** JULIA ELENA**
¿Qué se cree ella para hacerme esto?
El aire en esta casa ya no me pertenece. Rita lo ha envenenado, lo ha robado con su intromisión venenosa, con esa presencia que se clava como una daga en el centro de la sala y devora toda la atención, succionando la vida misma de mis pulmones. Cada respiro que intento tomar se vuelve una batalla cruenta, un espacio que se va estrangulando, aplastado por la opresión asfixiante de su sombra maldita.
Ella es una sombra que se interpone entre mi marido y yo, una muralla de cristal empañado que me deja ver, pero jamás tocar, jamás reclamar lo que por derecho me corresponde. La vida que una vez fue mía por conquista y engaño, ahora se halla en el silencio ponzoñoso que ella ha sembrado como una plaga en cada rincón de esta residencia que era mi dominio.
No pude más. La ira, un nudo de hierro candente en las entrañas, se elevó por mi garganta como lava ardiente, como un volcán al borde de devorar el mundo entero. En un acto de desesperación inhumana, tomé el florero de cristal de Murano, ese obsequio que nos obsequiaron por nuestro aniversario, emblema de momentos de felicidad y promesas que ahora se desvanecen. Con toda la ira que podía acumular en mi ser torturado, lo lancé contra la pared como si fuera el cráneo de Rita misma.
El impacto fue demoledor: no se rompió, se desintegró en mil puñales de cristal, dejando un estallido que desgarró el silencio ensordecedor de la mansión como el grito de una banshee. Los fragmentos, pequeñas dagas sedientas, salpicaron el frío mármol, reflejando los destellos de luz y la violencia pura del momento. Los pétalos de rosas, de un rojo intenso como sangre fresca, se esparcieron como heridas abiertas, como la sangre de una traición que se niega a cicatrizar.
Mientras que mi marido permaneció inmóvil, recostado en su cama como un cadáver, sin pronunciar una sola palabra miserable. Su silencio, pesado y traicionero, era para mí un castigo más cruel que mil latigazos. Me prometió respeto, espacio, una posición inquebrantable a su lado. Promesas que ahora se revelan como mentiras putrefactas, palabras huecas que se desmoronan como ceniza entre mis dedos. Y su inacción, esa cobardía que lo define en este momento de guerra, se ha convertido en una invitación abierta para que Rita se adueñe de cada rincón de nuestro hogar, de cada espacio sagrado que una vez fue exclusivamente mío.
—¡Es una maldita piedra en mi zapato! —rugí, con la voz desgarrada por la furia y la impotencia que me carcome las entrañas—. ¡Una sanguijuela que no puedo arrancar de mi carne! —Mi voz se quebró en un eco de rabia frustrada que rebotó contra las paredes como un lamento de guerra, mientras empujaba los cojines del sofá al suelo con violencia, como si ese gesto pudiera aplastar el peso insoportable que me está matando lentamente, ese peso que aprieta hasta exprimirme el alma.
Marta, la leal y eternamente silenciosa sirvienta, apareció en el umbral como un fantasma obediente. Sus ojos, dos pozos de oscuridad absoluta, no reflejaban juicio ni compasión —solo la certeza ciega de quien conoce su lugar en la cadena alimentaria. Siempre estática, siempre sumisa, como un eco perfecto de mi voluntad, una extensión de mi poder que confirma tanto mi autoridad como mi creciente desesperación.
—Marta, quiero que averigües si esa perra está en casa —ordené con la voz cortante como un bisturí, cargada de una autoridad que exigía devolverme el control absoluto—. Y si está respirando el mismo aire que yo, que no se atreva a acercarse al dormitorio de mi esposo. Quiero hablar con mi marido sin que esa parásita me interrumpa. ¿Entendido? —mi mandato sonó como una sentencia de muerte, sin espacio para negociaciones ni misericordia.
—Sí, señora Julia Elena. Inmediatamente —respondió, desvaneciéndose del umbral como un espectro bien entrenado. Ella sabe que no tolero la insubordinación, mucho menos de esa intrusa maldita que se cree dueña de lo que conquisté con años de sacrificio, solo por llevar el apellido que yo ayudé a forjar.
No sé quién se cree que es esa desgraciada. No sé por qué todos la protegen como si fuera una santa. Pero este es un juego de supervivencia que yo domino como una maestra, uno que he perfeccionado en décadas de batallas sangrientas. Y mientras mi corazón siga latiendo en esta casa, mientras sus muros respondan a mi llamado, Rita va a conocer el significado del sufrimiento. El eco del cristal, al explotar, aún me susurra promesas de venganza. Quien manda aquí soy yo, y no habrá zorra que lo cambie.
Estoy a punto de cruzar el umbral del dormitorio cuando esa maldita niñera, Carmen, la guardiana que Rita trajo como su perro de guerra, se interpone en mi camino. Una mujer mayor, con ojos cansados pero desafiantes, que tiene la audacia de intentar detenerme en mi propia casa. Su presencia es como un insulto tatuado en mi frente.
Traté de empujarla con la dignidad que me queda, sin recurrir aún a la violencia que late en mis venas, pero ella no se mueve ni un milímetro. Es como empujar una montaña. La miro con todo el veneno que puedo concentrar en mis ojos:
—Quítate de mi camino. Quiero hablar con mi esposo, y tú no eres nadie para impedírmelo.
Pero ella permanece ahí, plantada como un monolito, con esa calma insultante que parece burlarse de mi autoridad. Llamo a Marta con un grito que resuena por toda la mansión, exigiéndole que arranque a esta mujer de mi vista, que la saque de mi presencia antes de que pierda los últimos vestigios de cordura. Pero Carmen no se inmuta. Ni siquiera parpadea.
El silencio se vuelve un ente vivo y malévolo, mientras la tensión se espesa como melaza venenosa. Siento que las paredes mismas conspiran contra mí, que la casa que una vez me obedeció ahora se ha vuelto mi enemiga.
—¿Acaso no escuchaste? —mi voz se convierte en un siseo letal—. Esta es mi casa. Él es mi marido. Y tú… tú no eres más que un estorbo que Rita puso en mi camino para humillarme.
Carmen me observa con esa desoladora serenidad de quien piensa poseer algún tipo de autoridad moral. Sus labios se mueven apenas, pero cada palabra es como un clavo en mi ataúd: —Señora, el patrón necesita descanso. Las órdenes fueron muy claras: nadie debe alterarlo en su estado.
¿Órdenes? ¿Acaso esta sirvienta me está dando órdenes a mí? La sangre me hierve en las venas como ácido. Mis manos tiemblan no de miedo, sino de la necesidad primaria de destrozar algo, de hacer que alguien pague por esta humillación.
—¿Órdenes? —repito, y mi voz se vuelve peligrosamente baja, como el gruñido de una fiera antes del ataque—. ¿De quién? ¿De Rita? ¿Esa víbora te dijo que me mantuvieras alejada de mi propio esposo?