**RITA**
Sonreí internamente, disfrutando del papel que interpretaba bajo esa máscara. Ser la incógnita, la mujer que todos imaginaban, pero que nadie lograba captar completamente. La mujer que, por una noche, no era la hija del hombre respetado ni la fugitiva escapada de su compromiso. Solo una figura elegante, misteriosa, enmascarada y cubierta por la sombra del desconocido, apoyada del brazo de un hombre que todos admiraban. La magia del anonimato, la ilusión de poder ser quien quisiera, era un juego que me embriagaba.
Sergio, en ese momento, se inclinó suavemente hacia mí y me ofreció una copa con un gesto protector y cuidadoso.
—Piña colada. Sin alcohol —dijo con esa voz que siempre proyectaba seguridad, aunque en el fondo uno podía notar el toque de vulnerabilidad que llevaba en su tono, como si esa protección fuera también una forma de esconderse.
Fruncí el ceño ligeramente. ¿Sin alcohol? ¿Pensaba que iba a perder el control? ¿O qué no podía disfrutar de unas copas normales como cualquier otra mujer en aquel lugar? A veces, sus acciones parecían marcar una línea entre lo que él quería que creyera y lo que realmente pensaba.
—Gracias —respondí, aceptando la copa con una sonrisa que no alcanzó mis ojos. La máscara, en ese instante, se volvió aún más relevante: la expresión falsa que mantenía parecía alinearse con la que Sergio esperaba, pero en mi interior, una chispa de desafío comenzaba a arder.
Él me observó de reojo, esa mirada que analiza y que también sabe esconder secretos, y en ese silencio compartido, sentí que ambos estábamos jugando un papel en una obra mucho más compleja. Seguimos caminando entre las máscaras, entre los secretos, entre las versiones de nosotros que solo existirían, al menos, por una noche.
Desde detrás de mi máscara, observaba el salón como si fuera un escenario preparado para una función teatral. Las luces tenues, la música suave que parecía envolver cada rincón, las risas fingidas que rebotaban en las paredes... Todo parecía diseñado con precisión para que los invitados olvidaran, aunque solo fuera por unas horas, quiénes eran realmente. Pero yo no olvidaba. Yo miraba. Yo escuchaba.
Cada movimiento, cada palabra, cada gesto. En ese momento, todos eran actores en un teatro de apariencias, menos yo. En mi interior, el silencio predominaba, un silencio que era más ruidoso que cualquier risas estridentes.
Y allí, entre la multitud, ella. Mi madrastra. Rodeada de mujeres que, por sus gestos, por sus vestidos ostentosos y sus pareceres pretenciosos, claramente eran sus confidentes, sus aliadas, o quizás sus satélites en un juego de poder. Reían con esa risa que no nace del estómago, sino de un cálculo frío y calculador. Sus ojos siempre atentos, evaluando, dominando la escena. Ella hablaba con entusiasmo, con ese tono altivo que usa cuando quiere dejar en claro que manda, que está por encima de todos. Sus palabras, adornadas con esa seguridad que solo el poder y la riqueza otorgan, resonaban en el ambiente.
—Nuestro dinero está más sólido que nunca —decía, agitando su copa como si fuera un cetro. —Yo llevo el control de todo. No hay decisión que no pase por mí.
Las otras mujeres asentían, aduladoras, como si ella fuera una reina en su corte, no una mujer que vive del temor que su dominio inspira en los demás. La imagen de su autoridad, frágil pero impenetrable, parecía sacada de un cuento donde la apariencia es la verdadera realidad.
—Y esa hija rebelde… —continuó, bajando la voz solo un instante, pero no lo bastante como para que yo no la oyera —. No sé qué se cree. El compromiso sigue en pie. Ya se le pasará la rabieta.
Sonreí por dentro. Ilusa. No sabe nada. No entiende nada. A mí nadie me dice qué hacer. Nadie me encierra en vestidos blancos ni me ata a hombres que no elijo. Esta noche, soy libre. Esta noche, soy invisible. Y ella, con todo su poder, no puede tocarme.
Me giré, buscando distraer mi mente de su voz y de su presencia, cuando de repente, mi atención se volcó hacia la entrada del salón. Allí, tres figuras hicieron su aparición, rompiendo la tensión del ambiente. La puerta principal se abrió, y en ese instante, el aire pareció tensarse, como si una corriente invisible recorriera el lugar. La atmósfera cambió, la música se volvió más densa y las risas fingidas se diluyeron en susurros sorprendidos.
Uno de ellos capturó rápidamente mi mirada. Su presencia me electrizó. Era un hombre, o al menos eso parecía, cubierto por una máscara que ocultaba su rostro. Sin embargo, en su forma de caminar, en la manera en que observaba cada rincón del lugar, podía percibirse una seguridad, una inteligencia afilada que no dejaba sitio a dudas: era alguien que sabía lo que hacía. Algo en su presencia me inquietó profundamente. No podía ver su rostro completo, pero había una especie de aura que me hacía contener el aliento.
Lo conocía. O quizás, había conocido a alguien parecido. Esa figura, esa mirada, ese porte… evocaba recuerdos que preferiría mantener enterrados. Y si estaba aquí, esta noche, entre máscaras y secretos, no era casualidad. Su presencia no había sido invitada, pero sin duda, será el centro de mi atención en los minutos que siguieran.
Una mezcla de curiosidad e inquietud se apoderó de mí. ¿Qué buscaba en ese hombre? La tensión creció, y en medio de las conversaciones fingidas y las risas forzadas, su mirada parecía buscarme a mí, o quizás, a algo que solo él entendía.
—Hermano, iré al baño.
—No te tardes, aquí no es seguro.
—Tranquilo, me se cuidar sola.
Camine hacia el baño, al entrar, miré que estaba solo, así que me quite la mascara para retocar mi maquillaje. Aunque pensándolo bien, mejor no me hubiera maquillado, nadie vera mi rostro. El brillo labial si, porque mis labios sí se ven.
Me puse la máscara y estaba a punto de salir del baño cuando unos brazos me arrastraron adentro. —¡Qué diablos! —me quejé al ver que era el hombre que me había llamado la atención en el salón. Me empotró contra la pared y, antes de que pudiera pedirle que se apartara, me besó sin decir nada.
Sus labios eran suaves, pero su agarre era firme. No me estaba dando opción, pero tampoco estaba haciendo nada que me hiriera. Era un beso apasionado, uno que me tomaba por sorpresa y me hacía olvidar por un momento el motivo por el que estaba en esa fiesta.
Intenté separarme, pero él profundizó el beso, mordiendo suavemente mi labio inferior. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No podía negar que me gustaba, aunque sabía que no debía. Este hombre era un desconocido, y yo no era de las que se dejaban llevar así por un extraño.