ANTE LA HIPOCRECIA

1211 Words
**RITA** Sin embargo, sus labios… eran adictivos. No fue un beso robado, fue una emboscada dulce e inesperada, que me desarmó por completo. En ese instante, toda mi voluntad pareciera derretirse, como hielo al sol, en presencia de su intensidad. Me costó toda mi fuerza de voluntad separarme, como si mi cuerpo se negara a obedecer la lógica, a aceptar la realidad que me impedía seguir perdiéndome en esa sensación. Lo miré a los ojos, todavía con el aliento atrapado en mi pecho, y noté que el mundo a nuestro alrededor parecía desvanecerse, reducirse a ese instante suspendido en el tiempo, en el espacio, entre sus pupilas y las mías. Como si el aire se hubiera convertido en terciopelo, denso y sedoso, que nos envolvía en una burbuja de electricidad andante. —¿Qué crees que estás haciendo? —logré decir, aunque mi voz temblaba, traicionándome con cada palabra. No era enojo, ni reproche; era vértigo. Un vértigo que me hacía cuestionar todo, incluso el suelo. La duda, esa tensión entre lo permitido y lo prohibido, me invadía con una fuerza casi física. Él sonrió. Una sonrisa lenta y segura, que me hizo sentir mariposas en el estómago y un incendio en la piel. No era solo atractivo — era peligroso. Y, en su silencio, había una promesa de minutos prohibidos, de noches sin promesas, de secretos susurrados al oído. —Besando a la mujer más hermosa de la fiesta —respondió, como si fuera lo más obvio del mundo. Como si yo no estuviera detrás de una máscara, como si pudiera verme más allá de todo lo que escondía. Su voz tenía ese tono despreocupado, casi burlón, pero en sus ojos había una chispa de algo más profundo, algo que no lograba descifrar completamente. Y entonces, sin aviso, se dio la vuelta y se marchó. Así, sin más. Dejó la escena envuelta en un silencio inquietante, en una luna llena y fría, como una promesa rota entre las sombras. Lo vi alejarse entre las luces, entre las máscaras que todos llevábamos, como si fuera parte de un sueño que se disuelve al despertar, dejando tras de sí una estela de incertidumbre y deseo no satisfecho. Me giré lentamente hacia el espejo más cercano. La máscara seguía en su lugar; mi maquillaje intacto, menos el brillo, ya había desaparecido. La sombra de su presencia permanecía en mi interior, como un susurro persistente en la espalda de mi mente. ¿Fue real? ¿O fue solo parte de esta noche mágica, de ese extraño hechizo donde todo parece posible y las consecuencias parecen desaparecer en el aire? Me toqué los labios, como si pudiera encontrar alguna prueba física de lo que acababa de pasar. Pero no había nada. Solo el eco de su voz, esa sensación cálida y peligrosa de su cercanía, y esa pregunta que se instaló en lo más profundo de mí, latiendo con insistencia: ¿Quién era ese hombre… y por qué siento que me conoce mejor que yo misma? —Ya iba a ir por ti, tardaste mucho —me dijo Sergio apenas me vio, con ese tono protector que mezcla impaciencia y cariño, la forma en que se le arruga el ceño revela cuánto me valora, aún en medio de la confusión del momento. —Ah, no pasa nada —respondí, ajustándome la máscara con una precisión casi artística. No quería que nadie interpretara más de lo necesario en mi rostro, esas pequeñas señales que delatan débilidades o intenciones. En ese instante, mi atención se dividía entre mantener mi perfil bajo y preparar la próxima jugada. Ser invisible a veces es la mejor estrategia. Y entonces, la escuché. Esa voz chillante, despectiva, imposible de confundir. Como un perfume barato que se impregna en el aire sin permiso, una presencia que nunca pasa desapercibida. La estridente afinidad de su tono me recorrió la espalda, como si un escalofrío inesperado se apoderara de mi piel. Era esa voz cercana, que trae recuerdos que preferiría esconder, pero que siempre reaparecen en los momentos menos oportunos. —Sergio, eres tú —dijo mi madrastra, acercándose con paso firme, rodeada de su séquito de mujeres bien vestidas y aún peor intencionadas. La multitud que la acompaña parecía un río que la sigue sin cuestionar, como si ella fuera la corriente que define el camino. Me giré lentamente, como quien se prepara para una batalla silenciosa, con cada movimiento calculado y medido. La reconocí al instante, no solo por la máscara o por la postura, sino por la forma en que se movía —una coreografía perfecta de soberbia y desprecio. Su presencia, esa necesidad imperiosa de imponerse, le otorga una autoridad que no se discute. Ella no entra a un lugar, lo invade, lo reclama, lo domina. —Qué casualidad —respondió Sergio, con una sonrisa diplomática que, sin embargo, no lograba ocultar la tensión en sus ojos. Esa sonrisa de compromiso social que se usa para esconder el rubor de la incomodidad y la cautela. —Ah, me reconociste. Y dime… ¿Quién es esa? —preguntó, clavando la mirada en mí con la precisión de un detective que busca una pista oculta, como si intentara descifrar un enigma que no quería resolver. La intensidad de su mirada, esa mezcla de curiosidad y desdén, me hizo recordar por qué mantenía una distancia emocional de ella. —Una amiga —dijo Sergio, sin titubear, con una firmeza que quizás quería proyectar para dejar claro quién tiene el control del relato. Yo extendí la mano con elegancia, sin decir palabra, consciente de que en ese silencio también residía mi poder. No era momento de revelar nada más que mi presencia, mi aura silenciosa era mi escudo. —Ah, comprendo —dijo ella, tomando mi mano con dedos fríos, como si tocara hielo, con esa suavidad que en realidad transmitía hostilidad; una arena movediza donde ella parecía cómoda, pero que en realidad buscaba hacerme perder equilibrio. —Mucho gusto, soy la madrastra de Sergio. Asentí con una leve inclinación de cabeza, esa que indica respeto y distancia simultáneamente. Nada más. No necesitaba palabras para marcar territorio; el lenguaje corporal y mi silencio eran mis armas más contundentes. La distancia que creaba era como un muro invisible que ella no lograba romper. —Ella es tímida —añadió Sergio, con tono suave, como si quisiera suavizar el impacto del momento, aunque sabía que su esposa no era de esas que se dejan apaciguar con palabras. —Yo creí que era muda —soltó ella, con una sonrisa venenosa que pretendía ser graciosa, pero que en realidad era un dardo bien direccionado. La sombra de su sarcasmo fue como un golpe de viento frío en la noche silenciosa. La carcajada que no soltó buscaba dejar huella, pero, en cambio, solo reforzaba mi postura de indiferencia y concentración. Sonreí por dentro. Qué fácil es subestimar a alguien cuando no habla, cuando parece frágil y vulnerable por su silencio. Pero esta noche, mi silencio era mi estrategia, y ella, con todo su ruido y furia, no podía alcanzarme. La situación era peligrosa. Me movía con cautela, esperando el momento oportuno, pues a veces la victoria reside no en la ostentación, sino en el silencio y la mirada elocuente.
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