**MANUEL**
Y en ese silencio interno me preguntaba: ¿cuánto tiempo más podría fingir que no me importaba? ¿Hasta dónde llegarían las mentiras que me decía a mí mismo? Porque en el fondo, sabía que esa noche estaba siendo testigo del comienzo de algo que no podía controlar, del momento en que las máscaras escondían más que los rostros, sino de una verdad que quizás sería demasiado difícil de aceptar.
Bebí el vino con lentitud, dejando que el líquido cálido y húmedo descendiera por mi garganta, sin apagar el fuego que me ardía por dentro. La música seguía, envolviéndonos en su rítmico abrazo; las luces giraban en un remolino de destellos que nublaban el ambiente, pero mi mirada permanecía fija en ellos: Sergio y Rita.
Él se inclinó hacia ella con esa confianza desmedida que siempre me ha irritado. Le susurró algo al oído —no pude escuchar qué— y, como si fuera dueño absoluto del momento, le dio un beso en la mejilla. Un gesto simple, sí, pero cargado de una intimidad que me atravesó por completo. Ella sonrió, apenas, con una expresión que parecía oscilar entre la sorpresa y la indiferencia, como si no supiera qué hacer con esa cercanía, con ese pequeño acto que parecía romper las barreras de su aparente tranquilidad.
Algo en mí se tensó, un cordón invisible que se estiró hasta el límite. Sin pensarlo demasiado, me moví. Mi cuerpo respondió antes que mi mente, impulsado por esa mezcla de celos, impotencia y una necesidad irracional de ejercer algún control en medio de aquella confusión.
Me acerqué a ella con paso firme, decidido. No miré a nadie más, solo a ella, que me observaba con sorpresa y desconcierto. Cuando sus ojos me encontraron, se sobresaltó. Lo noté en sus pupilas, en la manera en que su cuerpo se echó ligeramente hacia atrás. Quiso huir, lo supe. Lo vi en su gesto, en el movimiento sutil de sus pies. Pero no la dejé.
Tomé su mano con suavidad, pero con una firmeza que no admitía réplica. No dije nada. Únicamente la dirigí, con un movimiento resoluto, hacia la pista de baile. Como si todo estuviera planeado, como si ella ya supiera —sin saber exactamente por qué— que ese era su lugar, que allí debía estar.
Su mirada parecía confusa y desconcertada. La máscara de desconocida que llevaba puesta hacía su trabajo perfectamente. Y, en ese instante, una sensación extraña se apoderó de mí: por primera vez, en mucho tiempo, me sentí libre, solo una presencia en el espacio, sin historia, sin nombre, sin identidad que me atara.
La música nos envolvió en su melodía seductora. La coloqué suavemente en la cintura, sintiendo cómo sus músculos tensos, en un principio, reflejo de su incomodidad, pero poco a poco, ella se dejó llevar. Bailamos. No como dos desconocidos, sino como dos personas que comparten algo que no puede explicarse con palabras, algo que escapa a los límites del lenguaje. Cada movimiento, cada giro, parecía sincronizado en un secreto que solo nosotros sabíamos.
—¿Quién eres?
—Un amigo.
—Un amigo no me arrincona en el baño y me besa. —quise reírme.
—Ah, es que eres una manzana muy seductora.
Mientras girábamos entre las luces que destellaban en el aire, pensé en lo extraño que era todo aquello. La noche, la gente, la sensación de libertad y de pérdida total del resto del mundo. Ella no sabe quién soy. Y, sin embargo, esta noche… por un instante, ella está bailando conmigo, sin saberlo, sin preguntarse quién soy, sin buscar respuestas.
—¿Miras esa mujer? —me susurró Rita en voz baja, con un tono que intentaba parecer casual, pero que por la tensión en su voz revelaba una inquietud profunda que no podía disimular. Sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y deseo de escapar, como si esa figura al frente representara no solo una mujer, sino también todo lo que ella quería evitar en ese momento: la confrontación con su propio mundo, sus inseguridades, su sensación de vulnerabilidad.
Seguí su mirada con discreción. Allí estaba: una mujer que parecía una auténtica pavo real, vestida con un exceso de brillo y plumas que rozaban lo caricaturesco, pero que a ella le conferían una presencia imponente. Caminaba con una seguridad arrogante, como si el salón entero fuera suyo, dominando la escena con cada paso. Su risa estridente rompía la quietud del ambiente, resonando como una exhibición de poder y desdén. Sus gestos ostentosos, su postura altiva, todo en ella parecía gritar privilegio, dinero y autoridad sin necesidad de palabras.
Su aura era casiuna declaración de intenciones: ella era el centro, el reflejo de un mundo que Rita siempre había evitado, un mundo de superficialidad y apariencias que le resultaba intimidante y ajeno. La sensación de que la rodeaba una esfera de invencibilidad, de que todos en la sala la respetaban o al menos le temían, hacía que su presencia fuera aún más intimidante.
—¿Qué con ella? —pregunté, aunque en realidad ya intuía la respuesta. La verdad era que no necesitaba mucho más que esa mirada para entender la dinámica, los celos velados o quizás algo más profundo, algo que Rita aún no lograba admitir.
—Ayúdame a salir del salón. Sin que ella me detenga —dijo Rita en un susurro apresurado, sin dirigirme mucho la vista. Como si el simple hecho de mirarla a los ojos pudiera comprometerla aún más. La tensión en su cuerpo era palpable; sus manos estaban apretadas—. Prefiero no tener que cruzarme con ella esta noche.
La observé durante unos segundos más. Su cuerpo estaba tenso, en guardia. No era miedo lo que sentía, sino algo más complejo. No era simplemente temor, sino rabia contenida, vergüenza por su situación, una desgarrada necesidad de desaparecer de ese paisaje de opulencia y superficialidad. Era como si una parte de ella quisiera derribar esa máscara, desafiar ese mundo de disfraces y mostrar quién era realmente.
—¿Es alguna mujer de Sergio? —pregunté, para romper el silencio, aunque ya intuía la respuesta. La preocupación y los celos se mezclaban en su rostro, pero lo que parecía ser celos no era exactamente eso. Era algo más profundo, quizás una herida que aún no terminaba de sanar.
Ella tardó unos segundos en responder, bajó la mirada y respiró profundo. Luego, con una voz seca y algo temblorosa, dijo:
—Sí, eso es exactamente.
Pero no me convenció esa respuesta. No eran solo celos. Era otra cosa. Era una sumisión, una resignación que me dolía más que cualquier enojo. Lo que más me molestaba —y lo que me hacía sentir en guardia— no era solo la respuesta en sí, sino que Rita se rebajara a un nivel en el que aceptaba esa etiqueta sin luchar, sin desafiar, sin exigir un cambio. La veía encogerse ante una mujer que, con solo entrar en escena, transmitía dinero, poder y privilegio, y eso le hacía perder su dignidad en su propio tiempo y espacio.
Me enojaba. Me enfurecía que tuviera que huir siempre, que su lugar en ese mundo fuera el margen, la sombra, el silencio como única arma. Porque ella, con su brillo interior y su fuerza oculta, merecía mucho más que esa huida constante. Merecía un espacio donde pudiera expresarse libremente, sin miedo ni restricciones, sin tener que esconder quién era por la presencia de esas figuras de plástico.