EL PERDEDOR SE LLEVA LA GLORIA

1143 Words
**MANUEL** ¿Qué demonios está pasando? ¿Dónde había quedado la Rita, que reía conmigo en el apartamento, que me miraba como si yo fuera su refugio, su puerto seguro? —Es la hora —susurré, con una calma que no sentía, con una voz que ocultaba el temblor de mi pecho. No quería que ella viera mi molestia, ni que Sergio se regodeara en mi derrota. Quería que el rugido del motor hablara por mí, que la pista fuera testigo de lo que aún quedaba por decir, por sentir. La carrera no era solo una prueba de velocidad, era también un reflejo del combate interno que libraba, una metáfora de mi lucha por entender qué es lo que realmente importa. Mientras avanzaba a la línea de salida, sentí cómo el viento fresco rozaba mi rostro, y con cada respiración, trataba de calmar esa tormenta que dentro de mí aún rugía. La luz del sol se reflejaba en los espejos retrovisores, un destello que parecía recordarme que, en cierto modo, todavía podía redimirme, todavía podía cambiar la historia. La carrera comenzaba ahora, pero no solo enfrentaba a Sergio, sino también a mis propios miedos, a mi orgullo, a esa sensación profunda de que quizás, en el fondo, nunca fui lo suficientemente rápido para merecerla. La carrera comenzó, y en ese instante, el mundo pareció reducirse a un solo objetivo: la victoria. El rugido de los motores se convirtió en un grito de guerra, una sinfonía de potencia y velocidad que resonaba en cada fibra de mi ser. Cada curva era una batalla, cada recta una oportunidad para dejar todo en el asfalto. La emoción era tan intensa que sentía cómo mi corazón latía al ritmo de los neumáticos, y el sudor frío resbalaba por mi frente. A mi lado, Sergio mantenía su línea perfecta, la serenidad de quien ha dominado la pista durante años, pero en mi interior arde una llama indomable, alimentada por la pasión, la determinación y el sueño de la victoria. El mundo a mi alrededor empezaba a difuminarse, como si la realidad quisiera deslizarse para dejarme en un estado de concentración absoluta. Solo existían el asfalto, el volante firmemente agarrado entre mis manos, y la figura inmutable de Sergio delante de mí. El silencio mental me permitía escuchar solo los ruidos imprescindibles: el estruendo de los motores, el zumbido del viento cortado por los alerones, el murmullo lejano del público que, en mi mente, se convertía en un rugido ensordecedor de entusiasmo y ansiedad. Y entonces, llegó ese momento decisivo: la última vuelta. El tiempo pareció ralentizarse por completo. Cada segundo se estiraba, cada detalle se amplificaba en una sinfonía caótica de sensaciones. El universo parecía querer saborear ese instante, ese clímax que define a un piloto. Los sonidos se hicieron más fuertes y claros: el rugido de nuestros motores al unísono, el silbido del aire movido por los aleros, y los gritos del público que se convirtieron en un murmullo distante y vago a mi lado. En la antepenúltima curva, ocurrió lo que ningún piloto quiere experimentar: un instante de duda. Lo vi. Un temblor imperceptible en su trayectoria, una pequeña vacilación que duró solo fracciones de segundo. Su Ferrari se abrió sutilmente hacia el exterior, formando un hueco que, en circunstancias normales, sería imposible de aprovechar. Pero en ese instante, ese pequeño hueco se convirtió en una posibilidad dorada, en una puerta abierta al destino. Mi mundo se detuvo por un instante eterno. En ese microsegundo, todas las alternativas posibles se desplegaron ante mí como un abanico de decisiones: podía jugar seguro y conformarme con el segundo lugar, pudiendo asegurar una posición en el podio. Podía intentar un adelantamiento limpio en la siguiente recta, confiando en mis reflejos y en la potencia de mi máquina. Pero había una opción que siempre había llevado en mi alma: apostar todo a una sola carta, arriesgarlo todo por la gloria. Elegí la locura, porque en esa carrera, la locura era la verdadera clave. Pise el acelerador con fuerza desmedida, como si mi alma dependiera de ello. El rugido de mi motor se elevó por encima del de Sergio, una explosión de poder y determinación que resonó en cada fibra de mi cuerpo. Me lancé hacia el hueco como un rayo, una flecha dirigida por la pasión más pura. Las ruedas chirriaron, el chasis vibró con una intensidad que parecía desafiar las leyes de la física, y en ese instante, el mundo entero pareció contener la respiración. Nos rozamos. Pintura contra pintura. Metal contra metal. La tensión era ancestral, una danza de supervivencia y valor. Pero no cedí. Salí de la curva con el corazón en la garganta, temblando de emoción y de miedo, pero con la convicción de que había hecho lo correcto. La victoria, esa meta ancestral que todos persiguen, estaba a un suspiro, a un pequeño segundo de distancia. La recta final se abrió ante mí como una promesa imposible de ignorar. La meta, esa línea sagrada que separa la historia del olvido, se convirtió en un faro de esperanza. Con los ojos fijos en ella, con el alma encendida por la furia, el amor y el orgullo, crucé en primer lugar, sintiendo como si el universo mismo me hubiera dado una segunda oportunidad, un regalo del destino. Cada segundo en esa recta final fue una eternidad de sentimientos encontrados: la euforia, el cansancio, la incredulidad y la gloria. Gané. Salté del coche como un loco, con una euforia que me embargaba por completo. Grité con todas mis fuerzas, los brazos al aire, sintiendo cómo la adrenalina me recorría como un fuego ardiente, dejando una estela de felicidad en mi pecho. La multitud aplaudía, los motores aún rugían en un eco de victoria, pero mi mente solo escuchaba el latido acelerado de mi corazón desbocado. Sergio se detuvo a mi lado, aparcando con precisión perfecta. Bajó de su Ferrari en silencio, tranquilamente, y caminó hacia mí con una sonrisa que no llegaba a ocultar la satisfacción del momento. Extendió la mano con elegancia. —Buena carrera —dijo, su voz calmada, pero llena de respeto. Le estreché la mano con fuerza, sintiendo el calor de su piel, el firme apretón. Fue un buen apretón, un gesto que, en ese instante, significaba más que cualquier palabra. Por un momento, el orgullo y la competitividad dieron paso a un respeto mutuo, un reconocimiento silencioso entre rivales que habían dado todo en la pista. Y entonces la vi. Allí, en la distancia, ella corría hacia nosotros, sus pasos rápidos y decididos. Su cabello ondeaba al viento como una bandera de libertad, sus ojos brillaban con una intensidad que cortaba el aire. Mi corazón dio un vuelco, como si un relámpago hubiese rasgado el cielo de mi pecho. Pero no vino hacia mí. Se lanzó a los brazos de Sergio. El perdedor.
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