la mano y el corazón en el suelo, sintiendo cómo la rabia, esa llama ardiente, empezaba a subir por mi garganta. ¿Qué tenía él que no tuviera yo? ¿En qué era superior Sergio? ¿Por qué Rita… y hasta mi hermana, parecían babear por ese hombre como si fuera una estrella de cine, una figura inalcanzable, perfecta? No lo soporté. Cada fibra de mi ser gritaba por actuar, por detener ese momento, por reclamar lo que sentía que me pertenecía, o, al menos, que deseaba que me perteneciera. Me acerqué a ellos, ignorando las miradas curiosas, ignorando el nudo en mi estómago que crecía y se tornaba en una masa de angustia y rabia contenida. Tomé la mano de Rita con firmeza, queriendo alejarla de él, de su sonrisa arrogante, de su mundo superficial y perfecto. Pero ella se soltó. Ágil, rápida, como si temiera que Sergio la viera en mis brazos, como si mi contacto fuera una amenaza a su imagen frente a él. Y ahí supe que había perdido más que una carrera. Había perdido algo que ni siquiera sabía si alguna vez fue mío. La ilusión, la esperanza, el respeto propio. Todo se difuminaba en ese instante, en esa escena que parecía sacada de una película triste. Sergio sonrió con suficiencia, orgulloso de su dominio, mientras Rita se resbalaba entre mis dedos, como agua que se escapa sin remedio. —Rita, ven aquí —ordenó Sergio con esa voz que parecía no pedir, sino dictar. Ella se movió sin dudar, como si su cuerpo respondiera antes que su mente. Caminó hacia él con una obediencia que me revolvió el estómago. Quise detenerla. Quise tomarla por la cintura, por el brazo, por cualquier parte que me recordara que alguna vez fue mía. Pero cuando intenté sujetarla, se deslizó entre mis dedos con una agilidad que no le conocía. Como si temiera que Sergio la viera en mi contacto. Como si yo fuera una mancha que debía borrar antes de que él la notara. ¿Qué demonios estaban pasando? ¿Quién era esta versión de Rita que se doblegaba ante él como si fuera su dueño? Respiré hondo. No podía perder el control. No frente a él. Ni mucho menos frente a ella. —Es momento de que la carrera inicie —dije, modulando cada palabra como si no me ardiera el pecho. —Rita, vete a tomar asiento.
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