**RITA**
Tomé la salida más rápida del estacionamiento, las llantas chirriando contra el concreto en una sinfonía de escape desesperado.
El motor rugía con una intensidad sobrenatural que nunca había escuchado antes, como si el auto mismo fuera una bestia despertada que entendiera la urgencia mortal de la situación. Subí la rampa a una velocidad que habría horrorizado a cualquier instructor de manejo, pero que ahora se sentía como supervivencia en estado puro, como la diferencia entre la vida y algo mucho peor que la muerte.
¿A quién llamo? ¡Dios, necesito ayuda!
Con una mano temblorosa, mientras mantenía la otra férreamente agarrada al volante, marqué el número que mi memoria muscular conocía de memoria. La llamada se conectó al segundo timbrazo.
—Rita… —la voz familiar de Manuel sonaba distorsionada por la señal débil.
—¡Manuel, alguien me sigue, me chocaron, estoy…! —mi voz se quebró en una súplica desesperada justo cuando la llamada se cortó con el sonido más aterrador del mundo: el silencio digital.
Bajé la vista frenéticamente y mi corazón se hundió como una piedra en un lago helado: la pantalla negra de mi celular me miraba con la crueldad de una sentencia de muerte. La batería se había agotado en el peor momento posible.
Maldita mi suerte. Maldita mi vida.
Y mientras el retrovisor me mostraba que el coche oscuro se quedaba atrás en la distancia —¿deliberadamente? ¿Por qué había logrado ganar terreno?, ¿O por qué tenían algo mucho peor planeado?—, mi mente procesaba una sola verdad que me helaba la sangre: Esto no fue un accidente. Esta fue una declaración de guerra.
Estaba comenzando a relajar los músculos, a creer que tal vez, solo tal vez, había logrado escapar de la pesadilla, cuando de repente: ¡CRASH!
Un segundo golpe, mucho más violento que el primero, sacudió todo mi cuerpo como una muñeca de trapo. El volante se me resbaló entre las manos sudorosas. Estaba que me moría del miedo, literalmente sintiendo cómo la vida se me escapaba por cada poro.
No, no, no. Esto no puede estar pasando. Pisé el acelerador hasta el fondo, sintiendo cómo el pequeño motor del MINI Cooper gritaba en protesta, pero respondía con toda la potencia que tenía. Mis ojos se empañaron con lágrimas de terror puro, la visión borrándose peligrosamente mientras trataba de enfocarme en la carretera que se desvanecía frente a mí.
Tomé una calle lateral, menos concurrida, una decisión desesperada para huir de esas personas que se habían convertido en mis cazadores personales. Mi corazón me amenazaba con salirse literalmente de mi pecho, latiendo con tanta violencia que pensé que me daría un infarto ahí mismo.
¡Respira, Rita! ¡Respira y maneja! En eso, como en una película de terror, se pusieron a la par de mi auto. A través del vidrio pude ver el rostro del mal puro: un hombre con cicatrices que le cortaban la cara como mapas de violencia, ojos que brillaban con sadismo, y una boca que se abría para gritarme órdenes que no pensaba obedecer.
—¡Maldita perra, detén el auto ahora mismo! —rugía como un animal rabioso, golpeando mi ventana con el puño cerrado.
Mi mente se llenó de una sola palabra que me paralizó el alma: secuestro. Pero eso era exactamente lo que se sentía, lo que era. No importaba si moría en el intento, prefería chocar contra un poste, contra un árbol, contra lo que fuera, antes que permitir que esos monstruos me pusieran las manos encima.
Sobre mi cadáver. Ya mi celular no daba señal de vida, era solo un pedazo de plástico inútil en el asiento del pasajero. No sabía qué hacer más que seguir huyendo como un animal perseguido. Conduje a todo lo que daba mi pequeño auto, sintiendo cómo cada parte de la máquina vibraba al límite de su resistencia.
En una decisión desesperada que pudo haber sido brillante o suicida, agarré una calle de tierra que se desviaba de la pavimentada, levantando una nube de polvo detrás de mí como cortina de humo. Las piedras golpeaban el chasis como balas, el volante se sacudía violentamente en mis manos, pero era mi única oportunidad de perderlos.
Por favor, que funcione. Por favor. Pero mis perseguidores no eran aficionados. Ellos seguían detrás de mí como sabuesos entrenados, sus luces perforando la nube de polvo, acortando la distancia con cada segundo que pasaba. Hoy sí estaba verdaderamente asustada, no solo nerviosa o preocupada, sino aterrorizada hasta los huesos.
Miré adelante y vi la salvación: esta calle de tierra salía a otra carretera pavimentada. Agarré nuevamente el asfalto y aceleré con la desesperación de quien juega la última carta, pero ellos siempre me alcanzaban como una pesadilla que nunca termina.
La carretera se extendía abierta y desolada. Había pocos autos, pocas opciones, pocas esperanzas. Trataba desesperadamente de perderlos entre el tráfico escaso, zigzagueando como una loca, pero sus autos eran más potentes, más rápidos, más implacables.
Voy a morir. Voy a morir aquí, sola, sin que nadie sepa qué me pasó.
Estaba por perder las esperanzas completamente, por rendirme al destino cruel que me esperaba, cuando algo milagroso sucedió. Un auto amarillo brillante, como un rayo de sol en medio de la tormenta, se interpuso entre mis perseguidores y yo.
Miré por el retrovisor con los ojos llenos de lágrimas de gratitud. Ese auto misterioso les cortaba el acceso completamente, moviéndose con precisión quirúrgica, no los dejaba rebasar por ningún lado, como si el conductor fuera un ángel guardián con habilidades de un piloto profesional.
Sonreí a través de las lágrimas al ver una esperanza real por primera vez en los últimos veinte minutos de terror. Alguien me está ayudando. No estoy sola.
Y entonces, como en una película de acción perfectamente orquestada, dos patrullas de la policía surgieron por la parte de enfrente, bloqueando la carretera con precisión militar, obligando a los otros vehículos a detenerse, pero dejándonos pasar tanto al auto amarillo como a mí, como si todo hubiera sido planeado.
Miré por el retrovisor una última vez y vi cómo mis perseguidores se daban a la fuga como cucarachas cuando se enciende la luz, desapareciendo en direcciones opuestas para evitar a la policía. Se acabó. Por fin se acabó.
Detuve mi MINI Cooper destrozado a un lado del camino, el motor humeando, mis manos temblando incontrolablemente. Sentía que me faltaba el aire, como si hubiera corrido un maratón en altitud. Me bajé tan aprisa del auto que perdí completamente el equilibrio, mi cuerpo traicionándome en el momento de la victoria.