RISAS MACABRAS

1100 Words
**JULIA ELENA** Sé que, si no puedo destruirla de raíz, arrancarla como la mala hierba que es, quemaré sus huellas hasta los cimientos con el fuego purificador de la vergüenza y la condena pública. Nadie desafía a Julia Elena y permanece de pie. —Quiero que se vaya —le dije, y mi voz sonó como el filo de una navaja recién afilada, cortante como una lanza de hielo que atraviesa el corazón—. Que huya como la rata que es, que no tenga el valor ni la dignidad de volver a poner un pie en mi casa. No quiero verla más, ni en mis pesadillas más oscuras, ni en mi realidad más brillante. Quiero que desaparezca de la faz de la tierra. Esteban me miró con esa sonrisa torcida que conozco tan bien, esa mueca que solo revela una inteligencia perversa y una complicidad infinita, como si mis palabras fueran un manjar exquisito que él devoraba con el apetito de un depredador hambriento. La misma sonrisa diabólica que surge cuando su ambición sin límites y mi maldad refinada se unen en un abrazo que podría condenar almas. —¿Y cómo piensas lograr eso, mi querida Julia Elena? —susurró, inclinándose hacia mí, como una serpiente que se acerca a su presa, con una curiosidad ávida que prometía secretos más oscuros que la medianoche. —Quiero que la arruines completamente —afirmé con una firmeza que no admitía réplica—. No quiero rastros, ni huellas, ni cenizas. Quiero que se quiebre por dentro como un cristal golpeado por un martillo, que su alma se rompa en mil pedazos irreparables. Quiero que sienta en carne propia cómo la juzgan, cómo la miran con el desprecio reservado para las sabandijas, cómo la condenan sin necesidad de palabras, con solo una mirada. Que vean en ella únicamente un espectro maldito, una vergüenza ambulante, un símbolo putrefacto de lo que no debe ser jamás. Una mujer tan despreciable que incluso su propio padre no pueda mirarla sin sentir náuseas. La risa de Esteban resonó en la habitación como un rugido demoníaco, pero no de burla, sino de sádica satisfacción, como quien halla la clave para desatar el caos. Era el sonido macabro de dos almas gemelas danzando en la oscuridad que hacía tiempo habíamos abrazado."No era una risa humana, sino la manifestación sonora de una bestia interior liberada. Una bestia que yo conocía bien, pues habitaba también en mi pecho, aguardando el momento propicio para aullar a la luna llena de la desesperación ajena. Nuestros ojos se encontraron, brillando con la misma llama oscura, comprendiendo sin palabras el pacto tácito que nos unía. La inocencia había muerto hacía mucho tiempo, estrangulada por la crueldad del mundo y enterrada en el jardín de nuestros corazones endurecidos. Ahora, solo quedaba disfrutar del espectáculo, del retorcimiento de las almas bajo el yugo de nuestra maquinación. Esteban levantó su copa de vino tinto, un líquido espeso y oscuro que semejaba la sangre que pronto correría, y brindó en silencio. Yo imité su gesto, sintiendo el frío del cristal en mis dedos, anticipando el calor de la venganza en mis venas. La función estaba a punto de comenzar." —Eres exquisitamente malvada, Julia Elena —dijo con una admiración genuina que me recorrió como una caricia—. Terriblemente buena en esto. Y lo que pides, yo lo sé hacer mejor que nadie. —Tú eres el maestro absoluto de las sombras, de paso te comerás una virgen —murmuré, dejando que mi voz se convirtiera en un susurro lleno de promesas mortales—. Quiero rumores venenosos, con fotografías comprometedoras, con montajes que parecen más reales que la realidad. Consigue algo que la comprometa irremediablemente, algo que la convierta en la pesadilla que todos temen que sea. Quiero que la hagan parecer exactamente lo que la gente ya cree que es. Que la reduzcan a un símbolo de pecado y vergüenza eterna. Conviértela en la mujer que su propio padre no podrá nombrar jamás sin sentirse avergonzado de haberla engendrado. Esteban levantó su copa como si fuera un cáliz sagrado en una ceremonia profana, y yo permanecí con la mía en la mesa, envuelta en un silencio pesado como una lápida, como si el tiempo mismo se detuviera para presenciar nuestro pacto diabólico. —Si lo que quieres es verla hundirse en las profundidades del infierno —susurró con deleite—, yo me encargo personalmente de enviarla allí. Tomé mi copa, finalmente, sin un solo temblor en mi mano que delatara mis emociones, y sentí cómo el vino se deslizaba por mi garganta, amargo como la tierra después del luto, como el pecado que se vuelve adicción. Pero el sabor del poder, ese sabor oscuro y embriagador que corre por mis venas como droga, siempre compensa cualquier amargura. Es mi sustento, mi razón de existir, mi religión personal. —Hazlo bien, hazlo perfecto —le ordené con la autoridad de quien nunca acepta un no por respuesta—. No quiero que me vinculen ni por accidente, no quiero dejar ni la más mínima ceniza visible que pueda rastrearse hasta mí. Solo quiero verla salir por esa puerta por última vez, con la cabeza baja y el alma destrozada como un cristal pisoteado, un espectro que desaparece sin reclamar su derecho a defenderse, sin dignidad, sin esperanza. Quiero que sea ella misma quien destruya la última trenza de honor que le quede, que se convierta en su propio verdugo. Esteban levantó su copa con ceremonial elegancia y, con una sonrisa de complicidad que sellaría el destino de Rita, murmuró como un sacerdote oscuro: —Entonces brindemos, mi querida aliada. Por el principio del fin más absoluto. Yo, con una sonrisa que jamás alcanzaba mis ojos porque había aprendido que la verdadera maldad nunca se muestra completamente, choqué mi copa con la suya, sellando un pacto más oscuro que cualquier contrato firmado con sangre. Brindé por la caída inevitable de Rita, por esa caída que sería infinitamente más que un simple tropiezo: sería una destrucción total, sistemática, irreversible. «Pero cuando Julia Elena determina que alguien debe caer, la caída no se limita a un error transitorio. Es una aniquilación que reescribe la historia misma de la víctima». En ese proceso meticuloso de destrucción, no hay redención posible, no hay segundas oportunidades, no hay misericordia. Solo un silencio final y sepulcral en el que la víctima queda reducida a cenizas que el viento dispersa, condenada a susurrar para siempre en las sombras que la consumieron, recordando eternamente el día en que osó desafiar a Julia Elena.
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