**MANUEL**
Y sin decir una palabra, sin dudarlo, me acerqué a ella. —Está bien, yo te ayudo. —le ofrecí mi brazo con suavidad y la conduje hacia la salida lateral del salón.
Un pequeño acto de rebeldía, una forma de decirle que ella no estaba sola y que, esta noche, ni siquiera esa reina de plumas, con su brillo y su arrogancia, iba a detener su camino. Porque si algo tenía claro en ese momento, era que ella —y quizás, en un nivel más profundo, también yo— merecíamos escapar de esa máscara de superficialidad, de esa farsa de privilegios, y buscar la luz en otros lugares, más auténticos y libres.
—¿En realidad te vas?
—Si tomaré un taxi.
—Yo te llevo. —ella negó con la cabeza.
—Gracias por la compañía, pero ya tengo novio. —eso me atravesó el pecho.
—Vaya, novio que tienes. —Pensaba en ese desgraciado de Sergio.
La observé alejarse, sintiendo un impulso irrefrenable de correr para alcanzarla y detenerla. Mis pies incluso se movieron, listos para seguirla. Sin embargo, me detuve en seco, un pensamiento doloroso frenando mi ímpetu. Recordé, con una punzada en el pecho, que su vida ya estaba entrelazada con la de otra persona, que su corazón ya le pertenecía a alguien más.
**SERGIO**
Salí a fumar un cigarrillo, buscando un poco de aire en medio del bullicio del salón. La noche estaba llena de luces parpadeantes, risas fingidas y máscaras elegantes que cubrían caras, pero que ocultaban más de lo que revelaban. En medio de la fiesta, incluso en los momentos de aparente alegría, a veces el silencio resulta ser el único refugio verdadero. El humo del cigarrillo me ayudaba a ordenar los pensamientos, a calmar las revoluciones internas que aún resonaban de la vorágine de la celebración. Me apoyé contra una columna, observando la escena desde la distancia, como quien espera que algo o alguien me saque de esa especie de trance, de esa sensación de desconexión.
Y entonces la vi.
Una joven, acorralada en un rincón, con un hombre que apenas podía mantenerse en pie por el alcohol. Su figura parecía tambalearse con cada movimiento, con gestos torpes y mirada perdida, pero con una determinación en su postura que no dejaba lugar a dudas: esa mujer no estaba allí por elección. Ella retrocedía, nerviosa, con los brazos cruzados como un escudo, intentando protegerse. Él la miraba con ojos vidriosos, murmurando palabras que no alcanzaba a entender, pero su tono, el tono de su ira contenida, era suficiente para hacerme sentir la gravedad de la situación.
No lo pensé demasiado. Sin una segunda mirada, me acerqué con decisión. No era mi asunto, quizás, pero algo en esa escena me golpeó de lleno: un impulso que me hizo afrontar lo que pudiera venir. La chica, al verse en presencia de alguien, me miró con desesperación y se aferró a mí como si fuera su última esperanza. Sus manos temblaban como hojas en un vendaval, y en sus ojos había un mar de miedo, de angustia.
—¿Todo bien? —pregunté, con una voz firme pero calmada, intentando transmitir confianza.
Por un instante, la joven se aferró aún más a mí, y susurró con voz trémula.
—Por favor… ayúdame.
Sus palabras, apenas un susurro, fueron como un eco en mis propios pensamientos. El hombre, al notar nuestra cercanía, se giró tambaleándose, soltando una carcajada desagradable, una risa espasmódica que parecía más por nervios que por diversión. No dijo nada coherente, pero dio un paso más hacia ella, con los brazos abiertos, como si quisiera atraparla o quizás intimidarla todavía más.
Algo se desencadenó en mí y actué impulsivamente. Tal vez la violencia no era lo ideal, pero no podía permitir que la joven sufriera. Con una patada rápida y certera, derribé al borracho, quien cayó al suelo gimiendo, sorprendido y sin comprender el origen del golpe.
Me agaché rápidamente para ayudar a la joven a levantarse. Estaba temblando, con lágrimas corriendo por sus mejillas. “Estás a salvo”, dije suavemente.
Ella asintió, sin poder hablar, aferrándose a mi brazo con fuerza. La furia aún burbujeaba dentro de mí al ver su terror, pero respiré hondo para controlarme. El borracho intentaba levantarse, maldiciendo y gritando incoherencias. “¡Te voy a matar!”, gritó, tambaleándose hacia nosotros. Lo empujé de nuevo al suelo con el pie, esta vez con más fuerza. “Quédate ahí”, le advertí con voz fría. “No te acerques a ella”. La gente empezaba a reunirse a nuestro alrededor, murmurando y observando la escena con curiosidad.
Necesitaba sacarla de ahí, lejos de ese peligro. La tomé de la mano y la conduje a través de la multitud, sintiendo sus dedos temblorosos entrelazados con los míos. No sabía quién era ni adónde iba, pero en ese momento, solo importaba ponerla a salvo.
No era la primera vez que me tocaba actuar así, ni por mucho sería la última. A veces, la impotencia se apodera de uno y solo queda responder, defender, proteger.
La joven, aun temblando, se quedó pegada a mí, susurros de gratitud y pavor, escapando de sus labios. —Ese tipo… ese tipo quería tocarme… no me dejaba… no me dejaba…
La abracé con cuidado, sin apretar demasiado, simplemente con presencia, con la firmeza de alguien que sabe que en ese momento, solo la presencia puede ser suficiente. No hacía falta decir nada. Las palabras, en estas ocasiones, solamente parecen triviales e inútiles. Nada más, importaba el acto de estar allí, de ofrecerle la protección que ahora necesitaba. Únicamente importaba que ella sintiera que no estaba sola en esa noche oscura.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó ella, su voz aún temblorosa, como si el nerviosismo y la emoción lucharan en su interior. Sin embargo, en sus ojos quedaba una chispa de curiosidad que no había mostrado antes, una luz que parecía iluminar el pasillo en la penumbra del lugar.
Me quité la máscara lentamente, como si esa acción fuera una especie de rito, un acto significativo que revelaba más de lo que las palabras podían expresar. La luz tenue del pasillo iluminó mi rostro justo cuando respondí con calma.
—Me llamo, Sergio.
Su reacción fue casi explosiva. Como si acabara de ganar la lotería o de encontrarse con una celebridad en medio de un sueño del que no quisiera despertar. Sus ojos se abrieron de par en par, y una sonrisa radiante iluminó su rostro. Sin pensarlo demasiado, llevó sus manos a la boca, como para detener esa emoción que no podía contener, y expresó:
—¡Sergio! No puede ser… ¡Esto sí que es una suerte increíble! —exclamó, con una alegría contagiosa que parecía romper cualquier barrera de formalidad. Las lágrimas desaparecieron en cuestión de segundos.
Me quedé allí, en silencio, sin comprender del todo la intensidad de su reacción. Estaba acostumbrado a que me reconocieran, claro, pero en ese contexto, en medio de máscaras y anonimato, esa identificación dejaba espacio a una emoción sincera y pura que no esperaba experimentar aquella noche.
—Yo soy tu fan —añadió con una sonrisa que parecía iluminarle toda la cara—. Siempre he admirado tu trabajo, tu forma de ver el mundo, tu talento… y ahora, tener la oportunidad de conocerte, aunque sea así, es un sueño hecho realidad. ¿Traes un bolígrafo? Quiero que me des tu autógrafo. ¡Qué suerte la mía!
Reí suavemente, todavía desconcertado por la circunstancia inesperada. Saqué una pluma del bolsillo interior de mi chaqueta —siempre llevo una, por costumbre más que por previsión— y busqué rápidamente una servilleta sobre la mesa cercana. La sorpresa me hizo sentir una mezcla de pudor y alegría, como si en un instante en que el mundo parecía detenido, algo auténtico y simple estuviera ocurriendo.
—Aquí tienes —le dije con una sonrisa cómplice, mientras escribía mi nombre con una dedicatoria rápida y sincera.
*Para la chica que convirtió una noche de máscaras en algo inesperado y especial. Gracias por recordarme que la realidad puede ser más hermosa que cualquier ficción. Tu amigo Sergio.* Ella brincaba como una niña.