**MANUEL**
Camila se quedó en silencio, procesando esa información, su expresión mezcla de curiosidad y desconcierto. La decepción en su rostro se transformó lentamente en una mirada de interés más profundo, como si intentara entender todo ese universo del que no sabía nada.
—¿Y quién es la novia? —preguntó, bajando un poco el tono, casi un susurro, como si fuera un secreto peligroso. La vi encender su celular y buscar algo, concentrada en descubrir esa parte del rompecabezas.
Dejé escapar un suspiro y me dirigí a la ventana, mirando el horizonte, mientras la escena de aquella tarde volvía a mi mente con fuerza. La imagen de ella, de la chica que me había hecho sentir un idiota, imaginando besando a mi rival, se repetía una y otra vez en mi cabeza, como un film en bucle que no quería quitar.
—No sé quién es —mentí, tratando de mantener la calma—. Y sinceramente, no me interesa.
Me levanté del sofá con cierto peso en los pasos y entré en mi habitación, dejando a Camila con su decepción y sus preguntas sin respuesta. Pero en realidad, no podía dejar de pensar en ese encuentro, en la manera en que Sergio Navarro había estado con esa mujer y en lo que eso significaba.
Sabía que la historia no terminaba ahí. No podía ignorar esa revelación que, en el fondo, me dolía: la idea de que mi rival, quien parecía tenerlo todo, tuviera una vida real con alguien que lo amaba, me revolvía el estómago.
Llegué a la cama, apoyé la cabeza en las manos y respiré profundo. La sensación de vacío y la rabia mezclada me hicieron cuestionar todo. ¿Por qué me afectaba tanto? ¿Qué había en mí que se sentía herido por esa realidad que parecía más propia de una novela? Quise apartar esos pensamientos, pero se quedaron anclados, revoloteando en mi mente.
Sentí que no podía seguir con esa fachada de indiferencia. Necesitaba entender qué pasaba y, quizás, en algún momento, enfrentarlo todo. La realidad era que Sergio Navarro no solo era un piloto famoso, sino también un misterio que ahora me podía afectar mucho más allá de lo que imaginaba.
Me levanté temprano, mucho antes de que el sol asomara por el horizonte, cuando la ciudad aún dormía en un silencio profundo. El peso de la corbata de seda alrededor de mi cuello se sintió como una segunda piel, una barrera invisible que me contenía, que me recordaba quién debía ser en este momento. Hoy no era Manuel, el apasionado corredor de autos, el hombre que sentía la velocidad recorrer sus venas, sino el CEO de una corporación multinacional. Un rol que siempre había mantenido en la sombra, un secreto que solo unos pocos elegidos conocían, una parte de mí que guardaba con celo en los rincones más profundos de mi alma.
El volante de carreras había sido mi escape, mi válvula de presión, un mundo donde la adrenalina y la libertad eran una misma cosa. Pero hoy, mi pista era la sala de juntas, y mi carrera, los números, las estrategias y las decisiones que podían cambiar el destino de millones de empleados, accionistas y clientes. La dualidad de mi vida se manifestaba con intensidad: por un lado, la velocidad, la pasión; por otro, la estrategia, la responsabilidad.
Entré a mi oficina y el silencio me recibió, solo roto por el suave zumbido del aire acondicionado que parecía marcar el pulso de la empresa. Me dirigí a mi escritorio, mi mente ya procesando la apretada agenda del día. Cada documento, cada correo electrónico, cada llamada era una pieza en el intrincado rompecabezas que debía resolver. Había una junta importante con los directores, una decisión de inversión de alto riesgo que requería toda mi atención, precisión y frialdad.
Mi asistente entró con una pila de carpetas en sus manos, su presencia organizada y eficiente. “Buenos días, señor”, me dijo con una voz formal, que reflejaba la seriedad de la situación. Le di instrucciones precisas, concisas, sin un solo atisbo de la impaciencia que se gestaba en mi interior por la incertidumbre del día. A cada persona que me cruzaba en el pasillo, le devolví un saludo profesional y una sonrisa calculada, una máscara que me había puesto con los años, una coraza que me permitía mantener las apariencias.
—¿Alguna novedad? —pregunté, acomodándome en mi silla de cuero, dejando que el crujido de la piel resquebrajando el silencio de la oficina rompiera la profunda calma que la impregnaba. La luz de la tarde atravesaba las persianas parcialmente cerradas, proyectando sombras alargadas sobre la mesa, como si cargaran secretos que no querían ser revelados.
Mi asistente, una mujer eficiente y discreta, colocó con precisión una carpeta en mi escritorio y, sin decir palabra, me la extendió con un gesto secreto. La miré rápidamente y, en sus manos, reconocí una invitación. La tomé entre los dedos y, con un leve gesto, señalé que podía continuar.
—Sí, aquí tiene una invitación —dijo ella con tono neutral—. La hija menor de la familia Navarro se compromete este sábado.
Mi cuerpo se tensó al instante, invadido por una ola de dolor y cólera. Los Navarro. Ese apellido, una marca de traición grabada a fuego en mi memoria. La sangre se heló al ver el sobre de marfil, sellado con el blasón de su linaje, una elegante apariencia que para mí era una sentencia.
—No tengo ningún trato pendiente con esa familia —dije con voz reprimidamente dura, casi como un rugido—. ¿Por qué me han invitado?
Mi asistente carraspeó discretamente antes de responder. —La nueva señora del señor Navarro, la señora Elena, está haciendo contactos y buscando estrechar lazos con las familias influyentes del país a través de este compromiso. Parece que desea fortalecer su posición social, y la invitación fue extendida a ciertas personas clave, entre ellas, usted.
Mi vista regresó a la invitación, ese maldito sobre de marfil que había ordenado a mi asistente que tirara por ahí. La recogí del montón de papeles sin importancia donde la había dejado, sintiendo en mis dedos un leve roce del relieve del escudo de los Navarro. La familia que, aunque no conocía en lo personal, tenía en su historia y en su posición una presencia constante en el mundo de los negocios y la élite social. Un peso que parecía inmutable, una dinastía tan antigua y respetada como la nuestra.
Recordé vagamente los rumores que leía en la prensa rosa: cómo el patriarca, ese respetable señor Navarro, se había vuelto a casar con una mujer mucho más joven, y las especulaciones sobre la influencia que eso le brindaba. Ahora entendía mejor el entramado: la nueva señora Navarro estaba usando la fachada del compromiso de su hijastra para consolidar su poder y abrirse camino en los círculos más exclusivos. Un movimiento astuto, casi brillante en su sencillez, pero repleto de cinismo y ambición.
La ironía me quemaba por dentro: la chica que se comprometía, una joven desconocida para mí, no tenía idea de las intrigas que la rodeaban. Y el prometido… había oído rumores, sí, historias sombrías sobre su carácter y sus acciones; un hombre viudo, con un pasado tormentoso, que había sido acusado de maltratar a varias mujeres. La coincidencia parecía demasiado evidente. ¿Qué extraño universo era ese en el que familia y negocios se entrelazaban con tanta sutileza y oscuridad?