VER CON CLARIDAD

1077 Words
**RITA** Me senté a su lado con la delicadeza de quien maneja cristal antiguo, como cada tarde sagrada, en ese ritual silencioso que se había convertido no solo en la esencia de nuestro día a día, sino en el último hilo que me conectaba con el hombre que había sido mi padre, mi héroe, mi norte en esta vida. La luz cálida de la ventana se filtraba lentamente, como miel dorada, derramándose sobre la madera gastada, dibujando franjas luminosas que parecían bendecir ese momento de quietud. En ese perpetuo juego de sombras y luces, hallaba una paz que parecía un prodigio en medio de la tormenta que se había transformado en mi existencia. Era mi santuario, mi refugio, el único lugar donde aún podía ser simplemente Rita, la hija que amaba incondicionalmente. La enfermedad había sido implacable, llevándoselo pedazo a pedazo, robándole palabras, recuerdos, gestos que habían sido la esencia de quien era. Pero esa tarde, por primera vez en semanas que se sentían como siglos, un ligero resquicio de claridad parecía atravesar la niebla de su confusión, como si la enfermedad se estuviera tomando una tregua momentánea para permitirse ser solo un velo transparente, no el muro implacable que usualmente lo separaba de mí. Su voz, aunque frágil como una hoja de otoño a punto de caer, resonó con una claridad que me atravesó el alma como un rayo de esperanza. Ese sonido, aunque no era fuerte, me hizo contener la respiración y cerrar los ojos por un instante, como si aún creyera fervientemente en la magia de sus palabras, en el poder sanador de su amor paternal. Era como si el hombre extraordinario que había conocido toda mi vida empezara a abrirse paso a través de las sombras de la enfermedad, dejando escapar fragmentos preciosos de su esencia auténtica, esos destellos de sabiduría y bondad que siempre había llevado grabados en su corazón. —Te ves cansada, mi niña —dijo—, y aunque usó las mismas palabras de siempre, había algo diferente en su tono. Me miraba con esa familiaridad sagrada que siempre había desnudado mi alma con ternura, esa mirada penetrante, no obstante, amorosa que iba más allá de mi sonrisa cuidadosamente construida, más allá del esfuerzo sobrehumano por aparentar fortaleza ante él. Sus ojos, esos ojos que habían visto tanto dolor y tanta belleza en este mundo, parecían tener un destello de ternura y comprensión que me recordaba por qué había sido el hombre más importante de mi vida. Incluso a través de la niebla de la enfermedad, su amor paternal brillaba como un farol en la oscuridad. —Un poco, papá. Pero estoy bien, siempre estoy bien cuando estoy contigo —respondí—, y mi voz tembló ligeramente a pesar de mis esfuerzos por mantener la compostura. Tomé su mano con el cuidado infinito que se reserva para las reliquias sagradas, sintiendo cada hueso prominente y cada línea de su piel, que ahora parecía tan delicada como papel de arroz, tan frágil que temía que se desvaneciera entre mis dedos. Aquellos dedos, antes forjadores de imperios y guías de nuestros sueños familiares, ahora frágiles y casi transparentes, seguían siendo las manos que me consolaban, me aplaudían y me enseñaban el amor incondicional. La presencia de sus manos descansando en las mías era un recordatorio tangible y doloroso de todo lo que había contribuido a nuestra familia —su legado de integridad, su ejemplo de perseverancia, su amor incondicional— y de cómo, incluso en medio de esa fragilidad devastadora que me partía el corazón, aún mantenían su dignidad inquebrantable. —Rita, mi amor —murmuró, y por un momento fugaz su voz sonó exactamente como la recordaba de mi infancia, cuando era mi superhéroe invencible—. Hay algo que necesito decirte mientras aún puedo, mientras las palabras aún me obedecen. El corazón se me detuvo. En sus ojos vi un destello de la lucidez completa, como si las nubes de la enfermedad se hubieran apartado momentáneamente para revelar al hombre que había sido toda la vida. Era un regalo del cielo, una ventana preciosa hacia el padre que vivía atrapado en su propia mente. —Dime, papá. Te escucho con toda mi alma —susurré, acercándome más, atesorando cada segundo de esa claridad milagrosa que podría desvanecerse en cualquier momento. —Sé que han sido tiempos difíciles para ti, hija mía. Sé que hay personas que te han lastimado, incluyéndome. Que han tratado de manchar tu nombre y tu corazón. —Sus ojos se llenaron de una tristeza profunda, pero también de una determinación férrea—. Pero quiero que sepas algo con absoluta certeza: tú eres lo mejor que he hecho en esta vida. Eres mi orgullo más grande, mi logro más importante, mi amor más puro. Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin que pudiera detenerlas. Eran lágrimas de agradecimiento, de cariño, de sufrimiento por entender que instantes como este eran obsequios escasos y valiosos. —No importa lo que digan, no importa las mentiras que inventen, no importa cuánto veneno traten de derramar sobre tu nombre —continuó, y su voz se fortaleció con cada palabra, como si estuviera canalizando toda su energía restante en este mensaje—. Tú eres buena, Rita. Tienes un corazón noble, un alma generosa, un espíritu que ilumina todo lo que toca. Eso nunca podrá cambiarlo nadie, ¿me oyes? —Te oigo, papá. Te oigo y te creo —logré articular entre sollozos, apretando sus manos como si pudiera anclar ese momento para siempre en mi memoria. —Cuando ya no esté aquí para protegerte —y al decir esto, su voz se quebró ligeramente—, cuando ya no pueda defender tu honor como he tratado de hacer toda mi vida, quiero que recuerdes estas palabras. Quiero que las lleves contigo como un escudo contra la maldad del mundo. Eres mi hija, eres buena, y eres infinitamente amada. En ese momento, comprendí que incluso en medio de la enfermedad que le robaba tantas cosas, el amor de un padre permanece intacto, inquebrantable, eterno. Era su último regalo para mí: la certeza absoluta de su amor y su orgullo, un tesoro que nadie, ni siquiera Julia Elena, con toda su maldad, podría arrebatarme jamás. —Te amo, papá. Con todo lo que soy y todo lo que seré —le dije, y esas palabras llevaban el peso de toda una vida de gratitud y devoción filial.
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