**MANUEL**
La escena se convirtió en un instante en que el mundo, que parecía estar en perfecta armonía, comenzó a desmoronarse ante mis ojos. Ella lo abrazó como si él fuera el héroe de la historia, como si mi victoria no significara nada. Sus labios se tejían en una sonrisa que no lograba llegar a mis ojos, y su abrazo, que en otro tiempo podría haber sido cálido, ahora parecía sellar una especie de pacto silencioso con Sergio.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies, que todo lo que había luchado por construir en aquel instante se esfumaba como humo en el aire. Tiré el casco al suelo, el impacto resonando en el silencio repentino que nos rodeaba. Mis manos temblaban, los músculos apretados por la impotencia y la confusión. La multitud seguía aplaudiendo, pero para mí, todo eso se volvió lejano, como si la realidad hubiera quedado reducida a un solo rincón lleno de dolor e incredulidad.
Sin decir una palabra, di media vuelta y empecé a caminar, con pasos apresurados, intentando escapar de esa escena que parecía quemarse en mi retina. La adrenalina de la carrera se había convertido en una puna de amargura que pedía ser liberada.
Cada paso era más pesado que el anterior, y en mi mente, los ecos de la celebración se mezclaban con esa victoria que ahora se sentía vacía, como una ilusión rota. La imagen de Rita abrazando a Sergio quedó grabada en mi memoria, una herida profunda que tardaría en sanar. Por mucho que la gente afuera celebrara mi triunfo, por dentro sabía que algo importante, tal vez algo esencial, se había roto en ese instante.
Mientras caminaba alejado de la pista, solo podía pensar en lo que otra oportunidad significaba… y en cómo, a veces, la victoria puede ser el principio de algo mucho más difícil que la derrota: el amanecer de un dolor silencioso que quizás nunca desaparezca.
**RITA**
Corrí hacia mi hermano sin pensarlo dos veces, impulsado por una mezcla de miedo y desesperación. Lo alcancé en un par de pasos, y sin dudarlo, lo rodeé con mis brazos en un abrazo fuerte y apremiante. Sentí su respiración agitada y entrecortada contra mi pecho, como si intentara contener el nerviosismo que lo consumía.
—Lo hiciste muy bien, Sergio —le susurré con voz baja y tranquilizadora, intentando transmitirle un poco de calma en medio del caos—. Estoy orgulloso de ti.
Él me devolvió el abrazo, y por un momento, parecía más calmo, más sereno de lo que esperaba. En sus ojos todavía brillaba el miedo, pero había también una chispa de alivio.
—El coche empezó a fallar en la segunda vuelta —confesó en un susurro, casi avergonzado—. No quise arriesgarme a que fuera peor. Porque… no quería poner en peligro a nadie más.
Lo miré con preocupación, acariciándole la espalda suavemente, intentando ser un apoyo en su confusión.
—Tomaste la decisión correcta, Sergio. Lo importante ahora es que estés bien, y que todos estemos seguros.
De repente, giré la cabeza y busqué con la mirada nuestro auto de Manuel, que había estado estacionado unos metros más adelante. Pero, para mi sorpresa, ya no estaba allí. La última vez que lo vi, todavía se encontraba en su lugar, pero ahora parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Un sudor frío me recorrió la espalda, y un nudo se apoderó de mi estómago.
—¿Dónde está, Manuel? —pregunté en voz baja, con la voz tensa y algo temblorosa.
Mi corazón se aceleró, y la inquietud me invadió. La tensión escaló a algo oscuro y confuso. Incapaz de predecir el futuro, lo observé, buscando una señal que nos revelara lo sucedido y el camino a seguir.
—No te quiero ver cerca de Manuel —la voz de mi hermano Sergio era un susurro frío, pero tan contundente como un golpe directo en el pecho. Se interpuso entre nosotros, con los ojos fijos en los míos, una barrera infranqueable de protección y desconfianza. Sus palabras estaban cargadas de un desprecio que me incomodó, pero también de un amor protector, aunque distorsionado.
—Es solo un amigo —intenté sonar convincente, aunque la verdad es que ni yo misma me creía del todo. La complicidad de Manuel era adictiva y peligrosa, un juego que me estaba consumiendo poco a poco, como una tormenta que se aproxima sin que puedas detenerla. Sentí cómo un nudo se formaba en mi garganta, una mezcla de frustración y miedo. Sabía que, aunque quería defenderlo, Sergio no entendería.
Sergio sonrió sin humor, un sonido áspero y cortante que me heló la sangre. Era una risa amarga, la risa de alguien que ha perdido la paciencia.
—Ese tipo es un don Juan, Rita. Lo conozco y sé de lo que es capaz. No quiero que te conviertas en una más de sus conquistas, en otra víctima de su juego sucio. Solo quiero que estés a salvo. Por eso, ya tengo tu apartamento listo. Iré ahora mismo a recoger tus cosas en casa de tu amiga.
—No te preocupes por eso. —Le devolví la respuesta con una calma fingida, aunque el nerviosismo me retumbaba en los oídos.— Dame las llaves y la dirección, y me mudaré sola. Sé cómo cuidar de mí misma. No necesito que me protejas de Manuel, sé distinguir entre un amigo y un peligro real. Además, prefiero decidir por mí misma a quién dejar entrar en mi vida.
Pero Sergio no cedía. Tenía esa expresión cerrada, esa decisión que no admitía argumentos ni excusas.
—Es que quería agradecerle a tu amiga por haberte hospedado. Es lo mínimo que puedo hacer —dijo con un tono que no admitía réplica—. Además, así nos aseguramos de que no vuelvas a cruzarte con ese tipo. No quiero que vuelvas a poner en riesgo tu seguridad, tu salud mental, o tu futuro.
Su tono era implacable, dejando claro que no había lugar para más discusión. La tensión en el ambiente era palpable, casi se podía cortar con un cuchillo.
Sabía que no podía discutir con él. Cuando Sergio ponía esa cara, esa expresión severa y decidida, la decisión ya estaba tomada. Mi voluntad parecía tan frágil ante su determinación que no me quedaba más remedio que aceptar, al menos por ahora.
Manuel ya no era una opción. Y aunque en el fondo de mí sentía un roce de rebeldía, una chispa que aún se resistía a apagarse, entendí que no podía permitirme una pelea en el momento. La realidad me aplastaba con su peso, pero esa chispa, esa sensación de que había algo más, no se extinguía por completo.
Manuel no era solo un juego, ni una aventura pasajera. Era una chispa que me encendía por dentro, una mirada que me hacía sentir viva, libre de cadenas y de expectativas ajenas. Con él, sentía que podía respirar, que podía escaparme de la rutina y las reglas que otros intentaban imponerme. Era un destello de juventud, de rebeldía.