SINTIENDOSE DUEÑA Y SEÑORA

1150 Words
**RITA** Esa simple frase fue suficiente para desarmarla. Ella lo fulminó con la mirada, se dio la vuelta y se alejó con un paso resentido, dejando un silencio espeso y cargado. Yo me quedé ahí, temblando, con los ojos llenos de lágrimas que no quise dejar caer. Sergio me tomó de la mano, su toque era suave, un consuelo silencioso. —Vamos a ver a papá —dijo con una voz que era una mezcla de cansancio y afecto. Juntos, subimos las escaleras, con el peso del pasado sobre los hombros y la esperanza de que aún quedara algo por reconstruir. Cada escalón era un paso hacia la reconciliación, hacia el perdón, o quizás, solo hacia una despedida. Al abrir la puerta de la habitación, el silencio me golpeó con la fuerza de una ola. El aire estaba impregnado con el olor al desinfectante y el susurro constante de las máquinas. Papá estaba ahí, acostado en la cama, con la piel pálida como el mármol y los ojos cerrados. Los pitidos rítmicos de los monitores eran la única música en la habitación, una banda sonora de una vida que se aferraba a cada segundo. Me acerqué lentamente, con el corazón encogido en el pecho. Cada paso era una súplica silenciosa. Me detuve junto a la cama y extendí mi mano. —Papá… —susurré, y el sonido de su nombre se sintió como una extraña, pero familiar, melodía en mi boca. Tomé su mano con cuidado, y sus dedos, fríos y débiles, se movieron apenas, como si reconocieran mi toque. Sergio se quedó a mi lado, en silencio; su presencia era un consuelo tácito. Me incliné más, sintiendo que un torrente de arrepentimiento me invadía. —Estoy aquí —dije, y mi voz se quebró—. Perdóname. Sus ojos, pesados, se abrieron lentamente. Me miró con una mezcla de sorpresa, alivio y una ternura tan profunda que me partió el alma. —Rita… —su voz era un susurro, apenas audible. Una lágrima rodó por mi mejilla, y luego otra, y otra. Me avergoncé de mi egoísmo, de mi distancia. —No debí irme así. No debí dejarte… —las palabras salieron en un sollozo. Él intentó sonreír, pero solo logró una leve curvatura en la comisura de sus labios. Era un gesto débil, pero lleno de una fuerza que me atravesó. —Estás aquí ahora —susurró, con los ojos brillando—. Eso es lo que importa. Lo abracé con cuidado, sintiendo su fragilidad y la calidez de su mano. Su débil abrazo era, paradójicamente, el más fuerte que había recibido en años. En ese momento, supe que aún había tiempo. Es momento de curar las heridas que estaban ocultas. Tiempo para reconstruir los puentes que yo misma había quemado. Es hora de reencontrarnos como familia. Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí en casa. —Lo único que me mantiene tranquilo es que ustedes ya son mayores. —apenas logramos escuchar. No estaba preparada para el golpe. Esa noticia, ese silencio que pesaba en el aire, me golpeó con la fuerza de un trueno arrasador. El hombre que alguna vez me había enseñado la verdadera fuerza, la resistencia del alma, ahora era solo un susurro apagado de sí mismo. Su rostro, que antes parecía haber sido cincelado por los años y las adversidades, se había hundido en una palidez fantasmal, como si la vida misma hubiera decidido abandonarlo lentamente desde dentro. Los labios, secos y agrietados, parecían susurrar historias de luchas pasadas, aunque en este momento solo transmitían su fragilidad. Los ojos, apenas una rendija de luz, estaban apagados, observando solo a través del limbo de lo que quedaba de un hombre que había sido fuerte y orgulloso. En ese instante, el mundo pareció detenerse, atrapado en un silencio que solamente era roto por la respiración entrecortada de papá y el leve palpitar de mi corazón acelerado. Sin poder evitarlo, di un paso hacia él, moviéndome con el sigilo de quien no quiere romper lo que aún queda de esperanza, de paz. Tomé suavemente su mano, fría como el hielo, tan frágil que parecía a punto de deshacerse entre mis dedos. Sentí una marea de dolor atravesar mi pecho, un nudo de tristeza que se abrió en mi interior al escuchar su extrema fragilidad. Esa ausencia, esa silenciosa partida que comenzó mucho antes de mi llegada, dolía con una intensidad que no podía describir con palabras. El eco de mi propio lamento se hizo audible en susurros apenas perceptibles. Con un esfuerzo que parecía herir cada fibra de mi alma, susurré: —Estoy aquí, papá. —No sabía si él me escuchaba, si podía oírme en esas profundidades donde solo queda la aceptación del destino. No importaba. Era una promesa, un pacto silenciado entre nosotros, para que, en ese momento de incertidumbre y derrota, él supiera que no estaba solo, que mi presencia era un acto de amor y de resistencia. Mi hermano Sergio, mi ancla en medio de aquella marejada de desesperación, se mantuvo firme a mi lado. Era un guardián silencioso, un pilar de calma en medio de la tormenta. Con su presencia, parecía transmitir fuerza y esperanza, como si sus palabras quisieran decir: “No estamos solos en esto. Nosotros también somos parte de su historia.” De repente, un sonido quebró la calma opaca del lugar. La puerta se abrió con un leve crujido, pero en ese instante parecía resonar como un estruendo. Su presencia, pesada y segura, llenó la habitación. La llegada de ella. La figura que parecía construida con base en arrogancia y control absoluto. La mujer que, con su actitud dominante, se había convertido en la sombra que acechaba sobre nuestro pequeño universo de fragilidad. Sus tacones resonaron como golpes secos sobre la madera, marcando un ritmo implacable y predecible. El perfume espeso y arrogante la precedió, llenando el aire con un aroma de prerrogativa y poder, casi como un aviso de que su voluntad era la única que valía. Caminó con esa postura soberbia, como si el mundo entero fuera suyo y nosotros no fuéramos más que unos intrusos en su reino. Ni siquiera nos miró en el momento en que entró. Solo dejó que su presencia se impusiera, dejando tras de sí un silencio de respeto obligado, como si ella tuviera que recordar que es la dueña y señora de esta mansión. Su voz cortó el silencio con la precisión de un cuchillo afilado, frío y cortante, sin una pizca de empatía. —Ya es suficiente. Él necesita descansar. No puede tener visitas tan largas. Sonaba como una sentencia, como si reclamara el derecho absoluto a decidir cuándo y cuánto podíamos estar allí. Ni siquiera nos dirigió una mirada. Solo la expresión de un rostro que revelaba una profunda indiferencia, una arrogancia que intentábamos ignorar, pero que calaba en lo más profundo de nuestro ser.
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